En su libro Ante el dolor de los demás (2003), la escritora Susan Sontag se pregunta por las reacciones que genera la “fotografía de la atrocidad”, como designa a las imágenes de heridos y muertos en las guerras. El ensayo es una adenda a su libro Sobre la fotografía (1977), donde cuestionaba –a veces con dureza– la ética de la fotografía como medio visual. Ahí afirmaba, por ejemplo, que la difusión excesiva de imágenes bélicas terminaba por anestesiar la sensibilidad del receptor.
En Ante el dolor de los demás, Sontag acepta que ese juicio no descansaba sobre la evidencia. Para compensar, en esta nueva reflexión no deja piedra sin remover. Una de sus premisas es que las fotografías de guerra vuelven reales (“o más reales”) asuntos que las personas privilegiadas o quienes viven en lugares seguros quizá preferirían ignorar. Esto puede sonar moralista, pero para Sontag el desarrollo del argumento no lo es. La escritora incluso cuestiona la superioridad moral de quienes piensan que ver esas imágenes es, de algún modo, suficiente. El imperativo, escribe, no es tanto mirar fotos que registran crímenes y crueldades sino “pensar en el significado de mirarlas y en la capacidad de realmente asimilar lo que muestran”.
Ante el dolor de los demás es un libro sobre fotografía fija pero mucho de lo que plantea es extrapolable a los documentales de guerra. Aunque una fotografía de autoría anónima puede prestarse a lecturas subjetivas, apropiación y/o propaganda, la propia Sontag señala que, cada vez con más frecuencia, los fotógrafos de guerra son portavoces de las víctimas. Esto también ocurre en los documentales bélicos contemporáneos, cuyos directores hacen pública su intención de, por ejemplo, denunciar genocidios.
La obligación de pensar por qué ver un documental de guerra va de la mano con pensar por qué invitar a otros a hacerlo –una de las actividades que definen mi profesión–. Este año, una coincidencia en los premios Óscar me hizo confrontar la vaguedad de mis propios porqués. De los cinco documentales nominados, dos transcurren en plena guerra civil siria: The Cave, de Feras Fayyad, y For Sama, de Waad al-Kateab y Edward Watts. Ambos narran la historia de mujeres cuya profesión las pone en contacto constante con víctimas de bombardeos y –la coincidencia más dolorosa– ambos muestran niños heridos, algunos agonizantes. Por momentos, ver estas películas se vuelve intolerable.
The Cave debe su nombre a un hospital subterráneo en Guta, cerca de Damasco. La directora del hospital es la doctora Amani Ballour, quien tolera el ninguneo de hombres que exigen hablar con “un director hombre, que pueda hacer un mejor trabajo”. El machismo musulmán al que apuntan escenas como esta tiene contrapesos: el padre de Amani, orgulloso de su hija, y el entrañable cirujano Salim Namour, quien interrumpe al hombre que insulta a Amani para informarle que la doctora fue elegida por votación.
Uno de los atributos de la protagonista es su impasibilidad. No solo ante el machismo –con el que, se intuye, ha lidiado siempre– sino ante los casos desgarradores que atiende. Amani es pediatra, lo que explica que el documental muestre tantos niños. Después de un ataque aéreo, la doctora recibe a un bebé cubierto de polvo y logra que escupa un trozo de cemento. Más adelante, intentará salvar la vida de niños atacados por bombas químicas.
Entre tanta crudeza, la cámara de Fayyad busca centrarse en la experiencia de Amani. Así, se aleja de escenas que la propia doctora parece incapaz de soportar (si ella no pudo salvar una vida, no hay algo que, narrativamente, justifique filmar un cadáver). En el documental For Sama los márgenes son más amplios. La cinta es narrada en off por su directora y toma la forma de una carta dirigida a su pequeña hija: la Sama del título, nacida en Alepo en 2016. Al-Kateab es también periodista, por lo que mucho del pietaje tuvo como primera intención documentar los ataques. Y ya que su esposo es médico, hay, como en The Cave, acceso a quirófanos. Si el documental sobre la doctora Amani mostraba el dolor de la protagonista al ejercer su profesión, For Sama quiere hacer ver a la audiencia más dimensiones del horror. Por ejemplo, a una madre que reconoce el cadáver de su hijo o el apilamiento de cuerpos, algunos en close up.
No es que la inclusión de For Sama o The Cave en una categoría del Óscar hiciera imperativo verlas. Sin embargo, su nominación las volvió accesibles en salas de cine o en plataformas digitales. Sugerir a otros ver documentales suele generar resistencia, pero nada parecido a las respuestas que obtuve a cambio de “recomendar” For Sama o The Cave. Bastaba describir el tema para saber que mi interlocutor no se asomaría a sus universos. Uno puede minimizar esta resistencia calificándola de cobardía o de falta de compromiso. Pero hacerlo, como dijo Sontag, es una forma de superioridad moral. Querer convencer a otros de ver una película “importante” (por estar nominada, por aparecer en listas de “lo mejor del año”) es un acto esnob y retórico: cosifica a seres humanos de por sí reducidos a daños colaterales. Tampoco es suficiente el argumento del “deber humanista”, considerando la posibilidad nula que tiene un espectador promedio, no se diga mexicano, de incidir en las crisis humanitarias de Medio Oriente.
La fotografía de la atrocidad, escribe Sontag, puede dar lugar a distintas respuestas: “un llamado a la paz, un llamado a la venganza, o la conciencia perpleja de que en el mundo pasan cosas horribles”. Lo mismo puede decirse del cine. Aun así son respuestas estériles si antes no se examina lo que genera en cada quien este tipo de películas. Durante el visionado de For Sama y de The Cave varias veces bajé la vista, sobre todo en escenas de duelo. Contemplar ese dolor –el de un humano que pierde a otro– se sentía como una especie de invasión. Incluso, de insolencia. “Hay vergüenza al mirar un close up del horror verdadero”, escribe Sontag, y agrega que quizá los únicos con el derecho a ver imágenes son aquellos que pueden mitigarlo o quienes pueden aprender de ellas. “El resto somos voyeurs –dice–, aunque no sea nuestra intención.”
En este acto de voyerismo, sin embargo, hay lugar para la revelación. Escenas como la de una madre que llora a gritos la muerte de su hijo pueden no corresponder a la experiencia de un espectador y, en ese sentido, sería osado de su parte afirmar que “la entiende”. Sin embargo, son escenas no muy distintas de las que, casi todos los días, muestran los medios en México: madres que lloran a sus hijas asesinadas y familiares desolados por sus muchachos desaparecidos. Según Sontag, las imágenes de tragedias en países lejanos pueden traer la satisfacción de que aquello que se ve no es algo que le pasa a uno (“no estoy enfermo, no me estoy muriendo, no estoy atrapado en una guerra”). No creo que sea el caso de un espectador mexicano. Si acaso, la exposición diaria a escenas de exterminio civil puede explicar el rechazo inmediato a ver películas como For Sama y The Cave.
Quizá la sensación de vergüenza, la que hace bajar la vista, sea la que, paradójicamente, lo vuelva a uno parte del relato. Reconocer la asimetría entre quien mira y quien es mirado es preferible a la compasión pasajera. Escribe Sontag que el sentimiento de empatía es engañoso; sugiere identificación inmediata con las víctimas y esto impide cuestionarse si uno no es cómplice del perpetrador. No de un individuo en concreto, sino de un statu quo que permite la opresión. Para poner un ejemplo cercano, habría que observar qué sensaciones genera la imagen de un crimen violento. Y, al hacerlo, preguntarse si ignorar sus causas –la impunidad, la violencia de género– no facilita que se cometa el siguiente.
Hacia el final de Ante el dolor de los demás surge la pregunta de qué hacer con las sensaciones que generan imágenes de dolor. La sensación de “no poder hacer nada”, dice su autora, lleva al cinismo, a la apatía o al aburrimiento. No ofrece respuestas pero no descarta que existan. En el caso de For Sama y The Cave quizá sonaría indecente apelar a la experiencia estética, pero igual sería deshonesto negar el poder transformativo de algunas de sus secuencias. En estos documentales no hay estilización visual pero hay belleza innegable en, por ejemplo, la escena en la que un corte de luz causado por un bombardeo obliga al cirujano, en plena operación, a iluminar su precario quirófano con la luz de su celular. Por no hablar de que en todas sus operaciones –y esta no es la excepción–reproduce música clásica desde su celular. Lo hace para ayudar a sus pacientes a relajarse, a falta de anestesia.
En ambos documentales coexisten las consecuencias de la vileza humana con gestos de bondad y resiliencia. Incluso de vitalidad. Para muchos, estos contrapesos justificarían el viacrucis de ver las escenas descritas. En algo parecido a una conclusión, Sontag escribe que las fotografías de los que sufren intensamente son más que recordatorios de muerte, fracaso, o victimización. “Invocan –dice– el milagro de la supervivencia.” Esto puede sonar abstracto, por lo que describo a continuación una escena de For Sama: Tras una explosión, una mujer con nueve meses de embarazo es llevada al hospital. Los médicos deciden hacer una cesárea de emergencia y extraen de su vientre a un niño lánguido y sin pulso. Durante segundos que parecen horas, los médicos lo frotan, le dan nalgadas, le comprimen el pecho. Todo parece perdido. De pronto el niño abre los ojos y suelta un llanto agudo. Su madre, se nos dice, también sobrevive. La directora describe el episodio como “un milagro” que les da fuerza para seguir. Si esto es cierto para ella, también lo es para el espectador que, un minuto antes, quizá había decidido dejar de ver el documental. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.