Me piden que elabore un perfil de una escritora rara, excéntrica o poco conocida y elijo a Hebe Uhart sin dudarlo un segundo. ¿Por rara, por excéntrica o por poco conocida? No sabría precisarlo, pero creo que más bien por lo último. Justamente ahora, buscando más información sobre ella, leo que en el diario argentino Clarín la consideran “una escritora secreta”, y a mí se me está despertando una necesidad mesiánica de rescatarla, porque en España y en otros países de habla hispana la conocemos cuatro gatos y yo querría que tuviese más bien un enjambre entero de lectores. Presentarla desde aquí a sus lectores potenciales es, por lo tanto, una especie de ejercicio de seducción que espero llevar a buen puerto a través de la retórica y de las contribuciones de la propia escritora. Para empezar, mencionemos que Fogwill, que no iba por la vida derrochando elogios, la consideró la mejor cuentista argentina, y una generación de escritores de ese país se ha formado en los talleres que hoy, a sus 82 años, sigue impartiendo tanto en su casa como en Moreno, una localidad cercana a Buenos Aires donde Uhart nació en 1936.
Hace cuatro o cinco años cayeron en mi poder varias recopilaciones de crónicas de viajes que Uhart publicó en la editorial Adriana Hidalgo. Enseguida la subí al olimpo de escritoras notables. La razón principal es que la voz que elige para narrar, fácilmente identificable con la suya propia (“El primer personaje somos nosotros mismos”, afirma en su decálogo para escritores), combina dos rasgos que me entusiasman en cualquier persona: parece ingenua, despistada, pero en realidad no se le escapa ni un detalle de lo que sucede a su alrededor. Cuando la leo me parece estar viendo y escuchando a Piolín, el canario amarillo de los dibujos animados de la Warner Bros. que urde todo tipo de maldades para protegerse del gato Silvestre mientras dice, como si no se enterase de nada: “Me pareció ver un lindo gatito.”
Hebe Uhart es la reencarnación humana de Piolín. Su especialidad es tirar de la lengua a las personas con las que se topa para así obtener oro verbal que después empleará en sus textos, tanto crónicas como relatos y novelas. Ella dice que se hace la tonta cuando conoce a gente para así lograr que hablen y hablen.
¿Con quién podríamos emparentar a Hebe Uhart como escritora? Probablemente con su compatriota Aurora Venturini, por razones de nacionalidad, pero también porque ambas alcanzaron el reconocimiento tarde en sus vidas. Venturini a los 85 años, tras ganar en 2007 el premio de nueva novela que otorgaba el periódico Página/12 en Argentina; una Hebe Uhart catorce años menor vio publicados sus relatos reunidos en Alfaguara en 2010, en la misma colección que los de Cortázar, Onetti, Garro, Dinesen o Faulkner, una especie de Pléiade del cuento internacional.
Aparte de los vínculos mencionados entre las dos escritoras, muchos críticos y lectores coinciden en que en la obra de ambas el humor es un ingrediente esencial –me atrevería a decir que justo por eso su reconocimiento se hizo esperar– y destacan su característica sintaxis (pienso aquí en la frase de Beatriz Sarlo: “La marca de un escritor es su sintaxis”).
Otro escritor hermanable con Hebe Uhart sería Jorge Ibargüengoitia, por su finura para la crónica de viajes y por su capacidad para dar claves sobre sus compatriotas a base de recorrer sus hábitos sociales. Pero este parentesco es solo intuición mía, pues en el libro Las clases de Hebe Uhart, donde la escritora Liliana Villanueva, participante en su taller durante más de diez años, recopila los más sabios consejos de Hebe en su labor docente, no figura ninguna referencia al escritor mexicano de apellido más vasco todavía que el de la propia Hebe.
También la siento cercana a cualquier escritor uruguayo: a Levrero o a Felisberto Hernández, que me consta que lo tiene muy leído. Pero es que incluso la llego a imaginar uruguaya en ocasiones, quizá por ese perfil discreto que tiene, al menos en España, donde nunca se le ha visto en ningún festival o presentación, donde solo la conocemos a través de sus crónicas publicadas en Adriana Hidalgo, que sigue difundiendo la obra de Uhart con la esperanza de que arraigue.
Apenas conozco unos cuantos datos biográficos acerca de Hebe Uhart, cosa que no me pone fácil la elaboración de un perfil sobre ella. Solamente he encontrado detalles sobre su vida marital –tema que, de forma inevitable, acaba interesando a todo el mundo– en un perfil suyo que escribió Leila Guerriero en El País (en el de España, no en el diario homónimo uruguayo, donde, por cierto, Hebe Uhart fue columnista). En su charla con Guerriero, Hebe confesó que había estado con un hombre casado y que después pasaron otros hombres por su vida, de los cuales el más importante fue Ignacio, el poeta que bebía de más. Pero lo que parece importarle mucho más en la actualidad son las plantas de su balcón. Aparecen más plantas en su obra que escenas románticas, sin duda.
En una entrevista extensa publicada en La Nación de Buenos Aires, leo que vive en el barrio porteño de Almagro, en un noveno piso. ¿Y eso nos importa mucho? A mí no demasiado, porque no ubico el perfil socioeconómico del Almagro de allí (me acaban de confirmar que es un barrio de clase media-media). En realidad, si nos ponemos estructuralistas, todo dato biográfico tendría que ser irrelevante para acercarnos a los textos de cualquier autora, pero entonces nos pasaría quizás inadvertido su gran interés por Paraguay y por los paraguayos, cuya habla le parece divertida. Y el hecho de que se considere heredera directa de Felisberto Hernández. Cuando le preguntan por otras influencias literarias y por autores vivos que le interesan, menciona sobre todo a latinoamericanos y a estadounidenses. Europa y sus escritores apenas están presentes en sus declaraciones (leve y a la vez exagerada punzadita de dolor por mi parte).
Nunca la he visto en persona y todas las fotos suyas que encuentro en internet la presentan como una mujer septuagenaria o rozando los ochenta años. No sé si querría que fuese mi tía o mi tía abuela porque la encuentro demasiado inteligente, acostumbrada como estoy a mujeres moldeadas con el duro cincel del franquismo, que nunca osarían considerarse intelectuales. Me quedo entonces con ese perfil bajo para mis familiares, que me resulta más llevadero, y la perspicacia, el oído y el buen escribir se los dejo todos a Hebe Uhart.
¿Qué más aspectos suyos puedo desvelar? Al buscar a qué lenguas ha sido traducida, solamente me aparece en italiano el relato largo Traslochi. Si bien en el mejor de los mundos la leerían por todo el planeta, es también coherente que lo que escribió en su característico español del Cono Sur se lea en la lengua en que fue escrito.
Quiero saber si es simpática, si tiene buen carácter; tengo sed de anécdotas sobre ella, así que le pido a Eduardo Muslip, que acudió a su taller y es su amigo, que me cuente “cosas” sobre Hebe y en realidad ante una pregunta así no sabe qué responder. Interrogué después a Sergio Chejfec, quien me hizo ver que es una gran conversadora y que siempre tiene cientos de anécdotas para contar.
También sé que fuma cinco cigarrillos al día porque un médico le puso una cara muy severa al saber que fumaba diez diarios. Cada vez que enciende el sexto se acuerda del doctor y lo apaga rápidamente.
Tras escribir varios libros de relatos de títulos como Dios, San Pedro y las almas (su primera recopilación, publicada en el año 62), El budín esponjoso o Eli, Eli, Lama Sabacthani? (el título transcribe la versión original en hebreo del “¿Padre, padre, por qué me has abandonado?” que gritó Jesucristo en el Gólgota), fue por fin aupada al canon de cuentistas en 2010 al publicar sus relatos reunidos en Alfaguara.
En aquel momento ya estaba casi consagrada a la crónica de viajes. No sé si ella estaría de acuerdo conmigo, pero yo no distingo mucho entre ambos géneros cuando es ella quien los escribe. En cualquiera de ellos muestra un oído finísimo y los personajes que crea o recrea son desopilantes (no descarto repetir esto más adelante a lo largo del texto, pues son las principales virtudes de Hebe Uhart). Y no debo andar muy desencaminada, pues leo que ella misma sostiene: “Hoy los géneros se mezclan. Julio Ramón Ribeyro publicó textos que denominó Prosas apátridas no porque él no tuviera patria, sino porque eran mezcla de reflexiones, observaciones, relatos. Lo mío sería un poco así, entre la crónica, el cuento, la reflexión.”
Hebe Uhart es especialista en sacarle partido literario a los microcosmos de provincia; en sus crónicas no aparecen megalópolis o grandes capitales del mundo. (Ella declara: “Las ciudades grandes engendran deseos: quiero ir a comer, al cine […] en un pueblo te hacés bicho bolita: no se puede hacer nada”, y eso parece ser fuente de inspiración para ella.) Y si las hay, bajo su mirada estas tienden a aprovincianarse. En el relato “Iorá”, incluido en el volumen El gato tuvo la culpa, la narradora nos ofrece su visión de un Madrid de aires muy franquistas y provincianos:
La primera impresión que me llevé de Madrid fue que era un lugar de mando, de humillación, de cosas chotas y viejas. Cuando me acerqué a los cafés del centro, me extrañó la cantidad de viejos ufanos que había en cada mesa: se veía a cada rato a un viejo que hablaba sin parar a cuatro o cinco jóvenes que lo rodeaban respetuosamente. Esos viejos fumaban cigarros, tenían una tos de caballo que en cualquier otro lugar del mundo habría sido causa de muerte, pero se ve que la tenían dominada.
Ahí la veo repentinamente convertida en Larra, en una costumbrista levemente irritada, cosa que no me parece mal, pues el costumbrismo bien entendido tiene una voluntad crítica, de intervención en la realidad. Uhart, como Larra, como todo escritor que maneje el humor con destreza, se distancia de la situación que mira y solo con describirla ya se coloca en una posición crítica.
La descripción es de verdad su fuerte: leyendo De la Patagonia a México (publicado en Adriana Hidalgo) me parece conocer personalmente a esas dos mujeres con las que la cronista se encuentra en El Bolsón, al sur de Argentina, solo por el par de datos que nos proporciona sobre ellas: no se tiñen el pelo y hacen parto natural. Uhart apenas emite opiniones: simplemente describe lo que ve y produce así el acceso a un conocimiento total. No se olvida tampoco de copiar los letreros que ve en la feria de El Bolsón, que nos muestran de un plumazo el ambiente del lugar:
Hamburguesa vegetariana (de garbanzo, de quinoa)
Danzas Circulares
Canto y danzas sagradas
Con Laura de Rementería, de Santiago de Chile
Doma natural, conectándose con lo mejor del caballo
Ahí lo deja, se marcha de esa escena de modo abrupto para pasar a otra, a la charla de don Atilio Curiñanco, pero nos deja con esos carteles y con ese “conectándose con lo mejor del caballo” como avisándonos de lo que nos espera en El Bolsón.
Los principales adjetivos que ha recibido en sus críticas son “campechana”, “desprejuiciada”, “naíf” o “alocada”. De su escritura se afirma a menudo que tiene naturalidad, y muchos se preguntan cómo se consigue eso. Acudiendo de nuevo a Las clases de Hebe Uhart de Liliana Villanueva obtenemos una posible respuesta: “Hay que saber escuchar lo que dice la gente y cómo lo dice, estar pendientes de las expresiones que la gente usa. Es más importante el tono, el ‘cómo lo dicen’, que lo que dicen. En ese ‘cómo’ se ve al personaje.”
Es capaz de hacer hablar hasta al gato: precisamente en el cuento (¿o es una crónica?) titulado “Mi gato”, la narradora es prácticamente una ventrílocua de su mascota: “Cuando toma yogurt se lame con él todo el cuerpo y parece decirme: ‘Por fin me refresco.’ Pero ojo, que cuando la carne no le gusta, la rechaza con una patadita que quiere decir ‘Está incomible’.”
Otra de sus recomendaciones para mirar su entorno: “Si uno vive siempre en una misma clase y no sale de ahí, no tiene más que hábitos de clase y pierde la riqueza en la mirada desde distintos ángulos, lo que da solvencia al escribir. Hay que tratar de pensar un poco ‘frangollando’, pensar con mezclas.” Creo que esto sirve para todos: para quienes escriban desde una alta burguesía que estira el dedo meñique al beber, pero también para los que solo miran a los miembros de familias disfuncionales sin medios económicos. Hay que mirarlo todo; no lo digo yo, lo dice Hebe Uhart.
Para convencer a quienes leen esto de que en su día a día como lectores han de colmar una enorme laguna llamada Hebe Uhart, me voy a detener en el relato “El mono Alberto y la antropóloga norteamericana” (publicado en El gato tuvo la culpa, Blatt & Ríos, 2014). La protagonista es, como se anuncia en el título, una antropóloga norteamericana llamada Linda Johnson. No sé ustedes pero yo, ya desde el título, visualizo con claridad a Piolín diciendo: “Me pareció ver a una linda antropóloga norteamericana”:
[Linda Johnson] Tuvo después una pareja más estable con un antropólogo con quien vivió en la Florida para estudiar al lagarto. Era una relación de intercambio intelectual y de tareas comunes: medir al lagarto, pesarlo, marcarlo, etc. El sexo, en ese ambiente cálido y verdoso, se daba de manera tan natural como el comer y el tomar agua.
¿Por qué estallo de la risa cada vez que pienso en esos dos antropólogos norteamericanos que juntos miden y pesan a diario a un reptil? ¿Por qué imagino tan claramente sus coitos medio anodinos y como de principiantes crónicos? Hay un tono serio, neutro en realidad, en la superficie, pero por debajo, en una especie de corriente subterránea, hay una mujer que, mientras maneja los hilos de la narración, se está divirtiendo enormemente.
De nuevo los animales son personajes con tanto fundamento como cualquier humano en los relatos de Uhart (alterno entre Hebe y Uhart porque a veces me siento excesivamente confianzuda con esta maestra que yo misma he adoptado sin que ella lo sepa): el mono Alberto, el siguiente animal del que se ocupa Linda Johnson tras abandonar el estudio de los lagartos, es infinitamente más inteligente que su antropóloga de cabecera: escupe con disimulo el falso té que le hacen beber, traído directamente del departamento de biología de la Universidad de Illinois. Linda, al detectar esta conducta, le escribe en un tablero (porque el mono sabe leer): “Un caballero no escupe el té.” Alberto, por su parte, escribe también: “No soy un caballero. Soy el mono Alberto.”
Este don para imaginar el mundo animal procede de sus muchas lecturas al respecto. Pero dejémosla hablar a ella:
Los pájaros, monos y viñetas de gente con animales ofrecen un suculento imaginario. Mi interés por los animales, sobre todos por los monos, tiene muchos años. Me puse a leer sobre aves, especialmente sobre loros, porque al revés de lo que se cree, que repiten automáticamente lo que aprenden, se ha descubierto que no es así. El loro gris de la India, que ha sido educado, sabe formas y colores, tiene en eso la inteligencia de un chico de 4 años. Cuando se lo comenté a la encargada del edificio me contó que su loro hace ciertas cosas especiales, que si ella está cocinando y suena el teléfono (la hija se llama Leonella) el loro grita: ‘¡Leonella, atendé!’ Lo fui a visitar. Es un loro que echa a los perros cuando molestan, se ríe con risa de persona, hace su show.
Por supuesto que fantaseo con haber participado en el taller de Hebe Uhart. Para empezar, como no le gusta que lleven dulces al taller –creo que eso lo comenta Liliana Villanueva en una entrevista de un canal de televisión argentino–, me quedarían mejor ciertas prendas de ropa que ahora no me atrevo a ponerme. Pero de verdad que mi escritura se habría visto influida por la suya hasta extremos preocupantes. Y habría leído más y mejor a Simone Weil, Flannery O’Connor y Felisberto Hernández, autores que menciona a menudo en sus talleres. Y también a Erskine Caldwell, un novelista estadounidense nacido en 1903 del que nunca antes había oído hablar hasta que ella lo mencionó en una entrevista.
Y estas elucubraciones narcisistas, ¿a quién le interesan? Dejen de leer esto y pónganse ya con Hebe Uhart, se los suplico. ~