Ilustración: Aldo Jarillo

Entrevista a Ángel Rivero: “El liberalismo se ha convertido en bandera y una caricatura”

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Ángel Rivero es profesor de teoría política en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha editado la obra de pensadores como Alexis de Tocqueville, Isaiah Berlin y Daniel Bell en Alianza Editorial. En 2019 publicó una edición de La libertad de los modernos de Benjamin Constant (1767-1830). En esta entrevista habla del liberalismo y sus caricaturas, de la importancia y presciencia de la obra de Constant, de las tentaciones populistas, de Berlin y Hannah Arendt, de la crisis discursiva de la democracia liberal.

En la introducción a su edición de Constant –estos días sale otra en Página Indómita– habla de las confusiones del liberalismo.

El liberalismo se ha convertido en una bandera y una caricatura. Es una doctrina, puede convertirse en ideología cuando se hace abstracto. Se ha asociado engañosamente a la limitación del Estado hasta extremos en los que la vida social se hace imposible.

Son dos caricaturas: la de los enemigos estatistas y la de los fanáticos del mercado.

Son simétricas. Hay un acuerdo en la caricatura y un desacuerdo en la valoración. Para unos es una doctrina que protege intereses económicos y justifica desigualdades inaceptables. Para otros hace exactamente lo mismo, pero esas desigualdades forman parte de la naturalidad de las cosas y sin ellas la riqueza social desaparece. A unos les parece bien y a otros mal, pero están de acuerdo. En la introducción quería romper una lanza por el mensaje original del liberalismo: un modus vivendi para hacer llevaderas las condiciones de las sociedades modernas, básicamente la cuestión del pluralismo, la diversidad de intereses y valores, que tiene una encarnación institucional en la organización constitucional. Eso es el liberalismo. Que cada cual haga lo que quiera; tenemos un mecanismo de coordinación que son las reglas de la política constitucional. Se han olvidado en el presente bastante y ese olvido tiene consecuencias. No es lo mismo si entendemos la democracia como un sistema para que todos podamos disfrutar de nuestros derechos en seguridad o si pensamos que la democracia es la expresión de un sujeto colectivo que encuentra siempre un intérprete que entiende la voz del pueblo. La crisis del liberalismo como mercado es grave. Estados Unidos muestra que los presuntos defensores del liberalismo así entendido están en otra cosa. Además se han privado de los instrumentos de defensa de los derechos, que es el Estado. Sin un Estado que valide esos derechos, los derechos en abstracto no existen.

En parte, el liberalismo muere o enferma de éxito. También en los últimos años hemos visto que resurgen tendencias plebiscitarias, reivindicaciones de la voluntad popular. Contra eso ya alertaba Constant.

Esos textos de Constant están inspirados en su experiencia política. Ahora vemos aparecer nuevas ideologías que son tan viejas como los problemas de la modernidad, con recetas que se presentan como nuevas, como democracias superiores, pero que ya se ensayaron en el pasado y sabemos a lo que conducen. Por ejemplo, la idea del soberanismo: nuestros problemas se resuelven cuando es un sujeto soberano y no otro el que manda. El mensaje de Constant tiene mucha actualidad porque volvemos a oír por un lado y por otro que tiene que escucharse la voluntad del pueblo. Por supuesto la voluntad del pueblo es aquella que se identifica con el que habla en el nombre del pueblo. La voz del pueblo, según ellos, no es cacofónica ni plural: es una sola y hay alguien que la entiende. En el contexto de distintos tipos de crisis la vieja crítica a la insuficiencia de la democracia para realizar la voluntad colectiva reaparece como crítica a la democracia liberal en las condiciones del presente.

El orden que tenemos se legitima por su existencia, no se legitima discursivamente. La gente sabe lo que tiene pero no sabe muy bien que lo que tiene es resultado de una experiencia y de un fundamento que se puede explicitar. En la esfera pública no se explica lo que es la democracia y los falsos profetas de otra democracia se explayan. Hay una incomparecencia evidente. Si a esto se suma que los defensores del liberalismo son sus peores enemigos, el problema es serio.

En “De la soberanía del pueblo”, Constant dice que los revolucionarios franceses, en vez de odiar el poder, pensaron que bastaba con odiar a los que tenían el poder y ocuparlo ellos. También es algo que vemos en el presente.

El caso de Francia nos sirve porque la historia francesa durante mucho tiempo fue el ideal de la izquierda española. Asociamos el populismo con América Latina, pero tiene raíces que pueden vincularse a la Revolución francesa y en particular al periodo de 1793-94, el momento jacobino, con la idea del enemigo del pueblo, la nación como sujeto colectivo, sus intérpretes, la idea de la virtud encarnada en aquellos que defienden la voz del pueblo y la democracia entendida como la aplicación del sujeto colectivo a expensas de sus enemigos (o sea, los discrepantes). Suena a lo que oímos hoy en día. Se habla del inconstante Constant, el lema familiar era la dificultad de la constancia. Pero era constante en la defensa de unos principios en circunstancias volubles y variables. Era un defensor de la primera Revolución francesa, que tenía un carácter constitucional, en la medida en que constitucionaliza la monarquía. Se puede hablar de un Constant republicano hasta el 94-95. La experiencia tras el terror le muestra que la democracia no consiste en quitarle el poder a uno para dárselo completo a otro con el nombre de soberanía, sino que la democracia en el sentido moderno consiste en limitar, en dividir el poder para que podamos disfrutar de nuestros derechos. Hay un pragmatismo en Constant, probablemente ligado a su experiencia, quizá influyó que estudiara en Edimburgo: se ve en la idea de que valen las cosas que para nosotros son valiosas. Para los modernos es valiosa e importantísima la libertad. Es una idea que tiene alcance restringido en el tiempo y el espacio: las sociedades que sienten que para ellas es absolutamente crucial que su vida, sus propiedades y sus creencias sean respetadas necesitan un tipo de orden político en el que se coloque primero la defensa de la libertad y donde la participación política sea subsidiaria de la protección de esos valores. Eso es lo que ofrece el gobierno representativo. Pero no se deriva de principios abstractos sino de su experiencia, que además luego se amplía: por ejemplo Napoleón, que es el líder populista, el que más adelante en la tradición francesa encarna ese principio del dictador en nombre del pueblo (pasamos del pueblo tumultuoso a la dictadura en nombre del pueblo). Cien años antes Constant señala los límites del leninismo y de las doctrinas revolucionarias. No se trata de asaltar el Estado para ocupar un poder coactivo que protege a una clase sino de crear un orden digamos constitucional que proteja la libertad. Eso se puede hacer institucionalmente y también depende de las sociedades, esto es importante para Constant: el hecho de que a través de la opinión pública es como se crea un sistema de control del gobierno. Incluso dice que en ausencia de instituciones representativas una esfera de opinión pública libre es un instrumento que permite el progreso de las sociedades, el progreso como protección de las libertades modernas.

Se tradujo pronto al castellano.

España fue el primer país que tradujo las obras de Benjamin Constant, poco más de un año después de que apareciera el Curso de política constitucional. Lo hizo el diputado aragonés Marcial Antonio López. Constant llega tarde a la política, tiene cierta indecisión sobre el tipo de carrera que va a seguir. Es un escritor sobre todo de panfletos pero a partir de 1806, cuando publica Principios, hay una obra política. Recopila sus obras políticas en Francia en 1819 y hay una edición en España en 1820. Marcial Antonio López lo traduce con el propósito de justificar la Constitución de Cádiz con referencia a esa obra. Son las obras traducidas y expurgadas con autorización del autor. Durante mucho tiempo ha sido una de las traducciones más leídas, aunque por ejemplo la parte de la libertad religiosa no estaba. El empeño era peculiar, cada obra tiene unos comentarios. Un problema de la Constitución de Cádiz es que Constant es un moderado, un defensor de un sistema bicameral. La Constitución española del 12 es unicameral, lo que implícitamente indica que hay una soberanía preponderante del pueblo sobre el monarca. Constant era más pragmático, pensaba que habría menos conflicto con una división. Don Marcial se pone a defender esos principios y a hacerlos congruentes con una constitución que era radicalmente democrática. Esa constitución contenía para muchos la semilla del diablo por ese asunto. La izquierda critica esa constitución, por el papel de los negros o la religión, pero no se fija en el meollo, que es la cuestión de la soberanía.

¿Cómo se comunican la obra literaria de Constant y su obra más política?

En apariencia no hay comunicación. La obra literaria es una autobiografía novelada. Señala las perplejidades del hombre moderno. Nada hagiográfico, es un crítico profundo de sus debilidades. El tema más importante es el universo de las relaciones sentimentales. Muestra hasta qué punto el mundo sentimental del XIX era complicado y distinto al nuestro. Adolphe es la historia del enamoramiento, la conquista y luego el desenamoramiento y las consecuencias. Lo leía Constant en salones, el salón era un espacio de discusión pública, limitado a las clases rectoras. Constant era noble aunque activaba y desactivaba ese estatus según las circunstancias. Leía la novelita y la gente salía llorando. Por un lado tienes la propuesta de un sistema político que acomode el pluralismo moderno y por otro el cambio de las sociedades en relación al mundo tradicional, donde la mujer todavía es estigmatizada cuando ejerce una cierta libertad sexual y hay una reivindicación de la libertad de esas mujeres.

A veces en el discurso sobre la libertad de los modernos parece anticipar la idea de libertad negativa.

Hay una conexión entre Berlin y Constant. Berlin lo cita elogiosamente y utiliza la frase de la soberanía como una maza demasiado pesada: el problema no es quién la lleva sino que el arma es demasiado peligrosa. “Dos conceptos de libertad” es un texto de 1958, escrito en el contexto de la Guerra Fría y señala que las mejores intenciones pueden alimentar los peores regímenes políticos. Se puede entender como un texto militante de esa época, pero rescata las mismas preocupaciones que a inicios del XIX tenía Constant: ser uno su propio amo de una manera colectivizada se convierte en un principio de libertad que produce la falsa promesa de que transfiriendo la soberanía se alcanzará la libertad y se acaba en otra cosa. Hay una inspiración, pero también circunstancias endémicas de la condición moderna. Parece que aprendemos, corregimos, olvidamos, y volvemos a equivocarnos. También ahora se levantan voces que dicen que el sistema representativo es insuficiente, que merecemos una democracia real.

O vemos que se cuestiona el poder judicial.

Existe la idea de que la restricción de la soberanía –estamos socializados en estas creencias– es una limitación de la libertad. Hablamos de instituciones contramayoritarias, lo que ya estigmatiza. Cuando se produce alguna crisis de fe de la democracia entendida como mecanismo de resolución de conflictos y no como creación de una sociedad perfecta, vuelve a aparecer. En España, con la barbaridad de populismos que “disfrutamos”, esta idea es evidente. Hay una definición instantánea de democracia: el gobierno del pueblo. Es un mensaje sencillo y fácil de entender pero puede ser muy destructivo. Sirve para deslegitimar cualquier mecanismo de limitación de poder. Lo vemos en el parlamento, que se pretende reducir a una cámara de aclamación, no un lugar donde se asumen responsabilidades políticas, un instrumento de control. Al contrario: se dice que como tenemos una crisis, tenemos que callar. Solo debe hablar aquel que en este momento ostenta la voz del pueblo.

También lo vimos en el procés: la democracia se reducía a votar, sin leyes ni procedimiento.

Sin alcanzar la mayoría electoral decidieron que el pueblo hablaba por su boca. Decidieron que seguían un mandato popular a través de un voto que ellos mismos habían creado, incentivado y estructurado. Movilizan y luego dicen que están a sus órdenes. Todo el lenguaje del populismo aparecía allí, un sistema de definición del pueblo de manera muy exclusiva, donde se convertía a los discrepantes en enemigos. En nombre de esa democracia participativa se organizaba la destrucción del orden institucional de la democracia, que es la destrucción de la democracia.

Conocía la importancia de la Constitución de Cádiz en España y en América Latina. Pero al leer la introducción me sorprendía el eco de la revolución de Riego.

Se han cumplido doscientos años y no hemos hecho nada. Hemos tenido el aniversario de Riego –el trienio es el primer periodo constitucional de la historia de España– y la guerra de las Comunidades, que en el relato de la identidad liberal nacional es otro episodio importante. Es preocupante el olvido de las tradiciones constitucionales españolas. Se tiende a presentar la historia en un tono muy derogatorio: se subrayan siempre los episodios más oscuros, pero los que podrían tener un interés en la historia democrática del país se orillan. Algo curioso de España es que anda a contrapié. Cuando en toda Europa triunfa la Restauración, a consecuencia del Congreso de Viena, va España y hace una revolución liberal. Fue la esperanza de toda una Europa liberal que se sentía vencida tras las guerras napoleónicas por la restauración de un orden que no era el del Antiguo Régimen pero que sobre todo en Europa central y del Este apuntaba a la autocracia. Tuvo defensores prominentes como Constant, Jeremy Bentham, el sector radical del partido Whig. Tuvo una audiencia sorprendente y la Constitución de Cádiz fue incorporada como constitución propia, por ejemplo en Portugal, que con ella consiguió crear una primera constitución portuguesa.

Es una especie de internacionalismo liberal.

Aunque hay trabajos, no se ha hecho un estudio profundo de ese internacionalismo. Además, no fue algo espontáneo, se promovió desde España la comunicación con liberales de otros países. Europa tenía una comunicación muy intensa en el terreno de las ideas.

¿Qué otros periodos destacaría en ese sentido?

Muchos. La Revolución Gloriosa como experimento democrático aunque terminase mal. Tenemos buena parte de las constituciones liberales del XIX, conservadoras pero que contribuyen a la modernización del orden institucional español, en un sentido pragmático. Hay un personaje importante, José Canalejas, que representa un liberalismo moderno. Se le hace incómodo al liberalismo caricaturesco del mercado porque defiende la intervención del Estado en la legislación laboral, en la resolución de la cuestión social. Ya no es un liberalismo de la lucha contra el absolutismo sino que es un liberalismo de la resolución del principal problema de las sociedades modernas: la extrema desigualdad que crea la revolución industrial. Emprende una política de democratización de la monarquía de la Restauración que es un precedente para la creación de un Estado social de derecho bajo un régimen de monarquía parlamentaria. Estamos demasiado pendientes de lo que hagan o digan los políticos en vez de hacer cosas. Quizá rescatar a Canalejas resulta incómodo para el partido socialista porque sería poner el foco en un proyecto modernizador de la monarquía justo cuando el PSOE entra en el parlamento como partido revolucionario. No era entonces un partido dirigido a una reforma digamos pausada y a largo plazo de la sociedad.

Sin duda, el periodo más luminoso en el que hemos vivido hasta ahora es el actual: la restauración democrática tras el 75 y la Constitución del 78. La gente no sabe la democracia que tiene. Por eso en la introducción puse los ránkings democráticos y el lugar que ocupa España. La democracia no significa la resolución instantánea de los problemas sino la gestión constante y sin fin de los problemas que vayan surgiendo, también los que tienen que ver con el deterioro institucional. Es como el coche: tienes que pasar la itv todos los años y hay que arreglarlo cuando se estropea. Hay que mantenerlo, eso es responsabilidad de todos, no solo del gobierno.

Decir que no hay democracia muestra un grado de perversidad sectaria o ignorancia, y es dramático que se cree ese ambiente. Lo vimos en el procés; ahora tienes a parte del gobierno diciendo que vivimos en un régimen posfascista, autoritario. Quizá no deben contestarse en la opinión pública todos los disparates, uno esperaría que las instituciones lo hicieran, pero sería bueno que se pusieran las cosas un poco más claras. Esta democracia es mucho mejor que la Segunda República. La idea de hacer una revisión de la historia, donde una izquierda reaccionaria coloca en el pasado una Arcadia perdida que se utiliza para deslegitimar el presente, es muy peligrosa. Ese ensoñamiento se utiliza para ocultar aquello valioso que tenemos, con todos sus defectos, que son muchos.

Es un recreacionismo que sueña con una república que excluiría a la mitad de la población.

Me hace mucha gracia el convencimiento de que la república es moderna y la monarquía antigua. Si hablamos de la república nos tenemos que remontar a la romana también, a más de quinientos años antes de Cristo. Muchos quieren presentar a Constant como republicano. Como liberal, es accidentalista y pragmático en cuanto a la organización del Estado: lo importante para él es que se protejan los derechos individuales. Ve que la república ha fracasado y muere defendiendo la monarquía constitucional: la constitucionalización de la monarquía tras la revolución de 1830. Señala que lo antiguo son instituciones republicanas como la dictadura, la censura, el ostracismo. Ahora si dices que los países más democráticos del mundo son monarquías parece un escándalo, pero es así. En el origen de Podemos hablaban como modelo de las repúblicas escandinavas, que no existen: son monarquías, que además han sido confesionales hasta hace dos días y tienen la cruz colocada en la bandera. Debemos fijarnos en la realidad y menos en estos discursos que muestran mucha ignorancia sobre las cosas políticas.

Decía en una entrevista que le hizo Jorge del Palacio para El Mundo que le costaba encontrar una izquierda liberal española.

El PSOE  está en el gobierno en las condiciones en que está. Da pena que no ejerza un liderazgo en defensa de la democracia española. Es un partido antiguo, ha ido variando, pero su relación con la democracia representativa es complicada. Hasta Felipe González el PSOE no es un partido propiamente democrático sino un partido revolucionario. Su tradición democrática es muy corta. La forma en que el PSOE abandona el marxismo y adopta la socialdemocracia europea viene algo forzada por el liderazgo de González. No sé si hay una reflexión. Ahora hemos visto eso de Vox de quitar las placas a Largo Caballero y Prieto, que a mi juicio es una maniobra equivocada porque todos los que están en las estatuas han cometido sus pecados y no están como testimonio de su virtud sino de la historia. Es una iconoclastia que replica la otra, en muchas ocasiones exagerada. Prieto y Largo Caballero tienen sombras y el Partido Socialista haría mejor no defendiéndolos como demócratas, que no lo son al menos en el sentido en el que lo entendemos, sino que eran personas, partícipes de sus circunstancias, y diciendo que discrepa de algunas.

¿Se ha hecho más en la derecha?

Eso de izquierda y derecha me resulta incómodo. Yo antes no habría puesto a la socialdemocracia y al comunismo bajo la misma etiqueta de izquierda. Ahora ya, dadas las circunstancias, diría que se están aproximando unos y otros. Lo razonable sería que el partido de la derecha y la izquierda tuvieran más cosas en común que con sus respectivos extremos. La categoría más importante debería ser partidos democráticos. La derecha por el franquismo y su deslegitimación tiene más dificultades, aunque una parte importante de la derecha española no participó en el régimen y estuvo en la oposición. Hemos visto una resurrección de Franco con el ánimo de vincular a la derecha con él. Desde el gobierno de Zapatero se inventó que existían la derecha extrema y la extrema derecha. Se utilizó con el Partido Popular, luego con Cs también. Se ha impuesto una oposición maniquea propia del populismo donde las cosas no se valoran por lo que son sino por cómo son calificadas moralmente en una visión en la que izquierda significa bueno y derecha malo. La derecha está en inferioridad porque tiene que rechazar la acusación de ser franquista. Se da por descontado que la penitencia de este pecado hay que hacerla cada día. En cambio la izquierda ha creado el mito de una Segunda República luminosa, que desacredita a la democracia presente, y donde ellos aparecen como los herederos de una España virtuosa frente a otra oscurantista y malvada. En cualquier sociedad democráticamente sensata eso se habría desacreditado, pero estos discursos tienen éxito en esta época y no solo en España. La discusión se ha hecho imposible por la moralización.

La moralización y cosas que señala en la edición de Constant me recuerdan a Las dos caras del liberalismo de John Gray: como modus vivendi para organizar los desacuerdos y una versión más positiva.

Constant señala que la lista de los modernos para los que esta libertad es tan esencial es muy corta: franceses, ingleses, norteamericanos. Pensaba que en algún momento los españoles se habían vuelto modernos. Pero no es algo que aplique a todas las sociedades, veía una conexión directa con la vida de esas sociedades y la organización política adecuada. En algún momento dice que el sistema que propone vale para un poblado de chozas y una nación de treinta millones de habitantes. Pero quizá es un poblado de modernos.

En este número de la revista hay textos sobre Arendt y Berlin. Usted ha estudiado sus diferencias.

Berlin no podía ver a Arendt. Varios testimonios cuentan que se salía de sus casillas cuando aparecía en la conversación. Se asociaba a Eichmann en Jerusalén. La banalidad del mal hacía a Eichmann un no culpable y la responsabilidad parecía compartida entre víctimas y victimarios. Muchos vieron eso como un ataque, en Israel y el resto del mundo.

Berlin es un personaje complejo, porque hace esa defensa muy clara de la libertad negativa pero tiene otra dimensión paralela, la defensa de que nuestras identidades colectivas forman parte de nuestras necesidades. No de aquello que es discutible sino de aquello que se debe dar por sentado y por tanto reconocido. Lo llama a veces identidad nacional, no lo califica de nacionalismo. La idea es que necesitamos ser parte de un grupo humano y que esa pertenencia sea reconocida. Eso se asocia con su defensa de un sionismo moderado, de que haya un lugar donde los judíos del mundo puedan sentirse en casa.

Arendt era una judía cosmopolita y para ella esos lazos estaban muy atenuados, aunque tuvo una juventud sionista. Arendt de alguna manera responsabilizaba a los judíos de su propia suerte y creo que Berlin ahí se sentía interpelado como judío.

Pero había además una diferencia esencial. En Sobre la revolución Arendt minusvalora la idea de la libertad negativa, calificándola de precondición de la libertad. No como verdadera libertad. Para Arendt el momento colectivo, el momento de la libertad positiva que funda la república, es el crucial: la fundación de la república estadounidense, de manera más compleja y equivocada Francia, Hungría en el 56. Para ella la libertad tiene un aspecto colectivo y fundacional. Arendt, aunque quizá no lo sepa la nueva izquierda, se convierte en una teórica de la nueva izquierda por esa defensa del activismo, pese a que había sido tachada de conservadora por su crítica a la Unión Soviética. El enfrentamiento real está en el fondo de dos filosofías políticas que son totalmente antagónicas.

Berlin sería más claramente liberal.

Berlin es un liberal y Arendt no. Ella valora más la acción que la organización institucional. La libertad para ella está en la acción, no en que le dejen a uno en su casa tranquilamente, en ese espacio que tiene el individuo como soberanía propia en un sistema democrático. Para ella la libertad es salir de ahí y organizar la vida colectiva.

Es curiosa la relación de Berlin con la identidad nacional.

Estoy haciendo una selección de esos textos. Hay una en Página Indómita, pero yo llevaba tiempo con una distinta que saldrá en Alianza. La relación de Berlin con el nacionalismo es tortuosa. Le gustaba la idea de Heine de que un profesor en la tranquilidad de su despacho puede destruir una civilización. El siglo XX, el suyo, es cuando las ideas han informado la acción política. Antes era una cosa más sencilla. Tenías un monarca que no respetaba la constitución tradicional del reino, era un tirano, había una sublevación y una restauración del orden constitucional. No era gente iluminada por una idea y un proyecto. En cambio la política contemporánea es una política de ideas. Él hace historia de las ideas en relación con el concepto de libertad, pero el nacionalismo no le parece una ideología y por tanto no podemos estudiarlo en términos de la genealogía de las ideas. Es interesante porque el nacionalismo es un sistema de creencias exactamente igual que otros sistemas de creencias que informan la acción política. Por alguna razón se niega a colocar el nacionalismo en esa estirpe. Lo ve como una inflamación respecto a un daño ejercido a una comunidad. La sobrerreacción que se produce cuando la identidad colectiva no se ve reconocida es el nacionalismo, una anomalía que parte de algo que es natural y deseable. Separa identidad nacional –sentirse miembro de un grupo– de nacionalismo –reacción patológica de ese grupo cuando es amenazado–. En “El nacionalismo. Su infravaloración en el pasado y su poder presente” aparece como una ideología, pero es una excepción. Berlin participa de las expectativas de un cierto liberalismo decimonónico, más el de mediados de siglo que el de principios, en torno a la creación de Estados nacionales donde determinados grupos humanos homogéneos se sientan en casa. Su albacea, Henry Hardy, dice que habría sido un brexiteer porque concebía el mundo como un tapiz de distintos colores. No deja de ser paradójico en una persona nacida en un país báltico ocupado por Rusia, de familia judía y habla rusa, que se traslada a los nueve años a Inglaterra, pero piensa en un mundo donde las fronteras separan a grupos humanos homogéneos. Entiende el pluralismo en el nivel internacional pero no en un Estado, lo que es curioso siendo un judío de la diáspora y por ejemplo el segundo judío nombrado profesor en la Universidad de Oxford. Parece que consideraba que la confluencia de nación y Estado es la forma natural de organizar las sociedades, quizá por reacción al Imperio ruso o luego el soviético, y por lo que ocurre a las minorías nacionales en los imperios.

Pensaba en el texto que tiene sobre Herder. Es muy comprensivo y cercano.

Es inexplicable su adoración por Herder como padre del pluralismo, el reconocimiento de la diversidad humana y su valor. El propio Herder empuja ese pluralismo en una búsqueda de la homogeneidad que acaba siendo la desaparición del pluralismo en el interior de los Estados. Berlin lo presenta como un personaje muy apetecible y muy querido y lo desvincula del nacionalismo como ideología, lo convierte en un defensor de la diversidad.

Berlin es más un teórico de intuiciones que de sistemas. Y es un pensador muy circunscrito al ambiente en el que crea y escribe. No sé qué perdurabilidad tendrá. Si no fuera por Hardy se habría desvanecido. Era un autor de su tiempo y buscaba siempre colocarse en la posición fácil. Nunca se metió en una zarandaja. Habla del nacionalismo y menciona pero no matiza la violencia del ira. Nunca se mete en lo complicado. Es un reproche que le hago a Berlin. Otros lo pasaron peor porque decían cosas más incómodas.

¿Por ejemplo?

Elie Kedourie, el autor de Nacionalismo. Un judío iraquí, víctima de la política británica en Oriente Próximo. Se descompone el Imperio otomano y se aplica el principio de las nacionalidades. Había 500.000 judíos en Bagdad; no queda ninguno. Kedourie entiende que el nacionalismo es una ideología. En la antología incluiré la reseña de Berlin de ese libro. En su correspondencia Berlin decía que el análisis de Kedourie estaba motivado por el resentimiento. La tesis cultural de Kedourie era una crítica de la política de fomento del nacionalismo que habían realizado los británicos y de sus consecuencias para las minorías nacionales. Nunca se la dejaron leer en Oxford. Fue rescatado por Oakeshott en la London School of Economics, pero si no quién sabe qué habría sido de él.

Otro pensador muy distinto sobre el que ha trabajado es Richard Rorty.

Hace muchos años estuve en la New School, en el departamento que dirigía Richard Bernstein. Me interesé mucho por el pragmatismo y el neopragmatismo y Rorty. Era el 92, su momento estelar. Rorty ejecutó una maniobra de suicidio demorada en el tiempo y consecuente con sus ideas. Abandonó la filosofía, pero en ese momento había escrito Contingencia, ironía y solidaridad y otros libros muy poderosos que señalaban algo que intuitivamente sentía, y conecta en parte con Constant. Parece posmoderno pero creo que tiene que ver con el pragmatismo o incluso la Ilustración escocesa: la idea de que organizamos nuestro mundo a partir de nuestras creencias y no de la duda. Valoramos nuestras instituciones democráticas por aquello que nos dan y no por aquellos fundamentos –escaleras, los llama– que nos permitieron construirlas. Si nos fijáramos siempre en las escaleras podríamos acabar socavándolas; buscando un fundamento más firme a nuestras instituciones encontraríamos que no tienen fundamentos. Como ha señalado que los fundamentos están fuera de nuestras propias creencias acabaríamos relativizándolas y quizá en el nihilismo. Esa idea decía algo sobre el valor de nuestras instituciones y rescataba algo que tiene la cultura norteamericana frente a la visión europea cartesiana: al menos en el terreno político la verdad es un acuerdo provisional, el resultado de un acuerdo. La verdad de nuestras instituciones políticas es el resultado de un acuerdo, que es el orden constitucional, y son válidas y verdaderas en la medida en que defendamos ese acuerdo. Me parecía una idea más sólida que justificaciones abstractas al estilo de John Rawls, que hacen depender nuestra verdad política de cosas que nos trascienden.

En Contingencia, ironía y solidaridad Rorty habla de la figura del ironista liberal.

Ahí yo tenía más dudas. Él es muy consecuente. Ese sujeto más bien moderado y discreto –porque ese ironismo puede acabar corroyendo la sociedad– muestra los dilemas de las sociedades democráticas. Llega un momento en que Rorty es conservador. Como si dijera: tenemos nuestras instituciones, no vamos a menearlas demasiado. Hay una dimensión conservadora, de una defensa del orden existente como el mejor orden posible y la idea de que poner en duda ese orden o relativizarlo significa su deterioro o destrucción. Rorty fue muy criticado por Bernstein, por ejemplo, porque entendía el pragmatismo como un sistema de reforzamiento de nuestras creencias y no de apertura hacia el cambio. El conservadurismo es una ideología relativista. Lo valioso cambia. En el caso de Rorty es un conservadurismo liberal: son nuestras instituciones liberales aquellas que deben ser conservadas.

Ha trabajado mucho sobre los clásicos liberales, como Tocqueville y Constant. ¿Qué cree que podemos encontrar en ellos?

Son pensadores muy desconocidos en España. La academia o sociedad española es muy superficial. Está más interesada en saber qué está de moda que en conocer en profundidad el canon de los clásicos. Me ha preocupado hacerlos más accesibles. Las ediciones que he hecho tienen unos rollos gigantescos para que el lector encuentre la escalera preparada si quiere ir más lejos. Estos argumentos podrían elevar el nivel de la discusión, que es muy bajo.

También conoce el mundo latinoamericano.

He ido mucho a México, es lo que mejor conozco académicamente. Es un país que tiene una potencia cultural gigantesca y personalidad intelectual. Hay muchas cosas envidiables que deberíamos aprender. Tiene mucha confianza en su clase intelectual y valora mucho a sus intelectuales por la calidad de lo que dicen. Cultivan la idea de que uno debe pensar por sí mismo y no dedicarse únicamente a la importación de géneros traducidos del extranjero. Tienen su propia discusión, se leen entre ellos, hay buenas editoriales y revistas. Su potencia cultural es admirable y aunque tienen muchos problemas hay una opinión pública informada y culta que no se deja pastorear: valora el conocimiento y la cultura por lo que son. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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