¡Bien hayas, creatura pequeñita
y suprema, adueñada de la cumbre
del corazón…!
RLV, “Por este sobrio estilo”
para Gabriel Zaid, fuensantero
Ocupa Fuensanta un altar principal en la iglesia lopezvelardeana: es la imagen sucedánea de Josefa de los Ríos, quien dejó de llamarse así en su villorrio para renacer Fuensanta en donde ese nombre adjudicado es objeto de reverencia: el país de las palabras. Si López Velarde es el padre de la poesía mexicana moderna, Fuensanta es su mujer adyacente, su coronada virgen secular.
Es una veneración tan compleja que incluye la hermenéutica de su nombre lleno de gracia, el de la mujer que es su todo; López Velarde agradece a Dios el haberle dado “de ángel guardián un ángel femenino”,
{{“La ascensión y la asunción”, en las Obras editadas por José Luis Martínez, Ciudad de México, FCE, 1990, p. 251. Las referencias a la obra de López Velarde serán siempre a esa edición.}}
un ángel al que le pide lo mismo que Baudelaire a su Marie: “sé mi ángela guardiana, mi musa, mi Madonna e indícame la ruta del amor”.
{{Baudelaire, Correspondance [1], Claude Pichois y Jean Ziegler, editores, París, Gallimard, 1973, p. 182.}}
La ángela guardiana, la dulce compañía que no desampara ni de noche ni de día, como reza la vieja oración nocturna de los niños. Al leer y escuchar el nombre de Fuensanta compartimos un fervor particular, pero no hacia Josefa de los Ríos sino a un misterio ficcionalizado, uno que contiene los elementos de la antigua virtud mariana. Como dice en sus poemas su enamorado, Fuensanta es la intermediaria salvadora, la que libra “de los lazos del mal”;
{{“Alejandrinos eclesiásticos”, p. 120.}}
es la novia –es decir, la promesa– diáfana y eterna, bíblica y virginal, hermosa y frágil, tantas virtudes que sobrellevarlas la enferma (“¡oh santa, oh amadísima, oh enferma!”)
{{“En el reinado de la primavera”, p. 132.}}
y la lleva a la muerte prematura.
Fuensanta fue el último nombre dado por un poeta mexicano a una emoción anímica y erótica íntima, un nombre poético, o como solía decirse, una “musa”, como la Damiana de Nervo, la Guiomar de Antonio Machado o la Mireia de Frédéric Mistral. Hijo de su tiempo, creó un nombre mágico para ocultar a Josefa y también hacer de ella la coprotagonista pública de una historia íntima. Lo cuidadoso que debía ser se aprecia en una carta de 1908 enviada a Eduardo J. Correa para pedirle que no se publique “La vendedora de pájaros”:
porque este artículo ha tenido interpretaciones en que figura alguien de carne y hueso, y por tercera persona he sabido que mi papá se desagradó. Realmente, la “Vendedora” encierra algo íntimo que por ahora no conviene seguir dando a la publicidad
pues su padre y todo Jerez habrían identificado a Josefa como la
grave paisana mía, provinciana ausente, lánguida flor de jazmín, que enamoraste mis quince años e hiciste florida mi niñez en el milagroso brote de un verso.
“La vendedora de pájaros” [p. 348] es de 1910.
La señorita de los Ríos no podía llevar su verdadero nombre, y no solo por la discreción de la época, y más en las provincias recoletas, sino porque Josefa no es buen apelativo. Es demasiado casero, más el nombre de una tía que de una musa. Fuensanta, en cambio, es un nombre de suyo lírico y casi una fantasía. Crear un nombre es un acto poético, una mitología onomástica: nombrar como una forma de invocación y de asumir su revelación: Fuensanta es su Diosa Blanca, aquella que le provoca la voluntad de “decirle la verdad de ella y la de sí mismo ante ella, en sus palabras peculiares”.
{{Uso el concepto de Robert Graves en The White Goddess, Londres, Faber and Faber, 1952, p. 444.}}
Así pues, López Velarde llama Fuensanta a su devoción de la femineidad eterna:
{{Prefiero esta fórmula a “el eterno femenino”, contradictoriamente masculina.}}
hermana, madre y novia a la vez, más que la idealizada, es su ídola, su vehículo de salvación. Los avatares de Fuensanta (Águeda, Sara, María, Margarita), las mujeres que amó después, la complementan o la contradicen, pero orbitan a su alrededor. Ella es su centro, como sugirió Rafael López en su discurso fúnebre cuando dijo que dejaba a su amigo “amorosamente dormido en los brazos fríos de Fuensanta”.
((“Ramón López Velarde” en la revista México Moderno, número 11, tomo II, Ciudad de México, 1921, p. 294.))
Los estudios sobre la musa Fuensanta y la poesía de López Velarde son numerosos; pocos los que se atarean con la elección del nombre. El pionero es Alfonso Méndez Plancarte, que publicó en 1949 “La ‘Fuensanta’ celeste”, “El cantor de ‘Fuensanta’ en la península” y “Las ‘Fuensantas’ de Campos y Grilo”,
{{Aparecieron en el periódico El Universal de México, el 9, el 16 y el 23 de mayo de 1949, todos en la página 3.}}
escritos en los que explora la elección de ese nombre “casi inaudito en Méjico”, hurgando la Espasa-Calpe y buscándole antepasados; Allen W. Phillips, de cuyo pionero Ramón López Velarde, el poeta y el prosista
{{Ciudad de México, INBA, 1962.}}
somos deudores todos, publicó después “Otra vez Fuensanta: despedida y reencuentro”;
{{Revista Iberoamericana, abril-junio de 1972, p. 199.}}
Gabriel Zaid comenta el asunto en “Un amor imposible de López Velarde”, otro ensayo crucial.
{{ En la revista Vuelta, número 110, enero de 1985, p. 7. Recogido en Tres poetas católicos [hay varias ediciones]. El “amor imposible” a que se refiere es otro, María Nevares.}}
Y Octavio Paz que, en “Fuensanta: imán y escapulario”, se adentró en “la magia de los nombres” y especuló sobre las razones que lo llevaron a cifrar en el de Fuensanta
todo su contradictorio erotismo: devoción religiosa, inocencia aldeana y sexualidad sacrílega. El aura de Fuensanta es literaria y devota: por una parte evoca esos nombres femeninos que amaban los poetas simbolistas; por la otra, es una palabra compuesta como tantas de nuestra lengua que designan lugares, santuarios y vírgenes. Fuensanta: ¿de dónde viene este nombre?
“Fuensanta: imán y escapulario”, postscriptum de 1987 a “El camino de la pasión: Ramón López Velarde”, Cuadrivio [1965]. Recogido en Generaciones y semblanzas, volumen IV de sus Obras completas, Ciudad de México, FCE, 1994.
Su respuesta es amplia, pero presume que “lo tomó de la tradición”; que era un nombre que “dormía en el fondo del idioma” hasta que al comenzar el siglo XX“los poetas y los artistas lo redescubrieron o, más exactamente, lo pescaron en el mar del lenguaje”.
Tras los pasos de esos maestros lanzo otra red a ese mar abundante.
El nombre de Fuensanta es una pequeña rama del enorme árbol del culto a la Diosa, en su avatar de la Virgen María, y así lo entiende López Velarde desde el principio, cuando las asocia, y a sus nombres:
Yo te digo en verdad, buena Fuensanta,
“Poema de vejez y de amor”, p. 150.
que tu voz es un verso que se canta
a la Virgen…
Hay versos vecinos en los que asciende a Fuensanta a un altar, “como la santa / Patrona que veneran tus zagales”
{{ “Canonización”, p. 157.}}
y su rostro mismo se asemeja “al excelso / retrato de la Virgen pintado por San Lucas”.
{{“Ella”, p. 119.}}
Frente a los nombres virginales más comunes –Remedios, Rosario, Concepción, Caridad, Dolores– la Virgen Fuensanta de Murcia califica entre las regionales, como la Montserrat de Cataluña, la Macarena de Sevilla o la Guadalupe de México. En esos sitios, María tomó el lugar de las locales “diosas madres, conservando sus mismos patrocinios y prácticas”, como resume Richard Nebel.
{{ Cfr. Santa María Tonantzin Virgen de Guadalupe, Ciudad de México, FCE, 1992, p. 43.}}
El mismo estudioso relaciona a Fuensanta con las diosas fontanares, pues su culto orbita alrededor de un manantial que brotó en el XIV y comenzó a hacer milagros curativos. Se llamaba “Fuente Santa” y junta al manantial con la vieja alegoría, pues la Virgen “es la llamada fuente de quien todos bebemos”,
{{ Milagros de Nuestra Señora [Introducción, 35].}}
como escribió Gonzalo de Berceo al nacer el idioma. Flota, pues, en la subcategoría de las vírgenes acuosas, esas náyades cristianizadas que rondan los manantiales y dispensan sanaciones,
{{Véase la Historia de la Fuen-santa [Madrid, 1648] de fray Cristóbal de Granados, glosado por William Christian en Local religion in sixteenth-century Spain, Princeton University Press, 1981, p. 83.}}
lo que explica que tenga altares en toda España, y aun baños curativos como los Hervideros de la Fuensanta en La Mancha, de cuyas aguas quisiera empaparme. Lo resumió el buen Azorín:
estos nombres de mujeres, mujeres españolas suscitan en nosotros muchos recuerdos. La marianología es extensa en España. Cada país tiene sus Marías, Granada tiene la Virgen de las Angustias. Famosa es la Consolación de Utrera, ensalzada en una sentida copla popular. Ávila cuenta con la Virgen de Sonsoles y no olvidemos a Murcia con su Fuensanta…
“Las mujeres de España” [1934], en La amada España, Barcelona, Ed. Destino, 1967, p. 273.
Porque, en efecto, el culto irradia desde Murcia, donde los capuchinos cuidan desde el siglo XV una preciosa imagen de la Virgen de la Fuensanta, que explica que tantas niñas del rumbo lleven su nombre, mientras rezan
Virgen de la Fuensanta,
divina aurora,
dame una clavellina
de tu corona.
Ya me la has dado,
¡Virgen de la Fuensanta,
ponme a tu lado!
al tiempo que sus padres cumplen con sus funciones identitarias entonando
Dicen los aragoneses:
En el Cancionero popular murciano, de Alberto Sevilla, Murcia, Imprenta de Nogués, 1921, p. 44.
–Yo tengo una Pilarica.
Y los de Murcia decimos:
–Yo tengo una Fuensantica.
Del registro religioso y popular, el nombre de Fuensanta se graduó a la poesía de autor en la obra de ese Antonio (Fernández) Grilo (1845-1906) a quien Méndez Plancarte dedica dos de sus entregas. De manera bien argumentada y documentada con sus poemas, propone que el empleo que hace Grilo “del claro nombre de Fuensanta, fresco y deslumbrado, fuiría a la boca insigne de Ramón”. Coincido con que su hallazgo pesa en la historia de cómo surgió el nombre de Fuensanta en la imaginación del mexicano.
Grilo fue un poeta desventurado, pues Fuensanta, su esposa, murió muy joven dando a luz. Tiene en común con la de López Velarde la palidez, la melancolía y todas las virtudes cristianas; ambas aparecen en los respectivos versos como “enfermas” y “santas” y ambos las veneran en escenarios litúrgicos con contrapuntos eróticos. Antes del drama, el aún feliz Grilo celebraba que sus amores hubiesen sido propiciados por la Virgen tutelar:
Cuando al amor mis ojos,
Virgen, se abrieron,
ante mí la pusiste
como un lucero.Me diste un ángel,
y con tu mismo nombre
la coronaste.Fuente del alma
que lleva el dulce nombre
de la Fuensanta.Nada es tan dulce
cual pronunciar tu nombre
que al cielo sube:
nada se iguala al nombre
de la Fuensanta.Asilo de la Virgen,
concha cerrada
en donde está la perla
de la Fuensanta.
Es su mejor poesía. Después del drama, el pobre Grilo colapsó junto a su obra, ofuscada por un dramatismo incómodo:
¡También muerde mis entrañas
Poesías, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1879, p. 10.
de mi Fuensanta el cadáver,
y lloro todos los días…
Y no me he metido a fraile!
La historia de la Fuensanta de Grilo se hizo tan famosa que algunos cófrades la narraron en sus propios versos, como José Velarde, quien en “A Grilo” (1874) llora a la difunta, pero aún la muestra bordando junto a la cuna de la hija huérfana o en el lecho de su viudo. Otro murciano, Federico Balart, la alaba en “Fuensanta ante su féretro”:
Fue dulce como una poma,
Dolores. Poesías, Madrid, 1904.
granada como una espiga,
guardosa como una hormiga,
mansa como una paloma.
Y después se dirige a la huerfanita:
Sigue el ejemplo tutelar de aquella
“A Magdalena Grilo”, en Sombras y destellos, Madrid, Sáenz de Jubera, 1905.
que la vida te dio –¡pobre Fuensanta!–
y piensa siempre, cual pensaba ella,
que, si la de jacintos es más bella,
la corona de espinas es más santa.
Octavio Paz se pregunta “¿quién leía en 1908 al olvidado Fernández Grillo?” y hasta escribe mal su nombre. No había mayor motivo por su poesía, que carece de mayores atributos, disuelta en las melosidades del endeble romanticismo español, pero sí por el drama familiar, que se conoció bien en este lado del Atlántico. Paz no repara en la enorme difusión que tenían en México las llamadas “revistas ilustradas” en el tránsito del XIX al XX. Si no puede probarse que hubiese leído a Grilo, tampoco ignorarse que el joven, como dice en una carta, leía en un mes “infinidad de versos”
{{Carta a Eduardo J. Correa del 9 de febrero de 1909, la número 26 en mi edición de su Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles, Ciudad de México, FCE, 1991.}}
que las más de las veces viajaban en esas revistas abundantes que mezclaban noticias sobre guerras y reyes con grabados, partituras y lecciones de macramé, pero también con poesía, narrativa y crónicas (como las de Amado Nervo, maestro del género para López Velarde). Son semanarios como El Mundo Ilustrado y El Tiempo Ilustrado, Artes y Letras o El Semanario Literario Ilustrado (esta última particularmente saturada de poetas españoles).
{{Las dos primeras, de Reyes Spíndola, van de 1890 a 1915. López Velarde publicó ahí su único cuento, “El obsequio de Ponce”, en 1913; la tercera es de Ernesto Chavero, de 1904-1909, y la última de 1901 a 1906, revista “para las familias católicas de la República” editada por Victoriano Agüeros, cercano a los católicos antimodernistas con los que comulga el joven López Velarde. No existe, hasta donde sé, un índice de la abundante literatura en esas y otras revistas ilustradas del periodo.}}
En todas esas revistas, que abrevaban de sus equivalentes peninsulares como La Ilustración Española, hay poemas de Grilo, de José Velarde y de Balart junto a otros de cuya lectura sí dejó testimonio el mexicano, como Gregorio Martínez Sierra, Francisco Villaespesa o Valle-Inclán. Que hasta al breve Grilo se le leyera en México a partir de 1890 se aprecia en que Juan de Dios Peza lo reseñaba y llegó a proclamarlo “el ruiseñor de los bosques de Córdoba”
{{En un escrito de 1889. Dato de Carlos Ramírez Vuelvas en “Entre la diplomacia y la imaginación: Juan de Dios Peza en España”, en Cuadernos del Hipogrifo [Italia] consultable en línea.}}
(opinión contraria a la tajante de Manuel Puga y Acal, que prefirió compararlo con “una vihuela destemplada”).
((En la “Carta de Brummel al Duque Job” en Los poetas mexicanos contemporáneos. Primera serie [México, Imprenta de Ireneo Paz, 1888], p. 128.))
La otra que menciona Méndez Plancarte es la del narrador Rubén M. Campos, cuyo relato, “Fuensanta” (1902), tampoco puede probarse que haya leído el poeta. Lo habría ignorado: es un cuento hueco de talento, lleno de azúcar y con un final lamentable: Fuensanta es una dulce niña “espiritual” cuyos cabellos son “de paja tierna” y sus ojos de “violetas consteladas de briznas de oro” con los que, un malhadado día, mira a su prometido fornicando con su madre. La pobre Fuensanta abandona todo deseo de vivir, escucha el llamado de la noche y huye de su casa solo para ser hallada al día siguiente “con el vientre abierto devorado por los lobos”.
{{Se publicó en la Revista Moderna, año v, núm. 3, México, febrero de 1902, p. 37.}}
Una narración, a fe mía, no del todo compatible con la imaginación del adolescente López Velarde. Méndez Plancarte no menciona en cambio a Juan A. Mateos, que llamó Fuensanta a un personaje menor de Los insurgentes (1869), su “novela histórica mexicana”, mujer ambiciosa y malvada, tía de la joven Berenguela, ella sí niña y buena (aunque “de nombre horrible”, como señala el autor, quien obviamente se divirtió dándole el nombre lindo a la villana y el horrible a la preciosa).
{{La novela [México, Maucci Hermanos] era continuación de Sacerdote y caudillo, avisa su portada.}}
No tiene mayor importancia. Y en el ámbito de la poesía, hay que mencionar el ya muy estudiado caso de la “Epístola a Fuensanta”, el poema que apareció en una revista de Aguascalientes en 1904, firmado por Guillermo Eduardo Symonds, a quien Luis Noyola cometió el error de considerar seudónimo de López Velarde
{{En Fuentes de Fuensanta, Ciudad de México, Editorial Universitaria Potosina, 1947. José Luis Martínez resume el asunto Symonds en sus “Notas explicativas”, p. 867.}}
hasta que llegó Allen Phillips para probar que ese poema era tan mediocre como todo lo que firmó el señor Symonds a partir de 1900 en El Mundo Ilustrado.
En un registro superior, fulgura una Fuensanta en un poema de Balbino Dávalos, “A María Guerrero”, célebre actriz transatlántica. En 1900, durante una celebración de su genio histriónico presidida por Justo Sierra, luego de poemas encomiásticos de Amado Nervo y Luis G. Urbina, Dávalos leyó uno sobre el arte que derrota a las tinieblas porque emplea los ojos “extrañamente bellos” de esa actriz cuando da vida a sus famosos personajes:
Ya con gracia inocente sonreís de ventura;
ya con trágica risa simuláis la locura,y en siniestro arrebato que estremece y espanta
En El Mundo Ilustrado [año 7, tomo 1, núm. 10, 11 de marzo de 1900] se leen los tres. Dávalos recogió el suyo en Las ofrendas, Madrid, Revista de Archivos, 1909.
asesináis con Águeda, y tembláis con Fuensanta…
López Velarde tuvo que conocer ese poema pues fue buen amigo de Dávalos, vecino suyo cuando aposentó en la capital. La tal Águeda es la protagonista de La hija del mar (1899), melodramón del catalán Ángel Guimerá, y la Fuensanta es la de El loco dios (1899) de José Echegaray, de quien ya hablaremos. En todo caso, es interesante que junto a Fuensanta aparezca el nombre de una de sus predecesoras, la prima Águeda que llegaba a la casa del niño López Velarde con su “contradictorio / prestigio de algodón y de temible / luto ceremonioso”.
{{“Mi prima Águeda”, p. 143.}}
Ese mismo año de 1900, en una crónica sobre la Exposición Universal de París, Nervo describe el pabellón español que fue muy exitoso porque cada noche bailaba en él una tropa de andaluzas, “pecaminosas morenas de ojos incandescentes”, que hacían las delicias de los visitantes. Y la encargada de pastorear a esa “gaya tropa de muchachas” era una señorita Fuensanta a la que, se lamenta Nervo, “no tengo el flamenco honor de conocer”,
{{“Andalucía en tiempos de los moros”, en sus Obras completas, tomo I: Prosas, Madrid, Aguilar, 1955, p. 1402.}}
pero sí el de declarar que su porte y su nombre eran un condensado superior de la femineidad andaluza.
En España, claro, Fuensantas hay mille e tre, imaginadas por autores de todo color y jerarquía. Hay una criada Fuensanta en Fortunata y Jacinta (1887), la novela de Galdós, y la Virgen de ese apellido aparece aquí y allá en sus Episodios nacionales, en uno de ellos con indignación, cuando narra que los invasores franceses “convirtieron en lupanar la iglesia de Fuensanta” y mataron a sus frailes.
{{Bailén, cuarta de la primera serie, Madrid, La Guirnalda, 1873, p. 284.}}
Pío Baroja tiene en La feria de los discretos (1905) una Fuensanta adorable, la humilde hija de una pareja de taberneros de la que se prenda un parroquiano:
Él se sentó sin dejar de mirarla. Le había hecho una impresión tremenda. La chica era verdaderamente preciosa; tenía los ojos negros en forma de almendra; la tez pálida, y en el cabello, recogido con gracia, negro y lustroso como los élitros de algunos insectos, una flor roja.
–¿Y cómo se llama usted, si se puede saber, prenda? –dijo él.
–Fuensanta –contestó ella.
¡Ah! ¡Se llamaba Fuensanta…!
–Sí. Es un nombre aquí muy común; ¿por qué le choca a usted?…
Recogida en Obras completas, I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1946, p. 687.
La magia del nombre no impide que la preciosa sea golpeada por su padre, violada por un ricachón ni que acabe de madre soltera y expulsada del pueblo. ¿Traería el nombre incluido el infortunio? También en Azorín hay una Fuensanta, en un episodio de Españoles en París (1939) donde una linda y devota andaluza cuida de su anciano padre, que la presume hasta por su nombre: “¿No es bonita mi hija? ¡Qué tipo tan clásico de española! Y el nombre es también muy español: Fuensanta.”
{{En el relato “Por Gaiferos preguntad”, Madrid, col. Austral, Espasa-Calpe, 1954, p. 83.}}
El nombre de la muchacha le gusta tanto a Azorín que lamenta que Lope de Vega no lo hubiese registrado en su célebre estrofa onomástica:
Cual le da hermana o sobrina;
En “Las mujeres de España” en La amada España, op. cit., p. 18.
ya es Teodora, ya es Rufina,
Brígida, Teresa y Ana,
Pascuala, Isabel y Juana,
Paula, Antonia y Catalina.
En Pityusa (1907), novela de José María Llanas, una Fuensanta viuda, hacendada y voluptuosa, “de cuerpo firme y esculturado”, se la pasa nadando “con la perfección y el gusto de un anfibio”.
{{Madrid, Librería de Fernando Fé, 1907, p. 27.}}
Hay una novela corta de Eduardo Zamacois que podría haber intrigado a López Velarde, La cita (1913), que narra el amasiato entre el joven escritor Ricardo Villarroya y Fuensanta Godoy, actriz madura que luego de una vida de morfina y neurastenia opta por el silencio y la melancolía. Es una mujer fascinante, una femme fatale que recupera el buen camino:
Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura de Fuensanta, la mejor y más alta, la que más sorprendía, era su tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele ser también origen y alimento de bellezas extrañas […] ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que soslaya y disculpa nuestra propia flaqueza, o es que el dolor diviniza a la mujer porque de ella precisamente emana?
Su amante (menos racional que el narrador) se dirige a Fuensanta y le dice:
Al fin te tengo; ya no nos separaremos nunca, ¿verdad?… ¡Nunca!… Viviré para ti, escribiré para ti, tuyos serán mis triunfos… Tú… tú eres la mujer que perseguí en tantas mujeres; tu espíritu, aquel que yo atisbaba bajo tantos cuerpos como la casualidad o el capricho hizo míos. Alma siniestra, alma extravagante, alma de enigma… ¿por qué tardaste tanto en venir a mí?
Pero Fuensanta ya no espera nada de la vida, y menos de un escritor en cuya alma “solo hay traición, antojo y superchería. No eres un hombre, Ricardo, eres un artista… ¡nada más que un artista!… y quien dijo artista dijo absurdo, egoísmo y quimera…”.
((La cita se recoge en Para ti…, volumen XIV de sus Obras completas, Madrid, Renacimiento, p. 161.))
En el teatro y la zarzuela hay sobreabundancia de Fuensantas. Desde su nombre, son representantes de un ethos andaluz útil para el mercado de estereotipos regionales: la aldeana sencilla y alegre, buena moza, ingenua pero ardiente, rústica pero ingeniosa, temperamental y astuta, que además habla español con un acento que el resto de España encontraba de lo más simpático.
En 1887, un dramaturgo Juan Soriano (!) estrena un sainete “escrito en el lenguaje de la huerta de Murcia” que se titula Ca presona pa su ese, que traducido del “murciano” significa algo como “cada quien a lo suyo”, en el que vibra una Fuensanta que es un remolino de listones y panderetas. En 1896, José Feliú y Codina estrenó la comedia María del Carmen donde figura Fuensantica, gitanilla adorable que se cubre de azahares cuando canta. Un año después, la zarzuela ¡Triste Chactas!, de Barrera y Barbieri, presenta a una Fuensanta que lee en Andalucía la Atala de Chateaubriand y sueña que se ama con el “piel roja” Chactas. En 1907, la Fuensanta de El cercado ajeno, del cordobés Francisco Toro Luna, está casada con un mercader aburrido, por lo que casi comete adulterio con un enamorado carburante, que dice:
Cuando hablo de Fuensanta parece que un rayo de sol entra en mi alma y la alegra. Su imagen se levanta en el fondo de mi corazón, vencedora de todo, bella, refulgente como un astro, hermosa sobre toda hermosura, llena de vida, respirando amor… ¡Más dichas vierte en mí una sonrisa de su boca que todos los placeres del mundo!
Madrid, R. Velasco, impresor, 1907, p. 23.
A partir de 1908 –después de que López Velarde se apropia el nombre– las Fuensantas se multiplican: coquetas provocativas, místicas sobrias, viudas remolonas, y hasta la encendida novia del torero “Er Niño e Triana” (es en serio), quien lamentablemente muere cogido en el tercer acto, y no por Fuensanta.
{{La primera de feria de José Fernández del Villar, Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1917.}}
Una zarzuela de 1913 tiene a una Fuensanta solterona entre Las que esperan, de Antonio Jiménez Lora:
Nuestro porvenir es bien triste; esperar, esperar siempre… y en esta espera resignada y muda vamos lentamente perdiéndolo todo; juventud, belleza, ilusiones… A veces, el amor pasa cerca de nosotras, no lo vemos… y se va y no vuelve.
Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1913.
La zarzuela Los cortijeros, de Ángel Caamaño,
{{R. Velasco, imp., Madrid, 1919.}}
tiene en el centro a una fresca Fuensanta pajarera que vive rodeada de jaulas cantando aires en los que la palabra alma se pronuncia arma:
Pajarito, pajarito,
en la jaula prisionero,
iguá que er corasonsito
que enserrao está en mi pecho.
Canta, probe pajarillo,
canta, pa que sepa él
que le guardo mi arma entera
de mujer.
La Fuensanta pajarera le gustaba también a López Velarde, que además de sus muchas virtudes le dice a la suya: “también tú eres vendedora de pájaros”, los alados y los de la poesía.
Un poeta y facedor de zarzuelas, el gaditano Carlos Fernández Shaw, estrenó en 1911 El final de don Álvaro, otra adaptación del dramón del Duque de Rivas (como La forza del destino de Verdi), en la que un grupo de pastoras lindas, lideradas por la Fuensanta obligatoria, acomete sudorosos taconeos. El mismo Fernández Shaw se enamoró en verso también de una Fuensanta y escribió: “Después de mi madre, mi santa; / después de mi santa mujer, mi Fuensanta…”
{{Poesía del mar, Madrid, Sucesores de Hernando, 1910.}}
Un caso especial es el de Gregorio Martínez Sierra –poeta que le interesó mucho a López Velarde–, quien estrenó en 1917 la comedia Esperanza nuestra.
{{Madrid, Ed. Saturnino Calleja, 1920. Después se supo que buena parte del teatro de Martínez Sierra había sido en realidad escrito por su esposa, María Martínez Sierra.}}
Le habría divertido al mexicano la escena en que unos jóvenes se encuentran en un baúl de su abuelo la vieja fotografía que le dedica una hermosa mujer:
CARMITA: (Leyendo) “Tu Fuensanta”…
NENÉ: ¿Fuensanta?… ¿Quién se llama Fuensanta?
NATALIO: Mejor dicho… ¿Quién se llamó Fuensanta hacia el año 1900?
NENÉ: ¿Fuensanta… Fuensanta?
NATALIO: ¡Vaya usted a saber! Será una tiple o una duquesa.
NENÉ: No lo parece.
NATALIO: Bonita es… como una reina.
NENÉ: Sí; pero tiene una expresión humilde…
NATALIO: No sé qué le diga a usted… Más bien parece hosca, retraída, como si tuviera, al mismo tiempo, orgullo y vergüenza.
NENÉ: ¡Quién sabe!… Fuensanta, Fuensanta…
Además de flotar en el mar del lenguaje, el nombre abundaba entre quienes leían revistas y acudían al teatro, como López Velarde. Quizá Paz preguntaría, escéptico, si se habría enterado de esas puestas en escena, y había que decirle que probablemente sí pues en el México de entonces, capital y provincias, abundaban el teatro, la zarzuela y el astracán y que López Velarde era espectador regular. La capital mexicana tenía teatros hiperactivos (el Arbeu, el Colón, el Lírico, el Virginia Fábregas, el Principal), cada uno con sus propias compañías y temporadas para las muchas itinerantes españolas que llegaban con repertorios de treinta o cuarenta obras y ofrecían decenas de funciones al mes. Desde el porfiriato, la vida nocturna de México tenía en su centro esos teatros, algo que la revolución aumentó aún más con el relajamiento de la censura.
{{Hay buena bibliografía sobre el teatro en México. De especial valor es la Reseña histórica del teatro en México (México, Imprenta La Europea, 1895) del siempre injustamente postergado Enrique de Olavarría y Ferrari, buen cronista literario del XIX mexicano. Una lista de los muchos teatros en la capital y en la provincia en esos tiempos, así como de las decenas de compañías teatrales que los llenaban, se encuentra en Primeros renovadores del teatro en México: vivencias y documentos, 1928-1941, de Margarita Mendoza-López, Ciudad de México, IMSS, 1985.}}
Las troupés hacían giras por toda capital con un teatro decente, como Zacatecas, Aguascalientes y San Luis, por mencionar solo el ámbito del joven López Velarde.
La pieza que sí se ha leído como una posible fuente del nombre, de Noyola a Gabriel Zaid, es el drama de José Echegaray El loco dios (1900), cuyo papel principal es el de una dama llamada Fuensanta. Se entiende que así sea, dada la fama de ese autor cuyo teatro feneció más pronto que esa fama. El loco dios fue un éxito gracias a los ingredientes propicios: líos de familia acomodada, herencias en disputa, amores falsos contra sinceros, la hipocresía y la locura. Según una nota confusa de Noyola,
{{Citado por José Luis Martínez, p. 867.}}
la obra pasó en gira por San Luis con la “compañía teatral de Tomás Borrás” (que no era Tomás, sino Enrique) que recorrió el país a fines de 1908. En su repertorio se registra una pieza de Echegaray, Mariana, pero no El loco dios.
{{Luis de Larroder, “Teatros”, en Artes y Letras, V, 83, 25 de octubre de 1908, p. 10.}}
Quizá la vio López Velarde con Virginia Fábregas, que montaba su caballito de batalla desde 1904, prendada que estaba del personaje.
{{Hay una nota sobre esto en Artes y Letras, IV, 67, 5 de julio de 1908, p. 13.}}
Consta en crónicas que en julio de 1908 doña Virginia la montó en su teatro de la capital… ¿la habrá llevado de gira? En todo caso, en “Ídolos del teatro”, López Velarde escribe que su interés en el teatro de Echegaray se debió a María del Carmen Martínez, eximia española cuya compañía recorría cada año México y el sur de Estados Unidos. También dice que no fue El loco dios la pieza que le interesó, sino Amor salvaje (1896) que es aún peor. En su ensayo, Zaid avala que López Velarde habría adoptado el nombre “tal vez recordando” a la heroína de El loco dios, cuyo enamorado también lo está de su nombre. Escribe Zaid:
El conflicto medular que representa este raro drama en cuatro actos es muy semejante al que por entonces vivía nuestro poeta: demostrar a la amada, madura y pudiente, la autenticidad de una pasión en la que los villanos de la farsa creían descubrir solo el mezquino interés económico. Se trataba, en ambos casos, de un joven abogado provinciano y pobre, pretensor de un cariño en consonancia con el suyo, sincero y contrariado por el medio hostil. En drama alguno de Echegaray el desborde lírico es mayor.
“Fuente, que aunque de la tierra impura brotas, eres santa…”
Y la eterna oposición del diablo con el símbolo cristiano:
“Cuando la miro a usted el resto del universo me sobra, me molesta, me pone frenético. ¡Ruido que rompe la armonía, fealdad que embadurna la hermosura, el diablo ridículo más mono que diablo, que se me pone a hacer gestos delante de la cruz y no me deja verla!”
Y el planteo tajante que elude lo crematístico en busca de la igualdad amatoria: “Usted es rica, yo no lo soy. Voy a buscar la riqueza y cuando vuelva poderoso, ya no tendrá usted para qué atormentar su espíritu con cavilaciones indignas de usted y de mí.”
Hasta ahí Zaid. Que esa Fuensanta haya quizá propiciado la adopción del nombre lo refrenda que López Velarde asocie a Echegaray con su afición juvenil al teatro, si bien lo dice con pena:
A don José Echegaray le debo gratitud. Censuraremos hoy sus temas de polvorín y sus parrafadas de manicomio; pero él jugó con nuestra brida adolescente a su capricho, fustigándola a punta de hipérbole y de epifonema.
“Ídolos del teatro” [1916], p. 436.
Supongo que esa censura incluye a El loco dios, que no menciona, quizá por no mencionar a esa Fuensanta teatral, pues la gracia y las reverberaciones semánticas del nombre tenían para él más mérito que esa mediana dramaturgia. Y El loco dios bien pudo parecerle un ejemplo de polvorín y parrafada. No imagino a López Velarde interesado en esa Fuensanta viuda, rica, ambiciosa y demasiado humana, arrogante mujer que se ufana de haberse casado con un viejo “inmensamente rico” porque “yo soy un ser indigno, yo me vendí y gozo perpetuamente el producto de la venta infame”.
{{El loco dios, Madrid, imp. R. Velasco, 1900, p. 21.}}
Dudo también que se hubiese identificado con el pretendiente, burlador y delirante, súbito millonario algo sádico, que se proclama dios al final de la pieza, cuando entre carcajadas prende fuego al palacete de la familia de Fuensanta. Nada de esto, claro, excluye que lo sedujera el nombre, ni imaginar al joven López Velarde saliendo con sus amigos del teatro en San Luis Potosí, mascullando el nombre de Fuensanta rumbo a la cantina… Yo sigo pensando que lo mascullaba desde que leyó a Grilo.
Octavio Paz asocia el nombre de Fuensanta con tres emociones: “Manantial, pureza y sexualidad”, triada que se fortaleció cuando, en 1987, descubrió la pintura de Julio Romero de Torres en un catálogo.
{{ Catálogo del Museo Julio Romero de Torres, preparado por Mercedes Valverde y Ana María Piriz, Córdoba, Ayuntamiento de Córdoba, 1983.}}
Es un estilo de pintura que habría desdeñado de no ser por los tonos, narrativas y ambientes que coinciden con algunos poemas de López Velarde y que, de tan fuerte, dio origen al último ensayo de Paz sobre su penate: “Fuensanta: imán y escapulario”. Sorprende a Paz sobre todo “Ángeles y Fuensanta” (1909), uno de los óleos célebres del andaluz, pero no el único en el que hay una atmósfera “jerezana”: el villorrio, cierta cachonda religiosidad, las mujeres escindidas entre la ostentación sexual y la hondura espiritual, como las que figuran en “El pecado”; o la muchacha que lleva entre los pechos “Naranjas y limones” que hacen recordar a Fuensanta, de cuyo pecho “asciende una fragancia de limón, cabalmente refrescante”.
{{“¿Qué será lo que espero?”, p. 168.}}
Paz menciona también otros dos cuadros pintados después de 1921, cuando López Velarde ya no podía mirarlos: “Carmen y Fuensanta”, donde fulguran dos hermosísimas muchachas, y “La Fuensanta” (ya sola, sin Ángeles ni Carmen) que es, a fe mía, la más hermosa de las mujeres.
Paz piensa que el poeta pudo conocer la pintura de Romero de Torres por intermediación de Saturnino Herrán. Coincido con él, pues seguramente el pintor recibía revistas como La Ilustración Artística de Barcelona en la que solía colaborar Romero de Torres, o La Vida Galante de Madrid, de cuya parte gráfica era responsable (Zamacois lo estaba de la escrita). Herrán y López Velarde se habrán enterado del escándalo que suscitó “Vividoras del amor”, óleo que fue expulsado de la Exposición Nacional de 1906 en el que se mira a cuatro prostitutas tomando un respiro en el burdel (un tema que tanto ilustró también José Clemente Orozco). Cuando Romero de Torres volvió a la exposición, en 1908, los escritores comenzaron a celebrar sus tonos y temas poéticos. Valle-Inclán, tan admirado por López Velarde, le dedicó escritos entusiastas: “es el único pintor que parece haber visto en las cosas aquella condición suprema de poesía y de misterio que las hace dignas del arte”.
{{“Un pintor” es de mayo de 1908. Ese y otros dos escritos se recogieron en La lámpara maravillosa, el volumen que reúne su poesía y periodismo.}}
Lo deslumbraba su talento para pintar no las fuerzas contradictorias entre dos tipos de mujer, sino complementarias en las mujeres, en la naturaleza femenina misma, que en ellas hubiese a la par “el perfume de dos rosas, una diabólica y otra divina”, conflicto común en la poesía y el arte que da el finisecular salto hacia el modernismo y, desde luego, en López Velarde, como se aprecia, por ejemplo, en “Que sea para bien…”, poema superior. Además de Valle-Inclán, otros escritores celebraron al pintor, como Antonio Machado que le dedica “Amanecer de otoño” y su hermano Manuel que escribe “Las mujeres de Romero de Torres”, donde enumera sus nombres predilectos, pero no, extrañamente, el de la principal Fuensanta:
Vuestros nombres, de menta y de ilusión sabemos:
Recogido en Sevilla, 1918.
Carmen, Lola, Rosario… Evocación del goce,
Adela… Las Mujeres que todos conocemos,
que todos conocemos ¡y nadie las conoce!
Martínez Sierra, por su parte, lo respeta por haber pintado un conflicto que podría ser una descripción de la poesía de López Velarde:
la turbadora alquimia de sensualidad y superstición, la luz hecha niebla, la monja y la mujer de placer, la copla que es lamento, porque al alma que va en ella le duele haberse dejado manchar de barro las alas, y no tiene valor para arrancarlas del fangal y levantar el vuelo; la embriaguez de sol y de vino, la madrugada triste porque la media noche quiso ser pecadora; la tristeza, la insondable tristeza andaluza, bajo el cielo azul, bajo el sol de oro que da escalofríos, el azahar y el incienso…
“El alma cordobesa de Romero de Torres” (1919), recogido en Kodak romántico, Madrid, Saturnino Calleja, 1921, p. 72.
En su ensayo, Paz observa las reproducciones de los cuadros de Romero de Torres con exacta curiosidad y los describe como si cobraran vida, por ejemplo ante “Ángeles y Fuensanta”:
Ángeles viste blusa blanca de encajes que la cubre hasta el cuello, falda parda y mantón negro; con una mano sostiene un medallón y con la otra roza un seno, rotundo bajo la blancura de la tela. Se adivina el latido del pecho y una respiración de oleaje que la pasión puede convertir en jadeo.
En varios cuadros percibe el diálogo con el mexicano: Ángeles “hace pensar en aquella prima Águeda”; la Fuensanta del pintor tiene en las manos una carta que, le parece a Paz, evoca “la epístola colmada de dramáticos adioses” de “Hoy como nunca” y otras similitudes más. Es un hermoso ensayo, que llega a esta conclusión, que hago mía:
Fuensanta es un nombre de época. Como tantos otros, es una palabra en el río de palabras, imágenes, sentimientos e ideas que es nuestra cultura. La imaginación poética, movida por hondas necesidades psíquicas, la recogió de la tradición y la transformó en un símbolo.
Cuando preparaba la segunda edición de La sangre devota, López Velarde reveló por fin “el nombre de la mujer que dictó casi todas sus páginas”, como dice en el prólogo. Lo hizo dedicándole uno de los poemas “A Josefa de los Ríos” y anotando el lapso de su vida breve, “17 de marzo de 1880-7 de mayo de 1917”. Llevaba años callando celosamente el nombre de la señorita que tuvo que morirse para recuperarlo. Ese poema revelatorio es “En el reinado de la primavera”, uno que, con estudiado desdén, el poema mismo descalifica como “versos de infancia”. Pues sí, pero por exceso de infancia o por falta de Baudelaire, en el centro de ese poema está la profesión más enfática de su amor, si bien la menos laboriosa poéticamente:
¡Oh, gloria
de estar enamorado, enamorado,
ebrio de amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente enamorado…!
El nombre de esa gloria y de esa locura es Fuensanta. La novia tan perpetua que su enamorado le anunció su voluntad de reencontrarla en el más allá. Cuando mueras, le dice,
aguardaré la hora de mi liberación para ir contigo. Y nuestras almas, mecidas por un soplo de otros mundos, se columpiarán libando la esencia de la misma flor inmortal como dos mariposas diáfanas. ~
En “Hacia la luz”, p. 383.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.