Ilustración: Alejandro Magallanes

Hambre Barcelona

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para F.

Una mujer sola es un peligro, un peligro para sí misma pero sobre todo para los demás. Yo no sé en qué punto crucé esa línea, pero me está costando volver al otro lado, mi ánimo tiene altos y bajos tan violentos que a veces pienso que me voy a quebrar el cuello, me da frío cuando hace calor y no me queda un peso, pero igual creo que esta ciudad me conviene, aquí alcanza con poco, aquí un poco de nada te alcanza para días, puedes estirarla como un chicle que nunca se corta porque en realidad eres tú la que se estira mientras que la nada dura para siempre, especialmente si sabes manejarla. El dinero tampoco es el problema, es el hambre, el hambre Barcelona y el tiempo, cuarenta semanas y se acabará el planeta, viviremos en solo tres dimensiones, aunque parece que soy la única que se da cuenta, tal vez me equivoque por un par de días, pero es mejor irse a la segura. Lo primero es lo primero. Y lo primero es un nudo, una serie de nudos que te recorren el cuerpo; el de la boca no te deja hablar, el del pecho te estrangula los pulmones, el tercero te cierra el estómago, el cuarto te reseca la entrepierna y el último te taponea el culo, aunque lo más raro es que te gusta, es un alivio no tener que ocuparse del cuerpo, especialmente al principio, cuando te duele hasta respirar. Yo estoy segura de que en el futuro cometí un pecado grave, una falta imperdonable, y que por eso estoy así, si no cómo explicar mi estado actual sin caer en la teleserie: Marcos fuera de control, un monstruo hecho de brazos y piernas, ultradeforme, extremidades fusionadas como un tumor, gritando mientras yo meaba en un pedacito de plástico, tiritando de miedo, imaginando lo peor, que es otra de mis malas costumbres. Hay que pensar en positivo. Una vez tuve una amiga que trabajaba en un call center en Argentina, una especie de 911 que coordinaba los servicios de ambulancias del gran Buenos Aires. Solo le pasaban cosas terribles, emergencias en todas partes, los incendios empezaban a sus pies, los autos chocaban delante de sus narices, en la noche no podía dormir por las sirenas pero le gustaba, la hacía sentirse especial, una Furia, una parte oscura de la naturaleza. Yo en cambio llegué a Barcelona por amor, me vine sin maletas, solo con mi pasaporte, mi medallita de la Virgen y durante un año fui la mujer más feliz del mundo, viví un sueño, aunque ahora solo duermo cuando llego al agotamiento total y no me cabe el alma en el cuerpo. El mejor lugar que he encontrado es la terminal de buses. Me acuesto con un billete viejo en la mano, como si estuviera esperando la próxima salida y aunque nunca duermo profundo tengo unos sueños increíbles que se mezclan con la realidad. El otro día, por ejemplo, no sé si soñé o vi a una pareja de niños tomados de la mano. Siempre me han dado terror los niños enamorados, no hay nada más triste, en mi colegio había uno que me seguía, tenía seis años menos que yo, nos íbamos juntos en el transporte escolar y no podía mirarme sin ponerse colorado. Yo no lo soportaba, así que un día lo agarré, lo empujé contra un muro y metí su manita entremedio de mis piernas, por debajo de mi falda, para que entendiera bien con quién se estaba metiendo y de milagro no se desmayó. Pobrecito, no era nada feo, pero yo no podía aguantar esa responsabilidad. Los niños de la estación parecían hermanos, lo que lo hacía peor aún, estaban tomados de la mano en medio de un centenar de personas, un oasis en la multitud, y yo no sabía si pararme para ayudarlos o esperar a que llegaran sus padres, porque aquí nadie quiere a las latinas y a las chilenas menos, no vaya a ser que alguien llamara a la policía o, peor aún, a la salud pública, porque en mi estado no debería estar pasando frío, ellos llamarían a Marcos y él vendría a buscarme hecho una sola excusa, siempre despidiéndose de mí, me abrazaría e iríamos juntos al doctor para solucionar el problema, para volver a nuestra vida perfecta, eso lo puedo ver tan claro, lo que es raro porque yo solo puedo predecir el futuro lejano, lo que va a pasar mañana, o al día siguiente, no tengo cómo saberlo. Sí puedo saber, por ejemplo, que voy a terminar desangrada y que la vida se me va a escapar entre las piernas, pero no podría adivinar dónde voy a despertar mañana porque tengo que mantenerme en constante movimiento. Por suerte esta es la ciudad perfecta para eso, no porque haya demasiada gente, sino por el tipo de personas, tan diferentes que llega un punto en que se funden y deja de importar si eres mujer, hombre, argentina o senegalesa, lo importante es que seas rápida, que corras como el viento que sopla por las calles, tan fuerte que aquí no necesitan limpiarlas, solo esperan que pase una ráfaga y luego recogen lo poco que queda, los borrachos y los adictos, los turistas que lloran porque lo vieron todo y el mundo se les empieza a encoger. Para mí eso es lo más triste, los niños de la calle, los locos que viven de la basura, esas cosas no me afectan, pero un turista con cara de aburrimiento, un hombre al final de sus vacaciones arrastrando a su mujer y a sus dos hijos, eso me rompe el corazón, me dan ganas de abrazarlos y besarles las manos y mostrarles los lugares que no aparecen en los mapas, y que ni siquiera los locales conocen, esas trizaduras que la gente pasa de largo porque para verlas hay que estar escapando, evitar las calles transitadas, elegir caminos secretos. Esta ciudad no es muy grande, yo para desaparecer tuve que seguir una disciplina militar, vivir otros horarios, pero sobre todo no mirar a nadie a los ojos, caminar abrazando mi varita plástica contra el pecho como si fuera la llave de un tesoro, sus dos líneas químicas las letras de un nuevo alfabeto, un lenguaje de hormonas que me hincha las tetas, que nunca tuve tan grandes y firmes, y mi pelo que parece comercial de shampoo, largo y sedoso como para colgarse de una viga, para bajar una trenza desde lo más alto de la torre y escapar a caballo, aunque la forma más fácil de desaparecer sea caminando. Pocos saben hacerlo, mi primera caminata real duró veinticuatro horas, nunca pensé que fuera posible andar tanto. Partí en el herpetario del zoológico, rodeada de serpientes y anfibios con la piel translúcida, y al final del día había dejado la ciudad atrás y caminaba bajo la luz de la luna. Ya no sentía los pies cuando los metí al mar. No sentía frío ni calor, ni el agua salada mojándome los calzones, ni la arena entremedio de los dedos, solo unas ganas incontenibles de seguir caminando, como si mi piel se hubiera convertido en metal y las olas imantadas me jalaran hacia el fondo. Recorrí cien veces ese circuito, convencida de que mediante la repetición podía revertir el flujo del tiempo, y habría seguido dando vueltas desde el cocodrilo albino hasta la espuma del mar, si no hubiera sido por una mujer moribunda en las escaleras del edificio en que me dormí la noche que los guardias me corretearon de la estación de buses, en un espacio ciego poco más grande que un clóset al lado de las escaleras del primer piso, una cuevita, un pesebre con olor a meados alumbrado solo por una luz de emergencia en cuyo piso caí inconsciente. Me despertó la sirena de una ambulancia que se había estacionado afuera en la calle y pocos segundos después sentí ruidos en las escaleras y vi a una criatura con ocho piernas y dos ruedas bajando muy lentamente, con un esfuerzo enorme, una mezcla de piel, metal y plástico que descendía con infinito cuidado, emitiendo una queja continua, gemidos guturales apenas audibles que me hicieron pensar en Marcos acabando dentro mío, el culo de Marcos contraído por un orgasmo y su voz gritando mi nombre mientras yo escapaba calle abajo, salvo que en ese momento alguien encendió las luces del pasillo y vi que el monstruo de las escaleras eran tres tipos que bajaban a una anciana en silla de ruedas, y era ella quien se quejaba, su murmullo retumbando en las paredes mientras dos hombres sostenían los costados de su silla, tensos por el esfuerzo, y un tercero la sostenía a ella, como para alivianar el impacto de cada escalón, la agonía que le causaba hasta el más mínimo movimiento, y no vaya a ser que se tropiecen, alcancé a pensar justo en el momento en que uno de ellos dio un paso en falso y la mujer dejó escapar un aullido desgarrador, no sé de dónde sacaba las fuerzas si era prácticamente indistinguible en su silla, flaca, reseca y encogida, su cabeza pelada parecía una calavera, sus ojos hundidos en sus órbitas, su rostro desfigurado por una mueca de dolor, que no me vea, que no me vea, pensé, que por favor no me vea, y traté de hacerme lo más pequeña que pude, abrazando mis piernas como una pelotita, igual que si la estuviera imitando, pero no sirvió de nada, porque en el umbral mismo de la puerta, cuando las luces de la calle y los focos de colores de la ambulancia le pintarrajearon el rostro, la vieja abrió los ojos y los fijó en mí sin pestañear, y yo pude ver a la muerte al fondo de su mirada, igual que un esqueleto vestido de novia, aunque la visión duró una fracción de segundo, porque cuando intentaron subirla a la ambulancia la vieja le arañó la cara a uno de los enfermeros y se lanzó hacia delante con una fuerza que habría sido imposible imaginar al verla bajar las escaleras, chillando mientras la sujetaban entre cuatro y la amarraban a una camilla, estirando su mano hacia donde yo temblaba en la oscuridad y donde seguí temblando hasta que la sirena de la ambulancia ahogó el último de sus gritos. Ahí comenzó esto de caerse a pedazos, esta separación que ya no tiene vuelta atrás: al salir del edificio pude sentir y luego ver cómo me partía en dos y, mientras yo me quedaba en el marco de la puerta sin poder moverme, una copia perfecta de mí misma se acercó hasta donde había estado la ambulancia, recogió una moneda de un euro que encontró en el suelo y la guardó en su bolsillo antes de echarse a caminar en dirección a las Ramblas. Desde entonces sucede dos o tres veces por día, sin que pueda hacer nada para evitarlo: me veo tomar caminos distintos, cada decisión me vuelve a dividir y ya no sé si soy la que eligió quedarse dormida o la que se levantó corriendo a mear al baño. Recorrí los hospitales de la zona buscando a esa vieja, pero me trataron como una loca y en uno de ellos los guardias se llevaron a la versión mía que se rehusó a ser intimidada, la vi pasar chillando, sucia, panzona y desnutrida, y ahí mismo decidí gastar los últimos euros que me quedaban en una buena comida, para no morir de hambre como mi pobre abuela, que nadie quiso ver una vez que se murió, todos querían recordarla viva, yo fui la única que la conoció muerta, me quedé toda la noche con ella, examinando su cuerpo inerte, levantando su ropa para ver sus pezones retraídos, los caminos de sus venas, un paisaje que nadie volvería a recorrer salvo los gusanos y que desapareció para siempre cuando cerraron la tapa del ataúd. Qué rápido los enterramos, a mí me pareció más viva que nunca y me tortura pensar qué diría de mí si me viera ahora, sentada en el cementerio Poblenou esperando a una muerta que no conocí, dividiéndome, alejándome más y más, cada nueva copia se lleva un pedacito mío, un recuerdo, una memoria, una emoción específica, ya no reconozco el olor de Marcos, el calor de sus manos sobre mi panza, el sudor de caballo que trae desde su trabajo en el Club de Campo, estoy tan vacía que soy transparente, ayer me vi en el espejo de un baño en el Maremagnum, y podía ver el bichito que me crece adentro, sus manos y dedos diminutos, y la impresión fue tan grande que corrí hasta el agua y tuve que meter los pies para calmarme, inmóvil hasta que me rodearon esos peces que piden deseos al verte y a los que nunca se les acaba el hambre, bestias deformes capaces de tragar a un ser humano y a los que me habría entregado de cuerpo entero si una amiga no me hubiera tocado el hombro y preguntado si me había visto, ¿visto a quién?, le dije y solo después me di cuenta de que preguntaba por mí, que no me había reconocido, pero cómo iba a hacerlo, dijo que Marcos estaba desesperado buscándome, que tenía que volver a casa y que si me veía tenía que decírmelo, pero yo hace semanas que no me reunía en una sola persona así que le dije que no perdiera el tiempo, que nos iba quedando bien poco. Creo que entonces me bajó el pánico, un pánico en cámara lenta, porque una cosa es ser translúcida y transparente y otra muy diferente es que no te reconozcan, como si hubiera perdido mi atman, mi alma, mi Ka o se la hubiera llevado una de mis copias y yo solo retuviera el esqueleto de mi cuerpo, la voz y los huesos, una sombra, mi fuerza vital escapando, bajando por mis muslos como un niño que se mea tiritando de vergüenza, de pie como la primera vez que vi a una mujer desnuda, en un calendario que encontré en la pieza de mi hermano, una gorda en calzones de leopardo con una permanente en el pelo, sentada de rodillas con el culo apoyado en sus pantorrillas y su torso estirado hacia atrás, tetas kilométricas y la barbilla tan fina que sentí un tirón al medio de las piernas y tuve que correr al baño para no mojarme los pantalones, nunca supe manejar la vergüenza, jamás he sabido reconocer mis errores pero sí sé cuando he tenido suficiente. Hay gente que está dispuesta a todo con tal de vivir aquí, una de mis amigas trabajaba limpiando baños, en Chile era una mina con plata, verdadera aristocracia, y aquí una inmigrante cualquiera, limpiando la mierda ajena. Luego tomaba su sueldo y se lo gastaba en h&m. Durante un tiempo fue niñera, a ella que la había criado su nana, y amaba a las dos niñas que cuidaba, pero aborrecía al resto de la familia. El día que decidió renunciar le cortó todos los calzones a la dueña de casa, pensó en robar algunas de sus joyas, pero recordó que su madre las trataba a todas de ladronas y solo se llevó una foto de las niñas. Yo entiendo: a veces estás tan mal que lo pasas bien, te agarra un vértigo, la realidad tiene más peso, más colores, estás en carne viva, pero ya no puedo arrastrar esta panza y decidí que era hora de volver a la escena del crimen, que alguien pagara estas culpas, así que me puse de pie y tomé el hilo que me salía del pecho con ambas manos, le di dos vueltas alrededor de mi muñeca y lo seguí de regreso a mi casa, segura de dónde tenía que ir y de que al final de ese camino estaba yo, otra yo, una yo del futuro, más delgada que la cresta, flaca y famélica pero viva, entera y respirando, con el corazón blanco como un hueso roído, no me costó nada encontrar la llave aunque las escaleras me parecieron eternas, mis pies estaban cada vez más pesados, como esos sueños en que corres sin poder avanzar, toda tu fuerza de voluntad anulada por una física diferente, los últimos peldaños tuve que arrastrarme y para qué hablar del pasillo, no sé cómo pude alcanzar el picaporte, meter la llave, girar la manilla, tratando de que nadie me oyera, era cosa de tomar mis cosas, ropa, pasaporte, mi medalla de la Virgen y el pasaje de avión para regresar a Santiago, pero cada vez me costaba más, traté de abrir la puerta de mi pieza y mi mano la atravesó sin hacer contacto, entonces escuché un grito al final del pasillo, alguien que me miraba con mis propios ojos y que abrazaba a Marcos como si hubiera visto un fantasma, aunque yo la veo a ella clarito, tiene un brazalete de plástico atado en su muñeca, un recuerdo del hospital, con los ojos apagados de una muñeca de trapo y gritando la muy histérica, mientras Marcos la abraza sin ofrecerme un vasito de agua, una fruta, un pedacito de pan, cualquier cosa con tal de seguir en este mundo, jamás pensé que podía tratarme así, casi me gusta la forma en que él la mira, con espanto y sin amor, contando los días para dejarla, para dejarnos a las dos, qué importa, total a mí cuánto me queda si ya no soy capaz de ponerme de pie, tirada aquí en el pasillo con este dolor al medio del cuerpo, la sangre que me brota como una alcantarilla, burbujas carmesíes que tiñen la madera del suelo, llenas del oxígeno que no me entra a los pulmones y esa loca que no para de chillar, que apunta a la nada en que me estoy convirtiendo, boqueando como un pez con el anzuelo clavado, el gusano carnada que sacude sus dedos, sacándome la vida de un tirón, desgarrándome en dos y luego en cuatro, porque yo le dije que no estaba segura, no será mejor que nos casemos primero, no duele nada si lo hacemos al tiro, es entrar y salir de la clínica, e incluso lo cubre el Estado, aunque los dos seamos inmigrantes, lo que importa es que sigamos juntos, me vas a querer aunque engorde, para qué vamos a cagarla ahora, con toda nuestra vida por delante. ~

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(Rotterdam, Países Bajos, 1980) vive en Chile desde los doce años. Escribió los libros La Antártica empieza aquí (Alfaguara, 2012), Después de la luz (Hueders, 2016), y acaba de publicar Un verdor terrible (Anagrama, 2020), libro que ya ha sido traducido a seis idiomas.


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