Acaso acatamos los imperativos de la época: producir, competir, crecer. El rendimiento y la productividad. Acaso cada cual cree que los demás son autómatas que aceptan estas normas y se someten a ellas de buen grado o sin pensar. Individualismo, precariedad, persona-empresa. Lenguafuerismo: voy todo el día con la lengua fuera. Sin tiempo.
En especial: sin tiempo para pensar… porque pensar produce dolor, impotencia, nervios. Si todo va bien, pensar es superfluo y no queda tiempo (que todo vaya bien es que no quede tiempo). Si va mal o regular, pensar es un dolor. La magia y el animismo de sociedades ya olvidadas es ahora autoayuda, ni siquiera hay chamán, excepto los de redes. Mejor así.
Es posible que solo nos llegue el tiempo para pensar que no tenemos tiempo. Bolsos y mochilas y camisetas con la leyenda: “no me da la vida”. Los poemas que nos llevan: No me da la vida; es lo que hay; sí o sí; no hay otra. La sudadera con capucha es la prenda de este tiempo sin tiempo.
El agobio es universal, el malestar es individual. El malestar es el precio. La enfermedad mental es la denominación que agrupa y empaqueta la precariedad, la ausencia de futuro, la falta de comunidad de apoyo mutuo, el consumo inalcanzable, el precio de los pisos. Aunque puedas pagarlo hay demasiada gente que no puede. Demasiada gente que no puede (estribillo).
En general nadie te escucha, y en parte es un alivio: puedes decir lo que quieras. Si eres rico puedes contratar a gente que te escuche un rato. Un oficio: escuchadora o escuchador. Confidente de cámara y sus variantes: bufón privado, bruja fija, médium de cabecera, filósofa privada. Masajista escuchador. Fisio psico. Psicofísico.
A veces hay comunidades informales que permiten contar y escuchar penas. Pero hemos desarrollado anticuerpos ante el resquemor de los demás: desconexión automática ante la queja (ajena). No ver al repartidor: solo el paquete. Las doloraciones y amarguras. Los amargorios. Las listas de espera. Cuando hay listas, son secretas, a veces porque sí, a veces por la protección de datos. La protección de datos siempre protege primero y a veces exclusivamente al poder. La información pública podría estar en una web solo con texto, listados que consumen poca energía. Cuánto ha pagado hoy esta administración, qué ha hecho, qué quiere comprar, qué quiere contratar.
Que te escuche el bot de ia. Pero el gratuito no te recuerda, no sabe quién eres. De una vez a otra te ha olvidado. O eso dice. Seguro que a otro nivel están todas tus charlas indexadas a tu perfil. Revendibles somos y en Wallapop nos encontraremos. Wallapop de pensamientos perdidos, pronto se podrán copiapegar. En tiempo real. Para el particular no hay protección de datos. Lo tienen prohibido por ley, pero las empresas siguen llamando.
Acaso pienso que los demás, o un porcentaje mayoritario de los demás, se conforman (se cloroforman) con esa hiperrealidad del rendimiento, el yo vendible, el yo empresa, el tú cliente, los cuatro mantras enunciados arriba. Acaso pienso que los demás son como yo, bots con leves chispazos de humanidad exótica residual.
Pero los demás, un alto porcentaje, tienen otra vida. Sin otra vida el humano se muere. De hecho lo que caracteriza al humano es tener otra vida aparte de la habitual. Una vida imaginaria. El romanticismo oculto.
Hace falta otra vida para soportar esta. Puedes llamarla imaginaria, ideal, sublimaciones y ensoñaciones. Ambiciones ultrasecretas. ¿Cómo saberlo? La otra vida no se cuenta ni siquiera a uno mismo/a.
Lo que nos contamos suele ser externo, externalidades, externalizaciones, cantidades, cosas, datos. La película La estrella azul, creada por Javier Macipe, muestra que en alguna parte, en Santiago del Estero, en Argentina, hace veintitantos años al menos, existió una comunidad mágica, fuera del sistema que ya la abducía, un micromundo muy marginal, muy en la periferia. Al mismo tiempo, en España, ya se había consolidado la euforia comercial, la autoempresa, el criterio absoluto, el beneficio, el crecer y su mala conciencia, el crecer destruyendo. No se puede crecer sin destruir algo: células muertas, terrenos contaminados, aire recocido, personas sin vida. (Arsénico en las personas en Huarmey, Perú; la película Aguas oscuras, de Todd Haynes, 2019.) Solo el beneficio contable da la existencia. El éxito sostenible. Lo único sostenible es el éxito, el dinero creciendo. Tampoco sabríamos vivir/pensar de otra forma: el decrecimiento daña por los dos lados.
Esos dos mundos de La estrella azul que no pudieron encontrarse ni conectar, el mundo de ayer, el mundo de mañana-hoy, se funden ilusoriamente en un rockero a la contra de todo, de sí mismo, que cuando vuelve a España, a Zaragoza, fracasa también como apóstol de la chacarera: no puede juntar ambos mundos.
La peli es pura alma, pero además de mostrar esta tragedia personal sugiere (o a mí me lo parece) la presión del sistema que nos tritura (aunque solo sea porque el sistema no tiene rival, alternativa. Quizá el sistema nos aplasta porque está solo. Y el que está solo implosiona, se recuece).
Quizá el sistema sea bueno, óptimo, ideal… y aún no le hayamos pillado el punto. Todo desemboca en un dolor cualquiera, o en varios, que van a parar a una lista de espera, una lista muda que nunca dice cuánto falta. Los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en 2014, diez años en la peor lista de espera.
La película de Javier Macipe tal vez atisba el misterio insondable de las otras vidas y el crack contra el cristal blindado de la realidad. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).