El historiador Carlo Greppi (Turín, 1982), autor de diversos ensayos sobre el siglo XX, como 25 aprile 1945 o Il buon tedesco [El buen alemán], ha dedicado muchos años a reconstruir la biografía de Lorenzo Perrone, un albañil piamontés que acabó trabajando para el Tercer Reich, en Auschwitz. Allí coincidió con Primo Levi, quien durante el resto de su vida repitió en numerosas ocasiones, tanto en sus libros como en entrevistas, que sin Perrone no habría sobrevivido, por muchos motivos. El resultado de esa investigación es El hombre que salvó a Primo Levi (Crítica, 2023), un texto sólidamente documentado que retrata una amistad asombrosa y rescata del olvido a un personaje enigmático.
“[Esta] es una historia de vacíos que se estrellan contra la imposibilidad de llenarse”, afirma. Las siete páginas de agradecimientos, así como el aparato de notas, dan cuenta de la magnitud del trabajo que ha requerido. ¿Cómo se ha sentido reconstruyendo la biografía de una persona que, a pesar de haber sido imprescindible tanto en la vida como en la obra de Primo Levi, es tan anónima?
La investigación siempre es un trabajo de equipo, tanto más si pretende indagar en una vida que ha dejado tan pocas huellas, aunque la obra resultante sea, con razón, responsabilidad de quien la firma. No siempre se reconoce ese trabajo colectivo que subyace bajo la superficie, a veces incluso no hay agradecimientos en los trabajos de historia. Es esencial “mostrar” al lector que nuestra labor consiste exactamente en eso, en intentar rellenar –con lo que nos revelan las fuentes, apoyándonos en el trabajo de otros– innumerables lagunas, y hacerse una idea de conjunto. Nunca mostraré lo suficiente a Carole Angier e Ian Thomson, biógrafos de Levi, y a Luca Bedino, del Archivo Histórico de Fossano, mi agradecimiento por su ayuda, y a tantas otras personas, entre ellas Emma y Beppe, los nietos de Lorenzo Perrone, tras cuyos pasos me embarqué hace muchos años. Era consciente de estar asumiendo una gran responsabilidad al intentar reconstruir su biografía, arrebatársela al olvido, pero gracias a esa prodigiosa red también me sentí parte de una comunidad de investigación. Tomar conciencia de eso ha sido fundamental, sobre todo desde el punto de vista humano, para seguir adelante.
En algún momento transmite la sensación de que la investigación está entrando en un callejón sin salida. ¿Alguna vez estuvo tentado de abandonar?
No, porque con esta metodología –que yo llamo coloquialmente “operación a corazón abierto”, Enzo Traverso habla más finamente de “ego de investigación”– incluso tanteando en la oscuridad podemos averiguar mucho sobre la biografía que uno está intentando reconstruir y sobre la propia investigación. Toda vida humana deja huellas muy leves tras de sí y, por regla general, la gente “corriente” deja muchas menos que la media. Pero en mi caso el estado de la cuestión del que partí era valiosísimo: las dos “matrices” de mi trabajo, la obra de Primo Levi y el dosier de Yad Vashem con el que, de 1995 a 1998, gracias a la tenacidad de Carole Angier, Lorenzo se convirtió en Justo entre las Naciones, contenían un armazón documental –y narrativo, si pensamos en las insustituibles palabras de Levi– de un valor incalculable. Eso impidió que no me sintiera en un callejón sin salida en ninguna etapa de mi investigación. Sobre algunos aspectos de la biografía de Lorenzo subsisten dudas e incertidumbres, y he aceptado la existencia de pistas falsas y de caminos inaccesibles, que son inherentes a cualquier investigación. Sin embargo, a mis ojos y a los de tantos lectores que me han hablado de él en los últimos meses, Lorenzo se ha vuelto tridimensional.
Para intentar comprender a Lorenzo Perrone hace una radiografía de la sociedad italiana de la época. Perrone era un albañil analfabeto que cruzaba a pie la frontera entre Italia y Francia por trabajo y acabó siendo un “esclavo de Hitler”. ¿En qué medida su extracción social pudo influir en sus actos con los presos del Reich?
Diría que muchísimo. Lorenzo no toleraba la prevaricación ni los abusos de poder –ni el poder en general, me atrevería a aventurar–. Era un migrante, como muchos de sus compatriotas, acostumbrado a trabajar duro y a sentirse “el último”. Probablemente estaba entrenado para ver reflejado su sufrimiento en el de los demás, o al menos el sufrimiento de la gente como él. Había crecido en un entorno brutal, con un padre violento, entre peleas de taberna y litros de vino, incluso de niño. Pero fue capaz de desviarse significativamente de lo que podría haber sido una compulsión de repetición. Lorenzo se encogió de hombros, demostrando que el bien radical puede acechar en cualquier parte, algo que sigue siendo un espléndido misterio de la humanidad.
En el libro comenta que, después de haberse dedicado a los protagonistas de lo que Primo Levi llamaba “zona gris” de la historia –en obras como Uomini in grigio. Storie di gente comune nell’Italia della guerra civile [Hombres de gris. Historias de gente común en la Italia de la guerra civil] o, en cierto modo, Il buon tedesco–, prefiere dirigir su atención a los “casos límpidos”. ¿Entraría Lorenzo Perrone, reconocido como Justo entre las Naciones en 1998, en esa categoría?
Sin duda. Lorenzo era un hombre con una gran sensibilidad que al mismo tiempo se alimentaba de gestos concretos, por lo que al intervenir cambió el curso de las cosas. Pero me atrevería a decir que hay una cuestión sustancial que “corregir” en el retrato que Levi hace de Lorenzo, hacia quien mostró un profundo respeto cada vez que volvió a él, durante cuarenta años. De hecho, aparte de algunas inexactitudes fácticas –todas ellas de escasa relevancia, salvo una de la que hablo en el libro–, la imagen que nos ofrece de su amigo se corresponde con la que se desprende de las demás fuentes. Salvo en un aspecto, como decía: aparte de ser un hombre “bueno y sencillo”, que “no pensaba que hubiera que hacer el bien a cambio de una recompensa” (en palabras de Levi), Lorenzo era una persona dulce, muy dulce. Capaz de escribirle después de la guerra: “reciba un destello del corazón de quien siempre lo recordará”. Es una imagen de una ternura descomunal.
“Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre”, escribió Primo Levi en Si esto es un hombre. Para los presos, sobrevivir en Auschwitz no dependía solo de que unas manos amigas les dieran una ración extra de comida o algo de abrigo.
En el Lager no hubo mucha gente que tuviera la suerte de recibir ayuda del exterior, y menos aún de quienes estaban cerca, a tiro de piedra: cuidar de un esclavo, o de un esclavo de los esclavos, era extremadamente peligroso. Parafraseando lo que escribió nada más volver (empezó a redactar Si esto es un hombre en 1945, y la primera edición se publicó en 1947), Levi tuvo la suerte inimaginable de conocer a un hombre que, en los márgenes de Auschwitz, encarnaba esas excepciones y que le salvó la vida allí, cada día, durante seis meses. Pero el joven superviviente subrayó desde el principio que Lorenzo fue crucial para él no tanto por la ayuda material sino por otro motivo: “Diré que creo que es a Lorenzo a quien debo estar vivo hoy; y no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan llana y fácil de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y entero, no corrompido ni salvaje, ajeno al odio y al miedo; algo difícilmente definible, una remota posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse.” Ese “no tanto” abre un mundo, nos muestra cómo en ese testimonio de inmenso valor literario –uno de los libros más importantes del siglo XX– está contenido el antídoto contra todo el mal denunciado y analizado en sus páginas. Lorenzo recordó al joven Levi, que podría haberse hundido en la desesperación, que la bondad existe en el mundo, y que merece la pena sobrevivir por ella.
¿Hay alguna relación entre los que para ti son tus justos “favoritos” y los justos más o menos anónimos, en contraposición a los justos, digamos, espectaculares?
No es fácil responder a esto. He pensado mucho en ello a lo largo de los años. Quizá me di cuenta después de que saliera el libro más que en la fase de investigación y escritura. Lo plantearé en términos generales: hay una película de ciencia ficción, Gattaca, que cuenta la historia de dos hermanos que viven en una sociedad de un futuro próximo en la que es posible “programar” las células de quienes van a nacer, eliminando posibles defectos e imperfecciones. Uno de los dos, Vincent, fue concebido “a la antigua”, por lo que es especialmente frágil, mientras que su hermano Anthony está genéticamente “maquillado” y roza la perfección. Sin embargo, siendo muy pequeño y a pesar de su desventaja, Vincent ganaba una y otra vez una competición casi suicida: nadar en mar abierto, hasta que el otro tiraba la toalla. Cuando, años más tarde, los dos vuelven a enfrentarse en la misma prueba, el fuerte Anthony pregunta al débil Vincent cómo pudo ganarle con regularidad. Y la respuesta, en mi opinión, es maravillosa, me resuena en la cabeza desde hace más de veinte años: “Así es como lo hice, Anton. Sin escatimar energías para volver.” En este sentido, creo que las historias sobre justos que más nos impactan, más allá de los riesgos objetivos asumidos por esos extraordinarios salvadores, son las que nos muestran exactamente esto. A quien ayuda con la cabeza gacha, como un metrónomo y sin pararse a reflexionar, solo podemos llamarle héroe. Más aún si actúa sin importarle lo más mínimo ser recordado. Como Lorenzo.
Cuando ya habían regresado a Italia, Lorenzo y Levi mantuvieron el contacto. El escritor quería agradecer a su salvador lo que había hecho por él, recompensarle. Pero fue imposible.
Que quede claro que Primo Levi se dedicó en cuerpo y alma a su amigo Lorenzo, quien nunca se recuperó después de volver, destrozado por aquella experiencia en la que tal vez había encontrado un sentido a su vida –ayudar, y no solo a su amigo Primo– que al volver desapareció. Y mientras su amigo empezaba a vivir, fue él quien empezó a hundirse. Hay, sin embargo, una diferencia sustancial entre esos rescates especulares, aparte del hecho de que ya no estaban en Auschwitz, por supuesto. Si allí el joven Levi estaba decidido a sobrevivir, y había encontrado la “orilla” perfecta en la ayuda incondicional de Lorenzo, este, cuando regresó, con todas las vacilaciones del caso –porque el ser humano es una criatura compleja–, no quiso ser salvado. Se dejó llevar, traspasado por el dolor de vivir y la necesidad de no seguir viviendo.
El final de Primo Levi es conocido. Como el de muchos otros supervivientes del Holocausto. Charlotte Delbo, miembro de la Resistencia francesa que también estuvo presa en Auschwitz, escribió: “Ninguno de nosotros debería haber vuelto.” Usted sugiere que Perrone, en cierto modo, se suicidó. Mejor dicho: se dejó morir. ¿Nunca pudo olvidar lo que vio?
Es el propio Levi quien lo afirma. Me he limitado a sondear todos los recovecos posibles de ese doloroso final, de esos siete años –un larguísimo “tiempo del regreso”– en los que, en efecto, se tiene la impresión de que Lorenzo se dedicó a la autodestrucción con la misma sistematicidad con la que se había dedicado a ayudar al “otro” en dificultades, y con la misma tenacidad con la que había caminado y trabajado toda su vida. Sin embargo –y retomo una intuición original de Angier–, probablemente no es solo por el mal que había visto en Auschwitz por lo que no pudo levantarse de nuevo, sino sobre todo porque ya no podía hacer el bien. Ese bien inmenso, difícil de imaginar para nosotros que intentamos relatarlo.
Levi dijo que es “imposible transformar una persona de carne y hueso en un personaje, es decir, escribir una biografía objetiva y sin distorsiones”. Él hablaba de personas que había conocido. ¿A usted su oficio de historiador le ha dado la distancia necesaria para salvar ese escollo?
Levi era también un gran historiador. Identificó algunas de las implicaciones más espinosas de la profesión, y esas reflexiones que propone a raíz de su relato sobre Lorenzo son inestimables; son como señales de alerta para el historiador que quiere probar suerte en una hazaña como esta. Pero indudablemente siempre está sobre la mesa la cuestión de la distancia “justa”, que en parte nos viene dada por el paso del tiempo y en parte es algo a lo que hay que aspirar. Además, siempre se nos da la oportunidad de jugar con las cartas boca arriba, mostrando las filigranas del método que usamos para intentar arrancar del olvido una vida “de carne y hueso”, reconstruyendo sobre el papel sus rasgos esenciales, en una historia que, de algún modo, puede llevarnos de vuelta a ese mundo, a través de las callejuelas embarradas de Fossano y por las montañas del Piamonte, hasta Francia, luego hasta Monowitz, y finalmente de vuelta al sur, todo el camino de vuelta a casa, con el horror en los ojos y un bagaje de humanidad que brilla y brillará durante mucho tiempo. ¿No es la vida de Lorenzo un viaje a través del tiempo, y más allá? ¿No lo es, tal vez, todo libro de historia digno de tal nombre? Teniendo en cuenta que, por supuesto, la historia es un conocimiento indirecto, mediado por las fuentes, por los ojos del narrador y por las palabras que este elige.
Afirma que la “verdad” es un sustantivo “sin duda” molesto. ¿Por qué?
Los historiadores suelen entrecomillar el discurso sobre la “verdad”, y a lo sumo hablan de “aproximación” a la verdad, o usan fórmulas similares que enfatizan esa ineludible mediación. Pero está claro que las personas, los acontecimientos y los procesos históricos han existido y existen, como existen las investigaciones que se hicieron antes que las nuestras. Intentar “desvelar” –por utilizar un verbo muy querido por Levi– ambos aspectos es crucial: por un lado, desconfiar de quienes se consideran depositarios de una verdad absoluta, incluso en el plano de los hechos, y por otro, mostrar el progreso de las investigaciones sobre un aspecto concreto de la historia. Al final, todo debería estar aquí, en nuestras manos: un saber sólido y también su evidente provisionalidad. El conocimiento histórico, y no solo ese, es un conocimiento documentado y verificable, y siempre en movimiento: espero que una biografía como esta, llena de descubrimientos, tropiezos e interrogantes, contribuya también a demostrarlo. ~
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.