¿Estamos ante un fin de época del liberalismo?

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Si miramos el presente con un poco de perspectiva histórica veremos con aprensión que el tiempo de la hegemonía liberal en el que transcurrió la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI parece haber llegado a su final. Digo con aprensión porque si comparamos con épocas anteriores el tiempo que estamos viviendo ahora, la libertad, la prosperidad y la paz gozaban de una situación envidiable, lo que no es el caso hoy en día. Entonces, en un ambiente de euforia, se daba por descontado que la extensión de la democracia liberal a todo el globo era un hecho y que el futuro anunciaba un tiempo promisorio de libertad y bienestar para todos. El heraldo de esta época feliz de liberalismo universal fue Francis Fukuyama, quien, en el verano mismo de 1989, cuando se inició el derrumbe del mundo comunista, anunció que habíamos llegado al final de la historia. Entonces, muchos alemanes de la rda escaparon por la brecha que se abrió en el Telón de Acero entre Hungría y Austria y, poco después, cayeron una a una todas las dictaduras satélites del universo comunista hasta que, en 1991, la Unión Soviética cerró el ciclo y desapareció. Por final de la historia entendía que el conflicto ideológico que había enfrentado al liberalismo primero con el absolutismo y después con los totalitarismos fascista y comunista había concluido con el triunfo universal e inapelable de la ideología que unía democracia y capitalismo.

Sin embargo, lo que vemos hoy es que la democracia liberal está en retroceso en todo el mundo frente a la progresión de las autocracias y que también, al interior de las democracias consolidadas, el populismo está degradando su calidad. Este retroceso ha sido cuantificado en el Democracy index de The Economist o en V-Dem de la Universidad de Gotemburgo. Unos y otros, autócratas y populistas, se han unido en la defensa de lo que denominan la democracia iliberal, porque no tienen empacho en calificar como “democracia” su gobierno autoritario y de separar, como si fuera posible, la democracia del liberalismo. De lo primero es testimonio la “Declaración conjunta de la Federación Rusa y la República Popular China anunciando que las relaciones internacionales inician una nueva era de desarrollo global sostenible”, hecha pública el 4 de febrero de 2022, en la que, entre otras muchas cosas interesantes, los autócratas que gobiernan estos países nos dicen que cada nación tiene derecho a definir la democracia a su manera y sin tutelas; y que, por supuesto, tanto China como Rusia son democracias plenas. De lo segundo es testimonio el famoso discurso de Viktor Orbán del 26 de julio de 2014 en la Universidad de Verano de Bálványos, Rumanía, donde anunciaba que el liberalismo era cosa del pasado y que él defendía una democracia iliberal congruente con los desafíos del presente y del futuro.

El fenómeno del anuncio de la muerte de la democracia liberal sorprende, porque la experiencia del comunismo nos había enseñado que la cuestión social solo se resuelve con la democracia liberal. Pero parece que este es un aprendizaje que tiene que hacer cada generación en un proceso de ensayo-error infinito.

De hecho, si miramos la historia vemos que nada de esto es nuevo y que la modernidad, que opera de forma pendular, oscila entre periodos de hegemonía liberal y tiempos de autoritarismo militante. Por esa razón muchos, ante el declive de la democracia, han señalado que estamos ante algo que nos recuerda poderosamente a las primeras décadas del siglo XX en Europa. De hecho, para algunos asistimos de nuevo al ascenso del fascismo, y frente a su amenaza, nos advierten, las instituciones de control y limitación del poder político liberales pueden ser dispensadas. Para otros, entre los que me cuento, no hay democracia sin liberalismo y las instituciones liberales forman parte esencial de la democracia. Me parece que aquellos que buscan combatir el fascismo con menos liberalismo son partícipes de la degradación de la democracia que denuncian.

Curiosamente, hay poca novedad en esta discusión presente sobre el liberalismo y si volvemos la vista atrás nos encontraremos que los mismos argumentos que plantean hoy contra la democracia liberal autócratas y populistas ya fueron formulados en el pasado. Es más, la muerte misma del liberalismo ha sido anunciada de forma prematura unas cuantas veces. Con esto no quiero decir que no se hayan quebrado muchas democracias liberales en el pasado, sino que se nos ha anunciado que la democracia liberal era una organización periclitada e incongruente con el tiempo histórico en el que se emitió tal diagnóstico y que, de alguna manera, había sido superada por la historia. Pero lo cierto es que más bien ha ocurrido lo contrario: amenazada cíclicamente, la democracia liberal ha sido capaz de sobrevivir a las olas de autoritarismo refugiada, eso sí, en enclaves asediados.

Laski y el declive del liberalismo

Todavía recuerdo mi sorpresa cuando leí en 1994, en el inicio mismo de la época de hegemonía liberal que parece haber llegado ahora a su fin, el libro de Harold J. Laski El liberalismo europeo, en la versión española del Fondo de Cultura Económica, donde se daba, si no por muerta, sí en una decadencia irreversible a la democracia liberal, y esto se presentaba como si fuera un hecho indubitable y no discutible. Al parecer, el liberalismo era cosa de un pasado lejano y la sociedad se abocaba por culpa de ese liberalismo declinante a un largo invierno, del que saldría –esta era su esperanza– una juventud que, curtida en sus rigores, “sería preludio de una primavera más luminosa”.

El libro de Laski narraba el surgimiento y apoteosis del liberalismo, que como ideología había llegado a su cénit, se nos decía, en el siglo XIX y, alcanzada su pleamar, había llegado la hora de su declive. Para este militante laborista y profesor, firme creyente en la teleología histórica del marxismo, el liberalismo era un movimiento de nada menos que cuatrocientos años que se había periclitado por incongruencia con el mundo económico al que había dado lugar. Curiosamente, a lo que llamaba liberalismo Laski era el proceso de modernización de las sociedades occidentales que consideraba llegado a su fin y cuya única salida positiva sería el socialismo.

La razón de esta decadencia terminal radicaba, según él, en que el liberalismo no era sino una ideología, esto es, en la jerga marxista, un constructo destinado a justificar un orden social injusto, la sociedad capitalista, cuyo núcleo, idea fuerza o creencia superior era la santificación de la propiedad privada por encima de todo y de manera absoluta. Para Laski los liberales habrían olvidado el fundamento de su propia ideología y por ello no se dieron cuenta de que era incompatible con la democracia cuando llega la crisis económica.

Leer a Laski en los primeros años noventa del siglo pasado resultaba chocante y hasta divertido porque la tercera ola democratizadora avanzaba imparable por el mundo y las revoluciones liberales en la Europa central-oriental habían señalado la muerte del socialismo que el propio Laski profetizaba como futuro evidente de la humanidad. Esa juventud de la que nos hablaba había descubierto que el socialismo era un callejón sin salida de la modernidad y que, en contra de las creencias del militante laborista y profesor de la lse, la cuestión social se resuelve desde la política, esto es, desde la democracia liberal.

Así pues, tras superar mi sorpresa al leer en un libro, que todavía se sigue publicando, la afirmación de que la democracia liberal había muerto justo cuando el mundo contemplaba su triunfo universal, me dirigí a la página sexta, donde figura la fecha de su escritura, y descubrí que se había publicado por primera vez en 1936 y que la primera edición española era de 1939. Mi edición es la decimosegunda impresión de 1992. No deja de ser curioso que, si entonces el libro era totalmente anacrónico hoy, sin cambiar ni una letra, ni la portada ni el texto de cubierta, parece hablar de la actualidad. De hecho, en la contraportada se nos dice que “ante la crisis que hoy atraviesan esas doctrinas [las del liberalismo], pasado el esplendor que alcanzaron en el siglo XIX, [el profesor Laski] hace destacar la necesidad […] de crear nuevas normas de mayor justicia que traerán, a la postre, un nuevo orden social basado en una relación nueva de hombre a hombre”.

Ciertamente, además de hacerse cargo de la decadencia del liberalismo y de la democracia liberal, los motivos principales del libro y que le darían hoy actualidad, este resulta de difícil lectura porque su escritura es un bombardeo constante de autores y obras que, en general, apenas se mencionan de corrido sin un análisis profundo ni una explicación sistemática del contexto social y político en el que participaron. A Laski lo que le interesa es mostrar cómo la vieja moral colectiva del bien común fue quebrada en nombre del egoísmo sin límites y cómo esa voracidad depredadora había creado a sus propios enterradores, encarnados en los desposeídos. Para ello acopia referencias infinitas de aquellos que defendieron la usura, la necesidad de que haya pobres para que haya riqueza, y de los que hicieron a los miserables responsables de su condición. A partir de esos elementos, afirma una idea central clara y que se le hace evidente: el liberalismo esconde como ideología la defensa de la propiedad privada como un bien absoluto y está asociada como doctrina al ascenso en el poder político y económico de las clases medias.

Nos explica que, para ello, el liberalismo derrotó a la religión como poder social y se hizo con el poder del Estado venciendo y apartando a la nobleza y sus privilegios, y, más importante, al hacerlo produjo como efecto colateral la democracia parlamentaria, constitucional o liberal. Es más, nos señala que este proceso se inicia con el final de la Edad Media y culmina con la Revolución francesa en 1789. A partir de entonces, sentencia, el liberalismo ya no avanza en la dirección del progreso, sino que se aplica a excluir a la clase trabajadora de los privilegios que había obtenido para su propia clase.

Resulta fascinante que lo que llama liberalismo Laski sea anterior al liberalismo como doctrina política y que lo caracterice como un movimiento varias veces centenario que detiene su progreso, justamente, cuando aparece aquello que todos menos él mismo llamamos comúnmente liberalismo. Porque el liberalismo, al margen de lo que diga Laski, no es sino el desarrollo de la política constitucional que inician las revoluciones atlánticas a finales del siglo XVIII y que extienden el gobierno moderado o limitado por todo el mundo occidental a lo largo del siglo XIX para desembocar en la democracia liberal en el XX.

Dos precondiciones indispensables

Quizá esta historia del surgimiento del liberalismo, tal como lo cuenta Laski, no tiene hoy mayor interés y hasta puede ser de una lectura más bien pesada. Pero lo interesante es a dónde quiere llegar con todo esto. El capítulo de conclusiones se llama “The aftermath”, la consecuencia, secuela o resultado. En primer lugar, se nos dice algo que no aparece explicado ni analizado en las páginas precedentes, la afirmación de que “el siglo XIX es el del triunfo del liberalismo; desde Waterloo hasta el inicio de la Gran Guerra ninguna doctrina habló con semejante autoridad o ejerció una influencia tan amplia parecida”. Ciertamente, nos informa de que hasta 1914 el liberalismo reinó hegemónico sin mayor rival verdadero que un incipiente socialismo y que, en el caso de Gran Bretaña, por su carácter fabiano, el socialismo mismo participaba del credo liberal. Los defensores del statu quo y sus impugnadores, a decir de Laski, comulgaban de la misma fe en la democracia parlamentaria y en el constitucionalismo, unos porque los veían como instrumentos de conservación y otros como instrumento de cambio.

Pero para Laski lo que los liberales de todos los partidos ignoraban era que para que el gobierno parlamentario funcione son necesarias dos precondiciones: la primera, que las ganancias estén aseguradas y que haya un excedente para repartir en la forma de beneficios sociales a las masas; la segunda, que haya un consenso sobre las cuestiones políticas fundamentales entre los grandes partidos, de manera que la alternancia política no sea fuente de agravios.

En ausencia de estas dos precondiciones el gobierno parlamentario carece de mecanismos para zanjar los conflictos. Esto lo resume en la afirmación de que “las formas políticas del liberalismo, en suma, son dependientes de una coyuntura de circunstancias económicas cuya permanencia es la única garantía de su funcionamiento efectivo”. De modo que, aunque el liberalismo prefiere la democracia parlamentaria sobre cualquier otro sistema político, el régimen es únicamente una forma, porque su verdadero carácter, lo distintivo y crucial, es el derecho a la propiedad privada. Para Laski, esta es “la verdad seminal que el liberalismo nunca fue capaz de ver. No se dio cuenta de que la democracia política a la que dio lugar estaba construida sobre el presupuesto no escrito de que no se podía tocar la propiedad privada de los medios de producción”.

Nos dice el profesor de la lse que esto es “lo que explica el declive de la doctrina liberal en nuestra época”, porque el liberalismo “estaba tan preocupado de las formas políticas que había creado que fue incapaz de tomar adecuadamente en cuenta la dependencia económica que las mismas expresaban”. Queda claro, por tanto, por qué Laski no se toma la molestia en su libro de estudiar la política liberal, el constitucionalismo o la democracia parlamentaria, puesto que bajo estas meras formas no hay, bajo su punto de vista, sino el deseo de proteger la propiedad a cualquier precio. De hecho, nos dice, es el deseo de proteger la propiedad privada cueste lo que cueste lo que ha desacreditado las formas políticas del liberalismo, la democracia parlamentaria y el constitucionalismo.

La traducción mexicana del libro de Laski tiene errores que es una pena que no se hayan subsanado después de tantas ediciones. Pero hay en la creatividad del traductor algunos aciertos o, mejor, algunos hallazgos interesantes. Uno de ellos es la versión que da a la conclusión del libro, que pasa de titularse “La consecuencia” o “La secuela” a hacerlo con el sintagma más poético de “La segunda siega”. Parece que con ello el traductor da a entender que el liberalismo produjo una primera mies, un fruto, que fue la democracia parlamentaria; pero hubo una segunda siega con una mies diferente y, se diría, de peor calidad, pero congruente con lo que se había sembrado.

Esta segunda cosecha sería el fascismo. En su comprensión, deudora sin duda de la política “antifascista” diseñada por Stalin en aquellos años, los del comienzo de la guerra civil en España, “el fascismo, dicho sumariamente, surge como una técnica institucional del capitalismo en su fase de contracción. Destruye el liberalismo que permitía su fase de expansión para imponer sobre las masas una disciplina social que cree las condiciones bajo las cuales […] pueda reanudarse la realización del beneficio”. Así pues, el fascismo europeo no es sino manifestación de la defensa de la propiedad amenazada, tras las crisis de 1929, por el activismo democrático de las masas. Al ponerse en riesgo la propiedad por la extensión de la democracia, se activa el impulso nuclear del liberalismo de protegerla, de modo que las formas políticas que lo envolvían se abandonan en favor de la represión que la resguarde. El liberalismo sería democrático en tanto no se vea amenazada la propiedad privada. Este veredicto no solo lo aplica a los totalitarismos fascista y nacionalsocialista en Europa, sino que incluso predice el colapso del sistema político estadounidense porque el Tribunal Supremo, guardián contramayoritario de la propiedad privada, había declarado la inconstitucionalidad de las leyes sociales del New Deal de Roosevelt y, con ello, impidió la reforma del sistema haciéndolo, en último término, incompatible con la democracia política.

Para Laski la crisis del liberalismo se ha ido alimentando desde el final de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias son el nacionalismo económico, la guerra en el nombre de la democracia, la aparición de nuevos imperialismos y el sueño efímero de que el renacimiento del liberalismo resolvería los problemas del mundo. De forma que cuando estalló el conflicto, la crisis de 1929, “no estaban preparados para su llegada y se sumergieron en un pánico furioso, y sintieron la convicción de que ningún precio era demasiado alto con vistas a retener su privilegio. Incluso si el precio a pagar era la destrucción del espíritu liberal no dudaron en justificar tal sacrificio. Lo calificaron de bien común, de mantenimiento del orden, de protección de la vida civilizada”.

Laski, en su argumento, daba por hecho que hay una tensión entre liberalismo y democracia y que, cuando las cosas se ponen feas, el liberalismo abandona la democracia y que, cuando se ponen más que feas, el liberalismo deja paso directamente a la protección de la propiedad privada a cualquier precio. En su visión, esto es lo que estaba pasando en los años treinta del siglo pasado y profetizaba que, muerto el liberalismo, habría de pasarse por el invierno de los totalitarismos fascista y nacionalsocialista para, ilustrada la juventud con esa experiencia, se pudiera llegar a la verdadera democracia, el socialismo. Esta diferenciación entre liberalismo y democracia ha tenido una larga tradición con figuras reseñables como C. B. Macpherson o David Held, de modo que la siembra de Laski todavía se sigue cosechando.

El dominio de las nuevas doctrinas

Sin embargo, no todo el mundo encontraba que la decadencia del liberalismo fuera algo que hubiera que celebrar ni, por supuesto, contraponían liberalismo y democracia, todo lo contrario. Tres años después de la publicación del libro de Laski, en 1939, el año del final de la guerra de España y del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se le encargó al filósofo británico Michael Oakeshott la publicación de una antología en la que se reunieran los textos canónicos de “Las doctrinas sociales y políticas de la Europa contemporánea”. La idea la había concebido el editor Ernest Barker, quien, haciéndose eco de la decadencia del liberalismo de la que hablara Laski, llamaba la atención sobre el hecho de que en los veinte años previos había surgido una sobresaliente variedad de nuevas doctrinas políticas que habían alterado de forma radical el paisaje político de Europa. Así, hacía notar que en 1917 Lenin había publicado El Estado y la revolución; entre 1925 y 1927 Adolf Hitler había llevado a la imprenta los dos volúmenes de su Mein Kampf; en 1931 Pio XI había proclamado su encíclica Quadragesimo Anno; y hasta un oportunista sin ideas como Benito Mussolini había visto publicada en 1932 su La doctrina del fascismo. Pero más allá de los libros, Barker señalaba que Europa entera estaba dominada por esas doctrinas nuevas del comunismo, el nacionalsocialismo, el fascismo y el catolicismo político y que había una conexión directa entre esos regímenes y esas obras ideológicas. Abrumado por esta circunstancia hacía notar “que no ha aparecido un documento similar para reafirmar la doctrina de otra escuela –la de la democracia liberal o parlamentaria– que está situada junto a las otras cuatro. Aquí se pusieron los cimientos y se hicieron las afirmaciones fundamentales en el siglo XIX. Pero la edad no es manifestación de obsolescencia; y la doctrina de la democracia parlamentaria es un miembro vivo y vigoroso del cuerpo del pensamiento europeo contemporáneo”.

De las palabras de Barker se desprenden al menos dos conclusiones. El carácter doctrinario de la política europea de los años treinta y la importancia de lo nuevo enfrentado a lo antiguo o decadente; y la situación comprometida del liberalismo frente a estas doctrinas, junto a las cuales aparece como algo antiguo y decimonónico. La expresión de Barker a favor del liberalismo no muestra sino un espíritu acomplejado que se esfuerza por hacer menos evidente la decadencia. De alguna manera sus palabras transmiten el enorme alcance y prestigio de las nuevas doctrinas totalitarias; y la posición defensiva y acomplejada del liberalismo que llevan a que Barker, en tono melancólico, afirme al final de su nota editorial que “la doctrina de la democracia parlamentaria no ha sido olvidada”.

La democracia representativa

Por su parte, Michael Oakeshott, profesor como Laski en la lse, señala en la introducción al libro que estas doctrinas son ideológicas en el sentido de que buscan fundar sus políticas en principios formulados de forma axiomática y señala también la circunstancia de que todas ellas manifiestan un rechazo profundo, una insatisfacción, con la doctrina denominada liberalismo. Oakeshott nos transmite el espíritu de la época cuando se hace cargo de este disgusto generalizado con el liberalismo y lo describe como algo “natural” porque “tal doctrina se ha vuelto de alguna manera oficial y, en consecuencia, se ha vuelto aburrida, y toda su profundidad no puede rescatarla del destino que persigue a todo aquello que se convierte en intelectualmente aburrido”. Las doctrinas reunidas por Oakeshott en su antología son aquellas que tenían encarnación en regímenes políticos en la Europa de los años treinta: el catolicismo político tenía su ejemplo en el Portugal del Estado Novo; el comunismo en la Unión Soviética; el fascismo en Italia; y el nacionalsocialismo en Alemania. Pero la primera “doctrina” que abre el libro es la “Democracia representativa” y, curiosamente, es también la doctrina que lo cierra con un apéndice del mismo título. No deja de ser interesante que Oakeshott elimine la palabra liberalismo de la doctrina que denomina democracia representativa y veo en ello la manifestación de la situación comprometida en la que se encontraba el liberalismo en el tiempo del ascenso de los autoritarismos y los totalitarismos. De hecho, él mismo señala que siendo esta la doctrina que considera más importante, es para la que más le ha costado encontrar unos textos representativos que la ilustren:

No puedo ocultar la dificultad que tuve al elegir mis pasajes para la Democracia representativa. No pretendo defender el nombre; es en gran medida una elección de conveniencia. Rechacé la opción obvia de “Democracia liberal” porque la doctrina que quería representar no debe confundirse con el individualismo crudo y negativo que suele asociarse con el liberalismo […] El liberalismo, en este sentido, quizás esté muerto; la doctrina de la Democracia representativa ha sobrevivido a esa muerte.

Resulta particularmente elocuente que en aquel tiempo histórico la palabra liberalismo fuera tabú y que la visión de Laski del liberalismo como la manifestación ilimitada de la codicia y el individualismo hubiera contaminado su significado hasta el punto de que un filósofo como Michael Oakeshott pensara que era mejor prescindir de ella. Sin embargo, esta renuncia no es total. Ciertamente, el filósofo de la política del escepticismo prescinde de utilizar el liberalismo como nombre de una doctrina política, pero eso no quiere decir que no aproveche para romper una lanza beligerante en su favor. Lo hace mediante unas pocas palabras que creo dirigidas directamente contra Laski y su historia del liberalismo, aunque no mencione su nombre: “Todavía se encuentran personas ignorantes que escriben como si la historia del liberalismo fuera simplemente la historia del auge y dominio de una rama peculiarmente estrecha del individualismo; y si su ignorancia no fuera peligrosa, podría ignorarse.”

Es decir, la historia del liberalismo, contra lo que afirmaba Laski, es la historia de la democracia representativa. Pero la democracia representativa no es una simple forma que esconda la pulsión posesiva del individuo egoísta sino todo lo contrario. La democracia representativa no es tampoco una ideología en tanto manifestación de un credo que exprese la realización de una idea o creencia central, sino que, a diferencia de la rigidez ideológica de las nuevas doctrinas, las ideas de la democracia representativa participan “más de la naturaleza de una tradición y una tendencia que de una doctrina bien estructurada, y son, en consecuencia, más difíciles de enunciar con precisión y exhaustividad […] Es imposible hacer de ella una doctrina completamente coherente […] y si la doctrina en su conjunto parece un poco polvorienta, solo puedo esperar no haberla hecho parecer más polvorienta de lo que ciertamente es”.

Estas palabras de Oakeshott deben interpretarse, en mi opinión, en el sentido de que la democracia representativa no es un sistema de ideas preconcebidas que busquen su realización a través de su imposición en la realidad. Por el contrario, la democracia representativa es el resultado de una práctica política de acomodamiento del conflicto mediante instituciones que se han ido perfeccionando y adaptando a lo largo del tiempo. Es la práctica política y no las ideas las que dan cuenta de su desarrollo y, por tanto, son las instituciones y no las ideas las que fundamentalmente explican su doctrina.

En 1935, un año antes de que apareciera el libro de Laski y cuatro años antes que se publicara la antología de Oakeshott, un tercer profesor de la lse, Reginald Bassett, publicó un volumen titulado Elementos esenciales de la democracia parlamentaria. La obra se reeditaría en 1969 con un prólogo de Michael Oakeshott donde se nos explica que el libro fue escrito en 1934 y que en él se entiende “la democracia parlamentaria británica no como una aproximación a algún sistema de gobierno idealmente democrático, sino como un instrumento de notable refinamiento y capacidad de respuesta, surgido en el curso de nuestra historia política, capaz de digerir las empresas de los fanáticos”.

Las razones de Bassett para publicar su libro eran, justamente, que el sistema parlamentario estaba en descrédito frente a las nuevas y vistosas ideologías totalitarias que se extendían por Europa. Bassett pensaba que esta mala fama no se podría conculcar con una apología de la democracia parlamentaria sino mediante la simple pedagogía de explicar su funcionamiento, porque su falta de atractivo no era sino fruto de la ignorancia general sobre la manera en la que operan sus instituciones. Mientras que los nuevos credos políticos movilizaban a sus seguidores mediante el adoctrinamiento, la comprensión de la complejidad de las instituciones de la democracia parlamentaria necesitaba no de pasión ni de entusiasmo sino de estudio. En su libro nos encontramos analizados muchos de los argumentos que hoy se levantan contra la democracia liberal: en particular, que se trata de una democracia insuficiente y que, si se restaurara la soberanía del pueblo, entonces habría verdadera democracia; o que una mayoría parlamentaria representa la voluntad del pueblo. También hay una respuesta a la denuncia de que la política del compromiso, la política parlamentaria, es demasiado ruidosa –se habla mucho y se hace poco–, y se apunta a que entonces, como hoy, hay una fascinación por la política entendida como acción dirigida a la imposición de la voluntad de un grupo sobre la población, “lo que tiene un atractivo dramático que la [democracia parlamentaria] no tiene ni tendrá jamás”; esto conduce “a un movimiento general de alejamiento de los modos parlamentarios de gobierno”.

En suma, la crisis presente del liberalismo no es nueva, sino que forma parte del cíclico agotamiento, de la fatiga democrática, que sobreviene de forma recurrente en la política de Occidente. El descrédito del liberalismo entonces, como ahora, puede asociarse a los excesos individualistas de quienes lo quisieron convertir en una ideología, en una receta preconcebida aplicable a todo tiempo y lugar. Pero, sobre todo, a que la política del compromiso y el acuerdo levanta menos pasiones que la de la imposición ejecutiva.

Pero si hubiera que sacar una única lección de la crisis del liberalismo de los años treinta es que la democracia liberal se defiende de la mejor manera explicando su funcionamiento y protegiendo sus instituciones. De algún modo, la discusión sobre la decadencia del liberalismo en la Gran Bretaña de los años treinta nos muestra que, sin grandes novedades, sin inventar recetas mágicas, la democracia liberal fue capaz de sustraerse a los cantos de sirena de los totalitarismos explicando cómo funciona y criticando las promesas infundadas de utopías terrenales.

Las profecías de Laski no se cumplieron, todo lo contrario, y la decimonónica democracia representativa pudo sobrevivir sin la necesidad de convertirse en una religión política. Todo lo contrario, los que hicieron del liberalismo una ideología lo que consiguieron a la postre fue animar el descrédito de la democracia representativa y de esta manera favorecieron su declive. En suma, la democracia liberal ha superado desafíos mayores que los del presente y aunque estamos definitivamente ante un fin de época liberal, la llegada del invierno autocrático y populista no entraña necesariamente la cancelación por obsoleta de la democracia representativa. Basta el cuidado y conocimiento de sus instituciones para que fructifique en una nueva siega. ~


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