Dos de los libros que escribió Jorge Semprún llevan en el título el nombre de Federico Sánchez, que es el que corresponde a una de sus identidades falsas como miembro del Partido Comunista de España. El primero es Autobiografía de Federico Sánchez, pero Federico Sánchez no existe, y alguien que no existe, ¿cómo puede tener autobiografía? Solo un fantasma podría escribir la autobiografía de alguien que no existe. Alguien que se sienta una invención como él, con el pretexto de escribir sobre sí mismo. El juego de identidades es uno de los ejes de la narración. La trama seca es la expulsión de Semprún del partido, junto con Fernando Claudín, también miembro del Comité Central, en noviembre de 1964. Con esa evocación de sus años en la clandestinidad, Semprún ganó el muy integrado Premio Planeta. Era 1977, tenía 54 años y era el primer libro que escribía en castellano. Que fuera el año de las primeras elecciones generales en España después del franquismo le da otra densidad al libro, como si lo que cuenta formase parte de la ventilación general.
La narración parte de una escena, del preciso momento en que Dolores Ibárruri se dispone a intervenir durante una reunión del Comité Ejecutivo en un castillo cercano a Praga. Un gesto de ella, la compañía, el ambiente, desencadenan en el narrador el recuerdo de todo lo que ha conducido a ese momento, y como la memoria dispara en todas direcciones, más adelante también evoca escenas que tendrían lugar en los años siguientes, los reencuentros con antiguos camaradas, la literatura, el trabajo como guionista de Costa-Gavras o Resnais. Como en las películas de este último, Semprún recurre a los vaivenes de la memoria para llegar al fondo de algo, muy oculto si es que es preciso insistir tanto. Sabe lo interesante que resulta todo lo que cuenta, que los mecanismos de los partidos resultan fascinantes, que no todo el mundo ha conocido lo que él y que no todos serían capaces de contarlo, pero no deja que la historia (ni la grande ni la pequeña) se lo coma. Porque él está buscando otra cosa.
Nos enteramos de datos concretos. Se nos describen escenas con sus personajes, sus tempos, sus cadenas de causas y consecuencias, y a esa parte la podríamos llamar la historia objetiva (por mucho que cada cual cuente la feria según le va en ella). Semprún expone las diferencias que tenía con la cúpula del partido, cada vez más insalvables. Santiago Carrillo: cada página que pasa aparece como un personaje más indeseable, y al llegar al final el desprecio que le muestra Semprún es tal que entendemos que trasciende la incompatibilidad ideológica. En realidad todos los gerifaltes comunistas le inspiran el mismo asco, tanto si se han pasado la vida fantaseando con una Huelga Nacional Pacífica que nunca se llevará a cabo (como si tuviesen un mandato dadá o en una especie de remedo de El hombre que fue Jueves) o si han llegado a dirigir gobiernos (Fidel Castro es otro de los ridiculizados en estas páginas). Pero avanzado el libro nos barruntamos algo tan curioso como que la afiliación al Partido Comunista por parte del joven Semprún es más coyuntural de lo que parece. No es que no crea en los ideales de justicia, ni que no se implique a fondo en las labores que el partido le va encomendando, que no lo mueva una profunda convicción, que no sea uno de los más nobles y capaces militantes. Pero de la lectura se va desprendiendo que el comunismo, por la exigencia de la clandestinidad, entre otros atractivos, es la gran posibilidad de aventura que se les presentó a una o dos generaciones de jóvenes del siglo XX. Semprún llega a admitir que lo que él amaba de esa vida era precisamente la clandestinidad. Dice, por ejemplo: “La clandestinidad, no solo como aventura, o sea como placer o goce de situarse fuera de toda norma, sino como camino hacia la conquista de una verdadera identidad.” O bien: “El trabajo político clandestino es lo que más me ha excitado, gustado, interesado, divertido, apasionado, durante toda mi vida.” O bien: “He sido un excelente clandestino.” Su condición de exiliado, su buena planta, su traición de clase, su evidente inteligencia son buenos mimbres para armar un atractivo personaje. Página a página entendemos, e incluso él llega a confesarlo, que la vida al margen de la ley le sirve para lo que quizá más tarde sirvió la literatura: para buscarse, para conocerse, para inventarse.
En Federico Sánchez se despide de ustedes, la actividad que cuenta es tan poco clandestina como sus casi dos años como ministro de Cultura en el gobierno de Felipe González. Otra vez nos cuenta cómo funciona lo que no está a la vista (el poder, los partidos), otra vez hay un personaje odiado (lo que resulta más novelesco que psicológico), aquí Alfonso Guerra. Pero quizá más evidentemente, lo que parece interesar al autor es cómo funciona la identidad, cómo nos construimos a nosotros mismos en la confrontación con el mundo y, quizá porque es algo mayor, cómo funciona la memoria. Parece que cuando cuenta las cosas que pasaron lo anima el sentido de la responsabilidad, pero que son la imaginación y la ansiada libertad las que lo inspiran el resto del tiempo, en las evocaciones, asociaciones y digresiones.
Hay mucho de literatura francesa en Semprún, autor en una especie de limbo que determinó la vida que habría de llevar, y en estos dos libros en los que el clandestino Federico Sánchez no distinguimos si nos sonríe o nos hace una mueca antes de desaparecer bajo el claroscuro de la farola, encontramos la reminiscencia del pasado, a veces tan proustiana que aparece el recuerdo de cómo el niño esperaba por la noche el beso de su madre, más lejana en el tiempo cuanto mayor se ha hecho quien la escribe, pero siempre con un cierto experimentalismo, contando las cosas de manera circular, discutiendo con uno mismo, sea sobre el comunismo o los vericuetos de la memoria, mirándose en un espejo rimbaudiano (“este otro yo mismo que a veces soy: yo mismo”), y avanzada la gran construcción intelectual decimos, claro, él buscaba la aventura, claro que buscaba la aventura: “La ventaja de una vida novelesca, llena del ruido y la furia del siglo, es que le regala a uno −gracia y desgracia, dicha y desdicha− una memoria inagotable.” ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).