Filosofía catastrófica

Oportunismo, sentencias gratuitas sobre el futuro y lecturas ridículas sobre el pasado. Buena parte de la filosofía occidental anda extraviada entre apelaciones a una supuesta crítica que a menudo es solo pereza intelectual.
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El terremoto que asoló Lisboa sucedió el 1 de noviembre de 1755; al acabar el año Voltaire ya había compuesto una oda filosófica: Poema sobre el desastre de Lisboa. Se publicó en marzo del año siguiente. Kant, que entonces estaba trabajando en su Monadología física, escribió tres tratados: Sobre las causas de las convulsiones terrestres, la Historia y descripción natural de los hechos más curiosos asociados al temblor y Otras observaciones sobre las convulsiones terrestres. Todos en 1756. Son ejemplos eminentes del legado filosófico inmediato de aquella catástrofe. Se escribió mucho y de todo, incluyendo también mucha literatura religiosa y oscurantista.

Žižek tardó aún menos que Voltaire en escribir su Pandemia: La covid-19 estremece al mundo (publicado en marzo de 2020), pero ni siquiera fue el primero. Para entonces ya se pudo publicar un recopilatorio (Sopa de Wuhan, el nombre es maravilloso) con textos de Agamben (el primero en plantar públicamente un pino filosófico, es un decir, sobre el asunto), Han, Butler, Badiou, el mismo Žižek y otros esclarecidos autores. Casi todos habían aparecido en la gran prensa occidental.

Podría parecer improvisado, pero ya existían literatura y debates sobre las causas de los seísmos y sus implicaciones filosóficas. En particular, el atroz terremoto de Lima de 1746, al que Voltaire se refiere en el prólogo al poema, ya había producido un intenso debate moral, político, religioso y filosófico. En realidad, la atención a los terremotos en un mundo que empezaba a ser lo que ahora decimos global era inevitable al menos desde finales del siglo anterior, cuando se sucedieron muy trágicos terremotos en Perú en 1687, en Jamaica en 1692 y en Catania en 1693. La diferencia, para la cultura popular, pero no para los más avisados, era que todos los precedentes habían sucedido en lugares tenidos por remotos, exóticos o pobres, no en una gran capital de un continente sísmicamente estable.

En eso también hay un paralelismo con la pandemia, pero solo referido a la opinión pública occidental, no a los poco avisados filósofos. Entre todos los autores de Sopa de Wuhan solo dos (Agamben y Badiou) se refieren al SARS-CoV-2. Podía haber sucedido que eso añadiese perspectiva o profundidad a sus reflexiones, pero sus observaciones sobre el pasado abochornan tanto como las que hacen sobre el porvenir.

La ciencia tiene la respuesta

El debate sobre Lisboa fue un debate en dos planos fundamentales por lo que toca a la filosofía. Para Kant y muchos otros se trataba sobre todo de eliminar la superstición, de ofrecer una explicación secular, de convencer de que los temblores no tenían nada que ver con la voluntad de Dios. La respuesta estaba en la ciencia. Para Voltaire, que entendía de ciencia (popularizó a Newton en Francia) pero le tenía respeto, la cuestión se colocaba en el drama del creyente que había confiado en un Dios benévolo. Se rompía con este una especie de tregua a la que la ciencia y la religión habían llegado en el xviii. Se fundamentaba en un optimismo ahora insostenible. El mundo no estaba bien.

El subtítulo del poema era Examen sobre el axioma “todo lo que es está bien”, que era una máxima de Pope (Ensayo sobre el hombre, epístola 1, 1734). Los diccionarios dicen que optimisme fue una voz inventada por un abate jesuita en 1737 para referirse a la Teodicea (1710) de Leibniz, y que popularizaba Pope. En 1759 el eco devolvía le pessimisme en una revista (L’Observateur littéraire). Ese mismo año, Voltaire publicó su Cándido o el optimismo. El poema sobre Lisboa había sido una estación intermedia, doliente y amarga, en su alejamiento de aquello para lo que ahora tenía un nombre. Su novela era una obra maestra de la sátira filosófica, dirigida contra la teodicea, aunque no ofrecía una conclusión intelectual muy esperanzadora al “todo sucede para bien en el mejor de los mundos posibles”. El desengañado Dr. Pangloss solo podía dar a Cándido este consejo: “cultiva tu jardín”.

Es intrigante la discusión con Rousseau, al que Voltaire hizo llegar su poema antes de publicarlo. Rousseau respondió en verano con una carta en la que se negaba a dejar de creer en la Providencia divina. Terminaba con algunos giros retóricos poco concluyentes: la bondad del mundo podía ser conocida por la fe y no la razón. Pero lanzaba una andanada: la naturaleza no reunió a 20.000 personas en edificios de hasta siete plantas. En condiciones de vida más naturales el desastre habría sido mínimo. Podría verse como una incipiente ética de la sostenibilidad, pero también como una semilla negra. El final de la teodicea trajo la sustitución del plan de Dios, en la cabeza de algunos, por planes seculares para rehacer una sociedad corruptora. Aun sin Dios, el mal seguiría siendo moral y no natural. No culpemos al bueno de Rousseau del populismo de Robespierre, que lo admiraba, pero las soluciones autoritarias y “virtuosas” para la felicidad colectiva siempre acechaban.

En 1758 el marqués de Pombal, primer ministro del reino, encargó a alguien que firmó con un nombre supuesto una “Memoria de las principales disposiciones que se dieron en el terremoto de Lisboa”. Registraba 233 medidas clasificadas por su finalidad: 8 para evitar la peste, 24 para el hambre, 8 para heridos y enfermos, 18 para evitar robos, 1 para evitar el pánico, 9 para acelerar la justicia, 7 para asegurar las costas y el comercio de ultramar, 10 para hacer intervenir al ejército en la reconstrucción, 23 para fijar precios y regular comercios, 29 para desescombros y demoliciones, 11 para reconstrucciones, 76 para restablecer el culto y la vida de los conventos, y 9 para dar gracias a Dios. A su desconocido autor se le conoce en Portugal como el Cándido Lusitano.

No puedo evitar contar la historia del padre Malagrida, un jesuita lombardo en la corte de Lisboa que había sido misionero en Brasil. Enemigo de Pombal –como todos los jesuitas, se oponía a su política colonial, lo que les valió la expulsión–, escribió un tratado donde afirmaba que el terremoto había sido un castigo divino (Juízo da verdadeira causa do terremoto, 1756), uno más de tantos que corrieron por Europa. (En lo que hoy llamaríamos la conversación popular se discutían cosas como la anécdota de que el terremoto había hundido todos los templos y salvado la calle de los burdeles.) Pero el famoso marqués había divulgado un folleto que argumentaba lo contrario. Como juzgaba que el fraile ponía un freno a sus esfuerzos, lo hizo desterrar. Consiguió más tarde implicarlo en el proceso contra la familia Távora (fueron todos ejecutados bajo acusación de haber intentado matar al rey) y lo encerró indefinidamente. La autoridad civil no podía darle muerte, pero sí llevarlo a la locura. En prisión, bajo la torre de Belém, la de los pastelillos, Malagrida oía voces del cielo. Los agentes de su enemigo le convencieron de que las transcribiera y publicara. Estaba obsesionado con el útero de santa Ana. En 1761 fue juzgado por herejía por un tribunal de la Inquisición presidido por el hermano de Pombal. Lo estrangularon, lo quemaron y lo echaron al Tajo. Fue la última víctima de la Inquisición portuguesa, y del terremoto de Lisboa.

Pombal, bien se ve, no se retiró a cultivar su huerto.

En el capítulo sexto del Cándido Voltaire imagina que al paso de sus personajes por Portugal se organizaba un “soberbio auto de fe” para ahuyentar peligros futuros: “habiendo decidido la universidad de Coimbra que el espectáculo de unas cuantas personas quemadas a fuego lento con toda solemnidad es infalible secreto para impedir los temblores de tierra”. Pangloss y Cándido se vieron envueltos y por poco escaparon del sacrificio, en el que ardieron un vizcaíno y dos que habían comido la olla sin tocino.

Voltaire también podía ser un burro que se dejaba llevar por prejuicios y lugares comunes. Pero lo más notable es que su sarcasmo resulte tan inferior a la ironía de la historia. Si hubo auto de fe fue para que ardiera uno de aquellos doctores que veían en el terremoto la mano de Dios. Ni siquiera Voltaire era bueno conjeturando el porvenir.

Afectación intelectual

Pandemia es un libro espectacularmente vulgar cuya única diversión es que vaticinaba el inminente advenimiento del comunismo. En un capítulo Žižek era analista de seguridad internacional, en otro un sociólogo del pánico, en otro un experto en mercados de medicamentos y productos básicos, en otro un psicólogo, en otro un filósofo que abordaba severos problemas de ontología (el capital es un ente espectral que deja de existir si dejamos de actuar como si creyéramos en él, pero el virus –concluía–, no). En varios se enredaba en debates con otros ufólogos. Nada que no hayamos visto muchas veces. En general iba saltando como rana de charco en charco, sin meterse del todo en ninguno, para defender que solo una especie de comunismo (ay, las definiciones) nos podía salvar de la crisis. Es más, que era inexorable que sucediese. Había de ello pruebas tan concluyentes como que Trump estaba planteándose el control político de la economía, aunque él ya lo había intuido antes. En unos sitios era un comunismo que obedecía “a una pura motivación racional y egoísta” y en otros tenía una “inspiración ética”; en unos lugares los occidentales nos enfrentábamos al desafío de hacer “democráticamente” lo que hacían los chinos ante el virus, en otros se describía como un inevitable comunismo de guerra según el molde de la época soviética. Por hache o por be, comunismo. Pero mejor cuando habla de eso, porque si no aburre a las moscas. Lo bueno es que, como se sabe, si no nos gustaban sus ideas, tenía otras. Con lo que pudiera ser buen sentido del humor, en 2021 escribió Pandemia 2, a la vista de que el comunismo no asomaba, y cambiando sus predicciones en la dirección contraria.

Pero ojo que Byung-Chul Han ya había puesto orden en un texto temprano: “Žižek afirma que el virus asesta un golpe mortal al capitalismo […] Se equivoca.” Su argumentario era una de las versiones más infantilizadas de las diferencias culturales entre Asia y Occidente que pueden leerse en formato breve. Qué va a hacer uno con un martillo sino arreglarlo a martillazos. Las mascarillas: diferencia cultural. El uso de big data: diferencia cultural. Las barreras entre las personas: objeto de cambio cultural. Perogrulladas dichas en tono de solemnidad. Ni una idea interesante, ni un hecho contrastado. Algunas ideas sandias sí, como que “el pánico es inherente a los mercados”. Inherentes, sus vaguedades: en un párrafo los asiáticos y su cultura son más eficaces en la lucha contra el virus porque son más colectivistas y propensos a ciertas formas de autoridad; en otro el virus nos individualiza y aísla, nos debilita frente a la autoridad y nos arriesgamos a evolucionar hacia un Estado tipo chino. ¿Cómo? Bueno, como sea, colectivismo, individualismo, no me pregunten tonterías que lo que viene es muy serio.

Esto era en 2020, pero en 2022 seguía igual. Qué digo igual, nos veía aún “más solos” que antes, según dijo en un curso de verano en Santander. He leído la crónica, que decía así: el profesor cree que vamos a “tardar mucho tiempo en volver” a situaciones anteriores al coronavirus, como darnos un apretón de manos, gesto que ha equiparado a un “poema” e incluso a un “regalo”. Le parece dramático que no seamos capaces de tocar a otro cuando “eso transmite una energía increíble”. “Ya no nos tocamos ni nos contamos historias”, ha lamentado. “Estamos más solos que nunca”, ha sentenciado.

Como sobraba tiempo se ve que todavía le preguntaron por Netflix, gracias: “somos adictos a las series porque no leemos poemas”. Una de las cosas asombrosas del ambiente intelectual presente es que esta versión Coelho de lo peor de la Escuela de Frankfurt pueda cautivar a tanta gente inteligente como lo hace.

Podemos seguir y seguir, pero para ser más ecuménicos den al menos un vistazo a los textos de John Gray, que no estaba en la Sopa de Wuhan, supongo que por culpa de haber escrito cosas interesantes en otras ocasiones. “El capitalismo liberal está acabado”, escribió este filósofo el 1 de abril de 2020. Y continuaba hablando de él en el pasado a partir de esa frase, como de una expareja. Era un experimento al que le había llegado su hora. “Cuando todo pase”, aseguraba, el gobierno tomaría el control de la economía. ¿Qué demonios sabía él? Nada. Posiblemente tan poco como la inmensa mayoría de nosotros en ese momento. Pero algo de sentido común sí que teníamos derecho a esperar, porque solo los filósofos dijeron ese tipo de disparates con tanta afectación intelectual. Todo podía ser, todo era cuestión de jugar con el énfasis y nunca decir algo claramente falsable. Pero para usar los trucos de un tertuliano tramposo (y hablar de exportaciones, de agricultura, de aerolíneas…) no hacían falta esos rumbos. “La desintegración de las instituciones europeas no es irrealista.” Venga ya.

La desnaturalización de la crítica

¿Cuándo perdió el oremus una parte de la filosofía occidental? Esa pregunta es demasiado grande. Pero tenemos una pista. De estos filósofos se nos dice de forma repetida que son necesarios porque son “críticos”. La subversión y desnaturalización de la crítica, desde su sentido original hasta el presente, es uno de los desarrollos lamentables de la filosofía.

“El marinero al que una medición correcta de la longitud salva del naufragio debe su vida, a través de una cadena de verdades, a descubrimientos que se hicieron en la academia de Platón.” Así escribía un magnífico marqués de Condorcet en 1793. Me hace pensar en esa boutade defensiva de Richard Dawkins dos siglos después: nadie es un construccionista social de la ciencia a 30.000 pies de altitud. Entre ambos sucede el escepticismo nihilista disfrazado de crítica social, la apropiación de la crítica, concepto filosófico, jurídico y científico propio de la investigación, por parte de la paraciencia social, con el concurso necesario de algunas generaciones de filósofos (mayormente, de la variedad conocida como continental).

Criticar era para Kant, y aun para Marx, explorar las condiciones de posibilidad de lo que sabemos y afirmamos. En un sentido lato, pensamiento crítico es aprender a reconocer ambigüedades en los conceptos, generalizaciones infundadas, equivalencias solo aparentes, demostraciones incompletas, afirmaciones para las que se necesitan datos, la naturaleza probabilística de los hechos, y a reconocer datos fiables. Esto es más o menos lo que hacen los científicos en sus especialidades. Nadie dice hacer “ciencia crítica”, que yo sepa (iluminados y construccionistas aparte), aunque cualquiera entiende que la crítica científica es tan parte de la ciencia como los experimentos o los manuales. Nos queda lejos saber cómo se llegó de la crítica filosófica que posibilita el conocimiento a la “crítica” entendida como (supuesto) desenmascaramiento de cualquier afirmación con pretensión de verdad con resultados (supuestamente) liberadores. Pero hubo filósofos entre los culpables.

Una diferencia entre la ciencia social y la natural es que mientras que la ciencia natural es bastante inmune a la “crítica” pero muy sensible a la crítica, la ciencia social está mucho menos protegida de la “crítica” (pues se le plantea como un plano de sí misma) y es poco sensible a la crítica.

El problema del optimismo en el siglo xvii estaba mal planteado. La respuesta a la pregunta que se hizo Cándido –“si este es el mejor de los mundos posibles, cómo son los otros”– podría haber sido sencilla. Los mundos pasados. La pregunta correcta no es si el mal puede justificarse como una necesidad para el bien, o si el sufrimiento es un castigo merecido por los humanos. La pregunta es si lo vamos reduciendo, si hay progreso. El fundamento del optimismo no es que todo lo que es está bien, sino que casi todo está mejor.

El optimismo es estadística

Pero para llegar a la pregunta del progreso era necesario dejar de pensar en el mundo, como hacían entonces, como un reloj movido por causas mecánicas, con o sin un relojero benevolente. Había que pensar que las cosas suceden con probabilidad, que en cualquier tendencia hay dispersión. El fundamento del optimismo es, en el fondo, estadístico.

Uno piensa que el progreso existe por cosas como que la esperanza de vida en el mundo en 2025 es veintisiete años mayor que en 1950. Crecí terminándome la cena en nombre de los niños de África. La esperanza de vida en los peores países de África está hoy en torno a la de España en esa época o poco antes; el peor empata con Polonia, y los mejores tienen esperanzas de vida como las de los países escandinavos en esas fechas. El problema de cierta filosofía es que necesita cerrar esa ventana para poder pensar en sus cosas “críticas”. Y me parece bien si deciden, digamos, que el único problema filosófico es el suicidio, como una vez pensó Camus, y dejan de enredar en los asuntos públicos; pero si quieren intervenir, que hagan algo útil. Curioseen lo que dicen: que la vida es una enfermedad, que el fin del mundo está cerca, que la longevidad está al servicio de este u otro interés, que tiene una explicación “biopolítica”, que exacerba las contradicciones del capitalismo… Lo mismo que dirían si hubiéramos ido a peor.

Las últimas páginas del Bosquejo del cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1793) de Condorcet se dedican al progreso científico y a la necesidad de introducir las ciencias sociales (“morales y políticas”) en el sendero seguro del verdadero conocimiento. ¿Cómo? A través de la estadística, el cálculo y la clarificación conceptual. Algo muy bello. Una mejor comprensión de las sociedades humanas traerá, piensa el autor, progresos nuevos. Condorcet aventura que llegarán por estos caminos: la igualdad de derechos entre los sexos (que beneficiará a los varones), el fin del colonialismo (los pueblos entenderán que ser dominadores conduce a ser dominados), la generalización del comercio y la expansión de la educación. La obra la escribió en la cárcel, donde murió. Condorcet es un mártir filosófico del liberalismo radical y del socialismo reformista.

Y, si me permiten otro laurel, de los métodos analíticos. Una ciencia transparente y comprensible, en un lenguaje compartido, es, junto con la democracia, todo lo que señala el camino. No hay iluminados, no hay reconstrucción racional de la sociedad, no hay más que individuos que descubren sus intereses y deciden su porvenir. Sus enemigos no lo veían así.

En las últimas líneas del libro Condorcet evoca la contemplación del cuadro que ha trazado sobre la historia del devenir humano y encuentra en ello “refugio en el que no puede alcanzarme el recuerdo de mis perseguidores”. Murió pocos meses después, confiando en que “la esclavitud y los prejuicios” habían sufrido una derrota permanente, que aquello era solo un retroceso temporal, una perturbación en el progreso. ~


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