El lunes 24 de marzo una cola bajaba por Broadway para acceder desde la calle 116 a la Universidad de Columbia en Nueva York. La entrada al histórico campus de una de las cinco universidades más antiguas de Estados Unidos, que ocupa un tramo de esa calle, está restringida y controlada desde hace un año. Hay que mostrar una tarjeta de identidad con foto y, en caso de no ser estudiante o profesor, haber recibido además un código qr que valide la invitación para acceder a las instalaciones. Esa lluviosa mañana una estudiante preguntaba educadamente a quienes formaban la cola si querían mascarillas y las repartía: se trataba de una sutil invitación a desafiar las normas –se había anunciado una prohibición expresa unos días antes que impedía estar en el campus con el rostro tapado, aunque las mascarillas médicas sí están permitidas–. Aquello era un recordatorio más de la crítica situación que hoy atraviesa esta universidad.
Apenas unas semanas antes la administración Trump había anunciado la retirada de cuatrocientos millones de dólares de los más de mil millones que el gobierno federal aporta a los programas de investigación de Columbia. La universidad recibe novecientos millones en ayudas directas del gobierno federal y más de mil en becas de investigación. Sus reservas financieras o endowment se situaban por encima de los 13.000 millones en 2023. Tras la Segunda Guerra Mundial el gobierno estadounidense decidió promover la investigación aportando fondos a las universidades, públicas y privadas. Pero esta primavera la demolición del sistema de financiación pública de proyectos de investigación en Estados Unidos ha cobrado distintas formas, y en el caso de las universidades y más en concreto de Columbia se sostiene sobre la acusación de no haber actuado con firmeza en el último año ante supuestos brotes de antisemitismo. El capítulo iv de la ley de derechos civiles prohíbe la discriminación por raza o país de origen, pero es el Departamento de Educación –cuyo desmantelamiento también está previsto en uno de los decretos ley aprobados por el presidente el 21 de marzo– el que, de acuerdo con la legislación federal, debe poner en marcha la investigación pertinente, siguiendo unos pasos ya estipulados, y aprobar las sanciones en caso de confirmarse la veracidad de las acusaciones. Nada de esto ha ocurrido, los cuatrocientos millones han sido retirados y la amenaza de ampliar los recortes fue expresa. También la exigencia de cumplir con una serie de medidas que a todas luces implican la claudicación de la libertad académica y la cesión de la independencia de este centro.
El 13 de marzo la administración Trump presentó un ultimátum en el que se exigía a Columbia que en el plazo de una semana tuviera listo un plan que supondría, entre otras cosas, la supervisión externa de la facultad de estudios de Oriente Próximo, Asia y África. A pesar de la carta pública firmada por quince profesores de derecho constitucional de universidades de todo el país que exponía la ilegalidad del recorte que ya era efectivo, la presidenta interina de Columbia, Katrina Armstrong, respondió el viernes 21 de marzo que cedería ante las exigencias del gobierno. Ocho días después dimitió del cargo que había aceptado pocos meses antes. En su declaración ante una comisión del Congreso en abril esquivó los cuchillos excusándose en su falta de memoria sobre las conclusiones expuestas en los informes e investigaciones internas que en el último año ha acometido Columbia para esclarecer si ha habido intimidación a los estudiantes judíos y ver qué medidas convenía tomar.
Ese lunes lluvioso de finales de marzo los profesores protestaron en la avenida Ámsterdam contra la claudicación de la universidad. Al día siguiente dos organizaciones del claustro interpusieron una demanda en la corte federal contra los recortes. Mientras tanto, la nueva presidenta de Columbia, Claire Shipman, ya ha recibido los primeros ataques de los republicanos, que han desenterrado un mensaje de texto que envió en 2023 a la entonces presidenta de la universidad, Nemat Shafik, donde se refería a la comparecencia ante el Congreso para responder a las acusaciones de antisemitismo en el campus como “chorradas de Capitol Hill”. La congresista republicana Elise Stefanik ya ha dado su veredicto en la televisión: Shipman no durará mucho en el nuevo puesto.
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“Evidencia e inferencia” es el título de la asignatura que desde 2006 se imparte en la facultad de periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York a los estudiantes del Master of Arts, un curso entonces recién creado, dirigido a jóvenes profesionales, que ampliaba la oferta formativa del centro. La legendaria escuela, fundada por el magnate de los medios Joseph Pulitzer, desafió desde el principio la convención de que el periodismo se aprende en la calle, y, sin restar importancia a las lecciones que enseña la práctica, la escuela de Columbia, donde cada año se fallan los premios Pulitzer de periodismo, defendía y defiende la formación como un ingrediente clave, algo que en esas aulas se materializa en variadas discusiones, que giran en torno a cómo enfocar los temas, y, sobre todo, en cuidados procesos de edición.
¿Qué conclusiones es legítimo inferir y a partir de qué datos? ¿Qué evidencia debe sostener las afirmaciones de un periodista? ¿Cómo estar seguro y de qué se puede estarlo? Las pruebas para un abogado en un juicio no son las mismas que permiten a un filósofo confirmar una hipótesis o a un científico valorar los márgenes de error de un experimento; además, quien como periodista trata de comunicar las conclusiones que ha alcanzado a partir de determinadas pruebas debe ser consciente de sus sesgos. Estas eran algunas de las preguntas clave y temas que abordaba la clase diseñada por el entonces decano de la facultad, el veterano periodista Nicholas Lehman. Quizá hoy aquella asignatura que cursé en 2007-2008 pueda servir de guía para tratar de desentrañar el embrollo en el que se ve envuelta la universidad. Porque más allá de los recortes y tensiones con la administración Trump, Columbia y sus estudiantes llevan un año en el centro del huracán y los daños han dejado de ser epidérmicos.
Un precedente de 1968 conecta en más de un sentido con lo que ocurre hoy. Ese año Columbia se vio sacudido por fuertes protestas y enfrentamientos. Se destapó la conexión de la universidad con un think tank vinculado al Departamento de Defensa en plena guerra de Vietnam. A eso se sumó la imparable y voraz expansión del campus por Harlem y la anexión de un buen trozo de Morningside Park para construir un gimnasio, un plan que preveía que los vecinos, expropiados de ese espacio público y mayormente negros, solo pudieran acceder al sótano del nuevo edificio, un espacio que la universidad de élite graciosamente cedía para uso comunitario. Los estudiantes se rebelaron y lo frenaron. Aquellas protestas pasaron a formar parte de la leyenda sentimental de una universidad cuyo presupuesto hoy rebasa los 6.000 millones de dólares. En abril de 2024 esa revuelta volvió a estar en boca de todos. La historia y sus rimas son un pequeño vicio nacional, una forma de hacer inteligible lo azaroso y fortuito en un país relativamente nuevo, una manera de crear el tan necesario “relato” desde los medios. Pero lo cierto es que las revueltas estudiantiles del año pasado no tenían que ver con el barrio de Harlem (ni con Vietnam), sino con Oriente Próximo y los devastadores bombardeos de Gaza acometidos por Israel tras el brutal ataque del 7 de octubre.
Seis meses después de que la respuesta militar israelí arrancara en otoño de 2023, aquello no tenía visos de detenerse. La población palestina permanecía atrapada en un territorio castigado por las bombas israelíes, pero aún controlado por Hamás, que custodiaba a más de un centenar de rehenes secuestrados en el primer ataque. Un buen número de estudiantes clamaban que aquello debía terminar, que Israel debía ser boicoteado, que Estados Unidos y la administración Biden eran cómplices y responsables de la tragedia. Las protestas se fueron calentando en el campus neoyorquino donde el eminente profesor palestino Edward Said dio clases durante más de dos décadas, y que cuenta con cerca de un 40% de judíos según un artículo de 2023 del Washington Post.
Aunque las crónicas de los medios y los propios estudiantes en 2024 buscaran ese eco de 1968, lo que reverberó fue bien distinto. Se ocupó el Hamilton Hall y la universidad permitió que la policía tratara de apagar las manifestaciones dentro de su perímetro, como en 1968, pero esta vez aquello desembocó en una acampada frente a la biblioteca. Manifiestos a favor y en contra, denuncias de actos de intimidación a los estudiantes judíos y también a los propalestinos; algunos celebraban la Pascua judía en las tiendas de campaña y otros sentían que los ataques verbales que recibían en las inmediaciones del campus, con gritos de “vuelve a Polonia”, les señalaban de nuevo con una estrella amarilla. Organizaciones radicales próximas a Hamás como Within Our Lifetime se acercaban desde Broadway a los estudiantes de Columbia y trataban de ganar adeptos para su causa. El receso veraniego y el fin del curso académico acabaron por despejar las manifestaciones. En agosto la universidad publicó el informe sobre antisemitismo en el campus desde octubre de 2023 elaborado por trece catedráticos y en el que recogieron testimonios de más de quinientos estudiantes en veinte sesiones. Venía precedido de un primer informe realizado por el mismo grupo sobre cómo debían regularse las protestas y manifestaciones dentro del campus. Las conclusiones del segundo estudio recogían las quejas y afrentas y reconocían que no se había hecho lo suficiente para atajar la hostilidad que los estudiantes judíos e israelíes sintieron, tampoco la islamofobia. Las recomendaciones y lista de tareas pendientes eran amplias. El proceso interno de examen de conciencia estaba en marcha.
En la última década la sensibilidad del alumnado ha sido elevada en las universidades estadounidenses. Los currículums, las clases, las lecturas, las discusiones debían incorporar sensibilidades ofendidas y ninguneadas durante siglos y los estudiantes asumían su condición de clientes de una gran empresa, la universidad, y exigían que el trato dispensado fuese en los términos que su identidad y sensibilidad marcaban. Si esto no se cumplía, señalaban y acusaban con el afilado dedo woke a racistas, supremacistas, tránsfobos, machistas. Pero desde 2023 la intimidación que los estudiantes judíos e israelíes denunciaban no fue tratada como hubiera cabido suponer, advierte el informe, tampoco la repuesta islamófoba cuando la hubo.
Lo cierto es que cuesta creer que a la administración Trump la defensa de los derechos civiles y el respeto al capítulo iv de esa ley le importen en absoluto. La amnistía otorgada a los grupos extremistas que atacaron el Congreso el 6 de enero de 2021 es la prueba más evidente. La detención sin cargos en un piso de la universidad de Mahmoud Khalil, un estudiante de posgrado que tiene los documentos en regla, acaecida el 8 de marzo, y su traslado a un prisión federal es otra flagrante muestra de su falta de respeto por los derechos. El estudiante tuvo un papel relevante en las protestas, pero su detención no fue legal y, pese a la ausencia de cargos, un juez autorizó su deportación a principios de abril. La universidad mandó un protocolo a sus estudiantes sobre qué hacer si venían a buscarlos.
El ataque a la universidad, el recorte de los fondos y la exigencia de que una de las facultades tenga un control externo van mucho más allá de los problemas que la comunidad de Columbia haya atravesado en los últimos meses, unos problemas que han llenado cientos de titulares, en parte porque este campus está en una de las capitales mundiales que concentra más medios de comunicación y resulta bastante más fácil y seguro tomar el metro para contar lo que está pasando allí que ir a otros lugares. Estar en la picota mediática paradójicamente ha permitido que se destape otra vieja historia que de alguna manera explica el encono de Trump con esta universidad: el magnate quiso vender un terreno a Columbia para que expandiera su campus en otra parte de Manhattan, lejos de Harlem y del recuerdo de las protestas del 68, y tras años de conversaciones el negocio fracasó. Trump quería vender los solares por cuatrocientos millones, pero estaban tasados entre sesenta y noventa.
Esta venganza personal (esos cuatrocientos millones retirados) es un picante que se añade al guiso, pero no acaba de capturar lo que está en juego en el histórico campus del norte de Manhattan. Si el gobierno de Viktor Orbán es el modelo de autocracia con elecciones que Trump y su administración tratan de imponer, habrá que mirar a Hungría para vislumbrar lo que puede venir. Mientras tanto, quizá haya llegado el momento de aceptar que la fórmula que ha sostenido esta universidad está profundamente tocada. La evidencia permite inferir que hay que empezar a pensar muy seriamente sobre cómo salvar la libertad académica y resistir a los embates de la Casa Blanca. En el desplante de Harvard ante las exigencias del gobierno puede haber un ejemplo. ~