Al releer el extenso poema “Recuerdos de Coyoacán”, me vinieron a la mente imágenes de Bardo, la película de Alejandro González Iñárritu que ha sido objeto de fascinación y de vilipendio. Al igual que el cineasta, Adolfo Castañón (Ciudad de México, 1952) salmodia una autobiografía juvenil, fundada en visiones y alucinaciones, y vuelve a recorrer sus paseos por las calles del Centro Histórico. Afirma otro escritor: “quien ha respirado el polvo de las calles de México, ya no encontrará la paz en ningún otro sitio”. El suyo es un México históricamente mítico e íntimo, que pinta el paisaje de una Suave Patria del siglo XXI. Pero su historia de México no es tan suave ni juguetona como la de López Velarde, sino violenta y cruel como un eterno abril, herida por las masacres del 68 y del 71. El poema se sitúa en la generación a la que pertenece Adolfo Castañón y que él hereda a las sucesivas, cual una morada a un tiempo individual y colectiva. “Recuerdos de Coyoacán” es, indudablemente, un poema de transmisión.
Este poema en particular cifra la paradójica situación de Castañón en el panorama literario de México. Así lo refrenda Aurelio Asiain en un inspirado retrato: “Adolfo Castañón es uno de los escritores más singulares de México. Su singularidad radica ante todo, paradójicamente, en lo esencial de su vocación: quizá no haya escritor más pura y naturalmente escritor que este, quizá no haya persona más esencialmente literaria que esta en la que oralidad y escritura, pensamiento y expresión, intuición y sintaxis surgen como simultáneas profundidad y superficie.”
En vano he buscado ensayos sobre su poesía entre sus contemporáneos o pares, con la salvedad del acertado comentario de José María Espinasa: “Adolfo Castañón: el libro, la poesía, el poeta”, publicado en agosto de 2022 en la revista La Santa Crítica. Adolfo Castañón ha sido comentado y celebrado como uno de los más agudos y prolijos críticos del país, pero mucho menos como poeta por parte de sus compañeros de aventura. La culpa de semejante coyuntura se antoja compartida entre él y nosotros. Hemos sido poco elocuentes sobre su poesía que, sin embargo, como se observa en La campana en el tiempo, constituye una parte no desdeñable de su producción. Por otro lado, el autor de El reyezuelo se ha mostrado más pendiente, o hasta diría dependiente, de la mirada de sus mayores como lo advierte Espinasa: “Tal vez uno de los elementos importantes a subrayar en la inserción de Adolfo en su generación es su constante respeto a ese sistema jerárquico que protagonizaron figuras tutelares como Fernando Benítez y Octavio Paz, así como el más joven Carlos Monsiváis, lo cual no ocurrió con sus compañeros de aventura.” En la jerarquía mexicana, también figuran Alfonso Reyes, José Luis Martínez, Gabriel Zaid y Alejandro Rossi. Adolfo Castañón ha perseverado en sus empeños poéticos a raíz de los espaldarazos de Paz y de Zaid, quienes lo alentaron a no abandonar esta cuerda. ¿Por qué nosotros –y con este “nosotros” me refiero a sus pares que le acompañamos desde hace varias décadas– no nos detuvimos a mirar detenidamente su poesía y a redactar en voz más alta nuestras lecturas?
Creo que la faceta más apabullante de Adolfo Castañón –la de lector absoluto como se dice de alguien que goza de un oído absoluto, la del crítico presente en prácticamente todas las publicaciones del país– opaca su otra vertiente más secreta, como en sordina, que corresponde a la del poeta. Adolfo Castañón solía entregarnos sus compendios poéticos con una circunspección que trasudaba modestia (o una falta de seguridad) y que, por lo demás, no parecía esperar comentario de regreso. Antes de acumularse en este libro, sus flacos compendios eran botellas lanzadas al mar de la amistad, sin el escándalo que ahora suscita el monstruoso tomo de La campana en el tiempo, su medio siglo de sombras poéticas.
Tal vez a causa de nuestra distracción o nuestra negligencia, ahora Adolfo Castañón ha apostado a las nuevas generaciones para amparar su obra. Veo una prueba de ello en el libro que Juan Luis Bonilla editó en ocasión de sus setenta años y que reúne los textos de sus jóvenes admiradores, pero ninguno de sus contemporáneos. Si bien nos va, algunos aparecemos al final, en la “Iconografía Adolfina”. Sospecho que la edad le ha traído la preocupación por el destino de su obra que así confía a los jóvenes que se le han ido acercando, a sabiendas de que el inconveniente de sus pares será el de morir más o menos al mismo tiempo que él.
Medio siglo de un grafómano es un lapso peligroso para los lectores. ¿Por dónde entrar a este corpulento volumen? ¿Cuál será la puerta más idónea? Primero, toqué a la cronológica y se asomó la reminiscencia de los años en que Adolfo Castañón publicaba sus primeras reseñas que leíamos hechizados, pero sin saber al final si el libro le había gustado o no. Algunas de sus prosas iniciales, por ejemplo, aquellas recopiladas en Fuera del aire, son igualmente ambiguas, enigmáticas, por no decir crípticas. En ese entonces, Castañón parecía pensar a la velocidad de la escritura automática y con los años su prosa se ha vuelto tan límpida como el pabellón de su soledad. Del Jorge Cuesta inicial a quien lo asimilábamos, pasó a ser el Alfonso Reyes de nuestra generación.
En una segunda instancia, le encargué al azar que me abriera una puerta cualquiera y concluí que, quizá, era una mejor manera de espigar las más de 850 páginas. Pero ¿cómo el poeta había llegado a semejante desmesura? Alejandro Rossi le confiaba a Adolfo Castañón en la primera de sus conversaciones editadas: “Yo siempre he tenido un cierto terror a mezclar géneros, me parece que mantener la pureza de los géneros equivale a una especie de pureza mental y quizá hasta de pureza ética.” Comparto el mismo terror y se lo formulé a Castañón cuando constaté que La campana en el tiempo recogía poesías y prosas, traducciones, cartas y comentarios sobre su obra. Con razón me objetó que las “a veces prosas” podían ser tan poéticas como los poemas o íntimamente ligadas a estos. Pensé para mis adentros que Baudelaire, tan cartesiano como yo, las había cortado de sus flores. Castañón es un impenitente partidario de la acumulación: lo demuestra en sus ensayos que van sumando distintas versiones a lo largo del tiempo, de la misma manera que sus libros ignoran las simples reimpresiones a favor de ediciones aumentadas. Caballero de la voz errante, dedicado a Alfonso Reyes, lleva seis ediciones crecientes, al igual que Tránsito de Octavio Paz que, de haber partido de unas veintiséis ventiladas páginas, terminó en un libro de 758 páginas, al igual que El país de Montaigne en sus ediciones de 1995, 1998, 2000 y 2015, o Lectura y catarsis sobre George Steiner.
En el Juicio Final, ¿habrá que pronunciarse y elegir entre la poesía o la prosa de Adolfo Castañón? Espero que, de existir, Dios sea un lector afanoso que abarque tanta amplitud como la pluma del mexicano. Por lo demás, se observa un extraño fenómeno que, tal vez, delate la indecisión del mismo autor entre su impulso poético y prosístico. Sus dos poemas más extensos, “Recuerdos de Coyoacán” y “Tránsito de Octavio Paz”, a mi juicio sus piezas más logradas, se acompañan de dos textos que discurren sobre lo mismo, pero en prosa. En el primer caso, “Autorretrato del artista adolescente” constituye, a un tiempo, un comentario y otro recuento, quizá más anecdótico, de la experiencia que el poema recoge en imágenes ritmadas y analogías. Acerca de la música del poema, el autor aclara que “habla en romance, pero tiende al verso suelto, no menoscaba el cabalgamiento. Acepta algunos ecos de la Edad Media y del Renacimiento: François Villon, el Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, Joachim du Bellay”. Pero también traiciona la obsesión del poeta por situarse frente a sus mayores: “Cuando pisé por primera vez la Preparatoria 6 […] tenía –o creía tener– conciencia de que la historia ya había pasado: San Ildefonso, los patios de la antigua Preparatoria, la agitada vida estudiantil del México de los años treinta, que mi padre y sus amigos evocaban con deportiva y jubilosa nostalgia, no se podía comparar con el nuevo y moderno edificio al que entrábamos para hacer nuestros estudios.” Adolfo Castañón sugiere de este modo la inspiración de la que parte, así como la imposibilidad de la parodia.
“Tránsito de Octavio Paz” discurre paralelamente a la narración de “Luz en movimiento: a la muerte de Octavio Paz”, un texto escrito el día de la muerte del poeta, en abril de 1998. Un estribillo puntúa el poema: “La lengua se puso de luto / otros idiomas la siguieron / pero nadie sabía cómo avisar / a sus poemas que el Poeta había muerto.” Es un hallazgo poético a la vez que una contagiosa emoción. En este responso, Castañón asume la voz de un “nosotros” que veo como un colectivo universal y la expresión del sentir de nuestra fraternidad de Vuelta a la muerte del poeta. Puedo equivocarme, pero así leo: “Creíamos componer una familia / por el hecho de sabernos de memoria un puñado de sus poemas.” Agradezcamos a “Nuestra Señora de las Analogías” y a “la Inmaculada Ironía” que Adolfo Castañón haya expresado tan sensiblemente lo que sentimos el día del tránsito de Octavio Paz.
En las semblanzas de Adolfo Castañón, suelen desplegarse como los países de un abanico los oficios que él cumple en este mundo: “Poeta, traductor, ensayista, crítico, editor, bibliotecario y bibliófilo”, a los que se suman el de cocinero y el de afanado amigo. Asegura: “Soy un panteísta radical”, que resume idóneamente su postura ante el mundo y alude a su incapacidad de quedarse inmóvil en el espacio y el tiempo, aunque él aspire a lo contrario. “Soy el espíritu caótico de la enumeración”, añade, como para explicar la imposibilidad de definir su voz poética. Su voz es múltiple, tan diversa y variada en sus temas y tonos que no podría afirmarse que existe un poeta llamado Adolfo Castañón. Él es legión, multitud, siempre empeñada en la defensa sagrada y activa de la poesía. ~