El mundo de ayer, una evocación

Grandes familias hispanoamericanas en Francia

María Inés Olaran Múgica

Montejasso

París-Biarritz Madrid, 2024, 612 pp.

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Probablemente ya se ha dicho hasta la saciedad que en medio de un escenario incierto, volátil y sombrío ha llegado a su fin el relativo orden internacional levantado desde fines de la Segunda Guerra. Parece un pronóstico pesimista, pero lamentablemente suele ser cierto que, salvo en el arte, la música, la arquitectura y poco más, en casi todos los órdenes de la vida unos cuantos años son suficientes para destruir lo que, con todas sus imperfecciones, ha costado muchas décadas construir. A ratos parece el mundo desgarrado de Stefan Zweig, la nítida representación de “la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo”. De alguna manera, la investigación de la historiadora española María Inés Olaran Múgica en su reciente libro Grandes familias hispanoamericanas en Francia. París-Biarritz es un retrato de ese mundo de ayer donde, según el propio Zweig “todo ocupaba su lugar, firme e inmutable”.

En las últimas décadas, la historiografía mexicana ha sido discreta, por llamarla de algún modo, en la documentación de la vida de las familias mexicanas que, por diversas razones, emigraron a Francia a finales del siglo XIX y principios del XX, en especial porque ese colectivo incluye élites latifundistas, conservadoras, monárquicas, y por supuesto, entre ellas, la cohorte que acompañó a don Porfirio en sus años parisinos después de la Revolución, magistralmente reconstruida en El exilio. Un relato de familia (1993) de Carlos Tello Díaz.

María Inés Olaran ha hecho una exploración muy detallada y cuidadosa para seguir un enfoque centrado básicamente en la genealogía y la nobiliaria sin entrar en otros terrenos como las relaciones de poder político construidas por esas familias mediante alianzas de todo tipo, sino más bien orientada a la forma en que conducían su vida social, sus hábitos y costumbres, las tradiciones o las actividades de mecenazgo, mientras se ocupaban, unas con más éxito que otras, de sus actividades empresariales en Europa y en América.

Con ese instrumental, el libro aborda el ambiente parisino durante la segunda mitad del siglo XIX y el florecimiento de Biarritz como lugar de veraneo de la alta sociedad europea y por extensión de los hispanoamericanos que fueron llegando a Francia. Una segunda parte relata cómo vivieron unos y otros la Primera Guerra Mundial desde una zona más o menos segura, y luego viene el relato de las familias llegadas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Cuba, México, Perú y Venezuela, sus notables, sus círculos sociales y culturales, sus ricos acervos pictóricos y de artes decorativas y dentro de esa atmósfera cómo, en la intimidad y en el entorno social, había una especie de mímesis de los recién llegados con los linajes o la aristocracia del país de acogida. Para ello ayudaron varios factores.

Uno es que esas familias hispanoamericanas eran a un tiempo conservadoras, católicas, tradicionalistas; muchas habían estudiado en colegios europeos, y les seducía la monarquía, ya fuera como forma de gobierno, como régimen político, como idea o como estilo de vida. Otro vínculo, y muy poderoso, fue de carácter económico. La nobleza local atravesaba por malos momentos y los hispanoamericanos, en cambio, tenían tierras, liquidez, experiencia en negocios y ambición por invertir. Y como la necesidad es la madre de la virtud, armonizar una cosa y otra fue relativamente sencillo: “la solución se encontraba en la unión de dos sociedades: una aportaba el honor y la otra el dinero”, según las crónicas de la época recogidas en el libro.

De allí surgió un tercer elemento casi automático: si ya ensamblaron los negocios y las alianzas, había que ocuparse en otras cosas lucidoras como la diplomacia que a su vez tuviera cierta influencia política en el país receptor y en sus países de origen. Influencia que, como recuerda la autora, hizo que algunas familias mexicanas trataran de ejercerla para “restablecer la religión y la monarquía en México”, al menos hasta que, con la guerra de 1914 y la crisis de 1929, aquella vida bucólica empezó a languidecer y, señala María Inés Olaran, las familias “fueron perdiendo su esplendor, dispersándose o extinguiéndose hasta no quedar apenas memoria de ellas”.

El libro, como mencioné previamente, es muy rico en hechos que, en clave social y política, pueden pasar inadvertidos, pero tienen relevancia. Uno tiene que ver con la verdadera percepción que la alta sociedad parisina tenía en el subconsciente respecto de los hispanoamericanos. Les interesaban por supuesto los negocios y las alianzas, pero ese sentimiento no iba más allá, que tocara una fibra más personal o más afectiva. E inversamente, para los hispanoamericanos ese sentimiento era recíproco.

Por ejemplo, Domingo Amunátegui, un rector de la Universidad de Chile de principios del siglo XX, se quejaba de que la “buena sociedad francesa” desconfiaba de los hispanoamericanos por las revoluciones, asonadas y guerras civiles en sus países, o porque no pagaban sus deudas. El caso es que don Domingo concluye adolorido que resienten la “frialdad (y) la condición de un chileno o americano en París se asemeja a la de un paria”. Según la autora, sin embargo, ese no era un sentimiento compartido, pero sí ayuda a explicar algo del temperamento chileno de hoy y algo más: su insularidad o el hecho de que como el país no tuvo propiamente una reforma agraria, salvo un intento en los años sesenta del siglo pasado que no fue exitoso, allí resida el origen de la muy acentuada estratificación social que se observa hasta la fecha o de que las élites económicas actuales (y una que otra política) siguen estando compuestas más o menos por los mismos apellidos que los del siglo XIX parisino.

Las familias mexicanas (Errazu, Béistegui, Landa, Escandón, Yturbe y por supuesto Díaz), en cambio, fueron bien conocidas en los salones parisinos pero con el tiempo casi desaparecieron socialmente en su país y su peso económico disminuyó de forma clara. Es posible que, a diferencia de la chilena, la reforma agraria mexicana, que fue un fracaso económico y productivo pero un relativo éxito político y con cierta capilaridad social, contribuyera a evitar una estratificación rígida como en ciertos países sudamericanos y a construir el corporativismo que estuvo en la base del régimen del partido hegemónico.

Entre los mexicanos citados en el libro hay un personaje –político, diplomático, ministro– muy atractivo, José María Gutiérrez de Estrada, que encabezó la misión mexicana que viajó a Europa en 1863 para ofrecer la corona imperial a Maximiliano. Tras décadas de inestabilidad de un país sin rumbo, Gutiérrez de Estrada, en su origen un desencantado liberal ilustrado, concluye, según cita Edward Shawcross, que “el problema de fondo del Estado mexicano era el republicanismo”, una forma de gobierno ajena a sus tradiciones, y que recomponer la “máquina social de México” requería una monarquía con un “príncipe europeo de sangre real”. El resto es historia conocida.

Haciendo historia contrafactual, ¿qué habría pasado si las cosas hubieran ido por otro lado? No lo sabemos, pero la idea de la monarquía siguió volando por mucho tiempo en México en algunas cabezas… incluso liberales. Por ejemplo, el gran historiador del liberalismo mexicano, don Jesús Reyes Heroles, en sus años de plena militancia política y partidista (los setenta) califica con desdén a Gutiérrez de Estrada como un anacrónico “profeta menor” pero tanto en su plenitud académica (basta ver sus tres volúmenes de El liberalismo mexicano) como en sus últimos años de trabajo intelectual y de vida (los ochenta) se dedica a conseguir por medio mundo toda la documentación habida de Gutiérrez de Estrada, a estudiarlo con pasión, con una intensidad y profundidad que van más allá de la mera investigación histórica y que roza con la admiración, “no para justificarlo, sino para comprenderlo”, dice condescendiente Eugenia Meyer. Y la otra curiosidad procede de un artículo de Enrique Krauze de 2005 donde evoca la frase que Octavio Paz le confió alguna vez casi en secreto: “México nunca se consolará suficiente de no haber sido una monarquía.” Apunta Krauze: “Sus palabras tenían un dejo de melancolía, la convicción de una posible pero malograda historia imperial.”

¿Los caminos de la historia también son insondables e inescrutables? Eso parece. ~


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