Oficio
Serguéi Dovlátov
Traducción de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea
Logroño, Fulgencio Pimentel, 2017, 320 pp.
Con menos de cincuenta años, en 1990, Dovlátov murió en su exilio neoyorkino, resignado a aumentar la nómina de escritores rusos cuya obra moldeó la experiencia del destierro. Autores tan dispares y de diferentes épocas como Pushkin, Lérmontov, Tsvietáieva, Gazdánov, Nabokov o Brodsky son un buen ejemplo de ello. No en vano un escritor afirmó que los rusos parecen tener el monopolio del exilio. En Oficio, una suerte de memorias, o más bien de tragicomedia autobiográfica, integrada por dos partes bien diferenciadas (una soviética y otra americana), el genial narrador humorista de origen judío y armenio plasma las contradicciones del homo sovieticus tanto en su país natal como en la expatriación. El resultado es una colección de situaciones grotescas, diálogos imprevisibles e individuos surrealistas inmersos en una realidad que contrasta penosa y jocosamente con los dogmas inculcados por el régimen soviético. La primera parte, “El libro invisible”, la escribió aún en Leningrado, entre 1975 y 1976, y fue su primer título publicado en Occidente. Intercalada por fragmentos que denomina “Solos de Underwood” –viñetas cotidianas marcadas por la sinrazón, breves fogonazos del desvarío soviético–, relata sus intentos fallidos, desde la década de 1960, de ver publicada su obra en su patria y su progresivo dominio, muy a pesar suyo, del arte de ver rechazados sus manuscritos, reiteradamente enfrentado a un granítico no. Cartas de rechazo editorial, reseñas e informes de lectura, que aunque favorables siempre acaban con el veredicto de “impublicable”, lo empujan a buscar refugio en el periodismo y el alcohol. La redacción de la segunda parte, “El periódico invisible”, corresponde a los años de 1984 y 1985, ya instalado en Queens, en el barrio rusófono de Forest Hills, y se centra en su vida en Estados Unidos, en el también paradójico American way of life, y en las circunstancias que rodean la creación de El nuevo americano, publicación que fundó junto con otros emigrados rusos destinada a la comunidad de expatriados. Dovlátov perteneció a una generación esperanzada ante ciertos signos de aperturismo, que tuvo acceso a las obras censuradas de Bulgákov, Olesha, Platónov o Bábel y a traducciones de Hemingway, Mann, Faulkner o Salinger. Los jóvenes escritores soviéticos, convencidos de que formaban parte de la comunidad literaria internacional, cultivaron un estilo y un lenguaje que los situaba a años luz de sus predecesores, empantanados en los clichés del realismo socialista. La discrepancia se desplazó sobre todo al plano estético: querían devolver a la literatura rusa la primera persona del singular, el elemento fantástico, las emociones genuinas, la ironía, el habla de la calle. “El verdadero artista reconstruye en profundidad, sin miedo ni prejuicios, la historia del corazón humano”, sentenció Dovlátov. A los creadores más conflictivos se les invitaba a solicitar el visado de salida, y nuestro autor, entre la espada y la pared (sin trabajo, perseguido, vetado y alcoholizado) abandonó la Unión Soviética en 1978. Así, pasó a engrosar la llamada “tercera ola” de emigración rusa. En cualquier caso, la decisión no fue fácil: “Preparar la emigración es imposible. Imposible prepararse para un segundo nacimiento. Imposible prepararse para la vida de ultratumba. Solo queda resignarse.” Nueva York se convirtió, pues, en su nueva y última patria, junto con su mujer e hija, esta última encargada de verter recientemente al inglés alguna de las obras de su padre. Allí vio satisfecho su “derecho inalienable a publicar” sus textos notables por su humor mordaz, una pizca de melancolía y un lenguaje sencillo pero contundente. Según Gueorgui Vladímov, autor de la magnífica novela El fiel Ruslán, “solo unos pocos jóvenes autores aprendieron a cargar con el peso de la libertad y, entre ellos, destacaría a Dovlátov. […] Creo que no publicó ni una línea en la Unión Soviética. Pero, de alguna manera, entendió que la libertad no debe desaprovecharse […] Es, sencillamente, un maestro nacido en la emigración”. A lo largo de poco más de una década, antes de su repentino fallecimiento, vieron la luz en Estados Unidos títulos suyos que ya son clásicos contemporáneos como Zona, Retiro, Los nuestros, La maleta y La extranjera. De sus fracasos personales y literarios en la Unión Soviética y los sinsabores en Estados Unidos, la dificultad de encajar en una tierra y una lengua ajenas, nos habla en Oficio un Dovlátov en estado puro. Además de ser un compendio de anécdotas personales, que arranca con su nacimiento en 1941 en el Ufá donde se refugiaron sus padres durante la guerra, Oficio se lee también como un emotivo testimonio de las difíciles vivencias de toda su generación. En el prefacio advierte: “No voy a componer algo demasiado elaborado. Intentaré relatar mi biografía artística de manera confusa, prolija e inarticulada. La integrarán las aventuras de mis manuscritos. Los retratos de mis conocidos. Los documentos.” Edward Said calificó de contrapuntística la literatura del exilio. Dentro de la producción dovlatoviana tal vez sea en esta obra donde más claramente se combinen diferentes partes melódicas con un equilibrio armónico. Todo está filtrado por la mirada empática, humanista y descreída, en absoluto moralizante, de un autor que vio nacer su vocación durante el servicio militar ejerciendo de vigilante de prisioneros, tras ser expulsado de la universidad por su bajo rendimiento. Compuso versos como antídoto real contra la locura y cobró conciencia de que “era capaz de contar historias como Sherezade, tres años sin descanso”. En las obras de Dovlátov, los temas, las escenas y los personajes surgen y desaparecen de un libro a otro, reformulados con distintas máscaras. Y, lejos de limitarse a las peripecias de un individuo, se convierten en una extensa acta del desatino del universo y nuestras reacciones humanas. En Oficio leemos: “Nosotros somos el poder soviético. Tenemos que derrotarnos a nosotros mismos. Derrotar al siervo y al cínico, al cobarde y al ignorante, al mojigato y al arribista que habitan dentro de nosotros.” La literatura fue, para Dovlátov, su campo de batalla. ~
(Barcelona, 1976) es traductora y fotógrafa. Entre los autores que ha traducido al español se encuentran Vasili Grossman, Lev Tolstói, Yevgueni Zamiatin y Borís Pasternak