Es el sistema filosĆ³fico mĆ”s perfecto: el que tiene menos desarticulaciones, el mĆ”s āoperableā, aunque requiera un operario experto. El ingreso al sistema demanda entrenamiento y disciplina. Por lo pronto, contar con un vocabulario tĆ©cnico preciso, igual que un alpinista requiere su piolet y sus crampones. Una vez dentro, el engranaje de la mĆ”quina se mueve sin demasiado ruido y produce conocimiento verdadero en sus dos Ć”mbitos pertinentes. āToda filosofĆa ādijoā es teĆ³rica o prĆ”ctica. La filosofĆa teĆ³rica es la regla del conocimiento; la filosofĆa prĆ”ctica es la regla del comportamiento en lo que ataƱe al libre albedrĆo.ā AsĆ comienzan sus Lecciones de Ć©tica, y hay que notar la palabra que se repite: regla.
Kant tenĆa reglas para todo: para usar el paƱuelo, para envolverse en las cobijas, salir a la calle, los horarios de comida, de paseo, de dormir. Los vecinos ajustaban el reloj segĆŗn sus caminatas, por supuesto, cotidianas. En su obra, el vocabulario de las obligaciones es, ademĆ”s de muy preciso, muy amplio: reglas, leyes, responsabilidades, imperativos… Y para los dos Ć”mbitos: pensar y hacer. Dicho y hecho, con una congruencia que, vista de fuera, da miedo.
Esa es la primera imagen que asalta a su lector: un Ć”mbito severo y rĆgido. Pero hay un error en imaginar a Kant como un paciente de trastornos psicolĆ³gicos y dedicado a restringir toda espontaneidad. HabrĆa tenido motivos, y hubiera sido una buena vĆctima de esas que gustan a nuestra Ć©poca, pero no: era libre, pese a cualquier circunstancia. Sabemos que era bajito, de pobre complexiĆ³n y feo, que nunca se casĆ³; que su vida fue muy modesta, aunque no pobre; que tuvo poca suerte en la academia: muchos aƱos de clases, y recibe su primera cĆ”tedra, cuando elabora su DisertaciĆ³n inaugural, a los 46 aƱos. Siguen otros diez aƱos sin publicaciones y, despuĆ©s, el diluvio filosĆ³fico mĆ”s intenso de la historia. Una madurez redonda. Sus biĆ³grafos se han divertido con relatos reales o imaginarios, o con preguntas morbosas acerca de su sexualidad o sus amores, o con envidiables recuentos de su fama de gran conversador en las fiestas y banquetes. Era de presunciĆ³n contar con Ć©l como invitado a cenar o, mĆ”s tarde, cuando Kant tuvo holgura econĆ³mica, ser un suertudo invitado a cenar en su casa. Por supuesto, tambiĆ©n tenĆa reglas para los banquetes. Se apropiĆ³ una de lord Chesterfield: los invitados, āni menos que las Gracias, ni mĆ”s que las Musasā, es decir, entre tres y nueve. La conversaciĆ³n debĆa comenzar con asuntos recientes, de interĆ©s comĆŗn, y continuarse con participaciones individuales reflexivas y de profundidad y terminar con un lapso en donde caben risas y bromas, para irse todos a dormir de buen humor. ĀæLa funciĆ³n prĆ”ctica? Las conversaciones nos hacen mĆ”s inteligentes y nos llenan de nuevas percepciones sobre el mundo. Y la felicidad no es mostrenca.
Hemos perdido de vista que la rutina y la repeticiĆ³n, ademĆ”s de racionales, son un estupendo Ć”mbito de libertad. Es absurdo acusar a Kant, del mismo modo que acusar a Joseph Haydn, de rigidez cuando aquel dispuso su formalizaciĆ³n de la sinfonĆa o los cuartetos de cuerdas. Y no es la Ćŗnica relaciĆ³n entre Haydn y Kant. Por lo pronto, quien quiera entenderse con Kant ha de comprender que las reglas exteriores liberan a la imaginaciĆ³n, la reflexiĆ³n, el alma, de ocuparse en nimiedades y contratiempos. Las reglas de Haydn no restringen la sinfonĆa: la hacen posible.
En todo caso, es necesario tener eso en cuenta, porque no es un asunto menor en la filosofĆa kantiana: la relaciĆ³n entre la ley (norma, regla) y la libertad nunca es silvestre. QuizĆ” resulte mĆ”s arduo para los espĆritus latinos, proclives a la deliciosa incontinencia de Rousseau, y susceptibles de creernos los cuentos de que la libertad es una ausencia de lĆmites. Son deliquios sin objeto, porque la razĆ³n de suyo existe entre lĆmites: es esos lĆmites. Y la libertad sin razĆ³n no es imaginable ni en la fĆsica, ni en la biologĆa, ni en el ser humano. Desde ahĆ hay que entender a Kant. No es ley aquella que no se avenga a la razĆ³n universal. Las demĆ”s, como la actual andanada legiferante para grupos, colectivos o identidades, son āleyes patolĆ³gicasā. Incluso el deseo, que se presenta como imperativo y tiene fuerza coercitiva, es una āley patolĆ³gicaā.
SĆ, Kant abunda en tĆ©rminos jurĆdicos que utiliza con intransigencia tribunalicia, pero despuĆ©s de unas pĆ”ginas se vuelven, ademĆ”s de necesarios, idiosincrĆ”ticos y hasta simpĆ”ticos, por su insistencia.
Desde su filosofĆa sistemĆ”tica el panorama es sublime, pero el camino estĆ” lejos de ser una carretera pavimentada porque es la primera vez que se recorre. El trayecto se hace sobre una carroza del sigloĀ XVIII, sin muelles, de las que llamabanĀ rippenbrecherĀ (āquebranta-costillasā). En su filosofĆa crĆtica se propuso tres preguntas especĆficas y ofreciĆ³ tres respuestas: āĀæQuĆ© puedo conocer?ā, que responde en laĀ CrĆtica de la razĆ³n pura; āĀæQuĆ© debo hacer?ā, en laĀ CrĆtica de la razĆ³n prĆ”ctica, y āĀæQuĆ© puedo esperar?ā, en laĀ CrĆtica del juicio. Una cuarta pregunta, que resume a las anteriores, āĀæQuĆ© es el hombre?ā, queda explorada, no resuelta, en toda su obra, pero es mĆ”s visible en sus ensayos.
Es cosa comĆŗn de los filĆ³sofos morirse sin terminar su sistema. Kant podĆa dejar diez, quince aƱos entre el inicio de una obra y su conclusiĆ³n, y no dejĆ³ agujeros. Los estudiantes de filosofĆa enfrentan un rival invencible, pero tienen que pasar por esa derrota: la filosofĆa no se hace con talento sino con carĆ”cter. Si el tiempo fuera suficiente, habrĆa preferido iniciarme en Kant por sus ensayos: ni uno solo de ellos es ocioso o inĆŗtil, son siempre accesibles, por mĆ”s que no fue el mejor escritor; en todos hay formas prĆ”cticas de la filosofĆa y, en mi particular percepciĆ³n, la discusiĆ³n mĆ”s viva y actual estĆ” ahĆ, en sus ensayos y, muy especialmente, en la forma actual con que todavĆa nos relacionamos con la historia, la polĆtica y la ciudadanĆa. Y a esto volverĆ© mĆ”s adelante.
Para la lectura de las obras mayores de su sistema encuentro dos sugerencias. Una, la lectura lenta y disciplinada (un arte de leer casi en desuso). El cansancio genera confusiones. La segunda es personal, pero no rara. Digamos que, para leer a PlatĆ³n, AristĆ³teles, incluso Descartes, y no se diga a Hegel, dispuse siempre de una abundante bibliografĆa de guĆa. Pero con las CrĆticas de Kant, en vez de ayuda solo hallĆ© confusiĆ³n y extravĆo en los libros de apoyo. La mejor manera es el libro solo, y un lĆ”piz y un cuaderno. El cuaderno me servĆa para ir apuntando los conceptos centrales y reiterados: a priori y posteriori; analĆtico y sintĆ©tico; juicio, concepto, categorĆa… Luego queda claro: la precisiĆ³n kantiana no es una simple equivalencia terminolĆ³gica, sino un rango de conceptos pertinentes. Por ejemplo, Kant menciona varias veces su āimperativo categĆ³ricoā, pero lo formula de distintos modos: en la FundamentaciĆ³n de la metafĆsica de las costumbres (1785) tiene cinco versiones; otra, la mĆ”s famosa, en la CrĆtica de la razĆ³n prĆ”ctica (1788), lo llama āLey fundamental de la razĆ³n pura prĆ”cticaā; y al menos una mĆ”s, en la MetafĆsica de las costumbres (1797). No es una definiciĆ³n lacrada sino el establecimiento de tres relaciones: el conocimiento, la ley y la moral. No de modo abstracto āy aquĆ es donde la mordedura transforma a todo lectorā sino concreto: esa relaciĆ³n estĆ” en la raĆz de toda conciencia libre: āLa autonomĆa de la voluntad es el Ćŗnico principio de todas las leyes morales y de los deberes conformes a ellas; toda heteronomĆa del albedrĆo, en cambio, no solo no funda obligaciĆ³n alguna, sino que mĆ”s bien es contraria al principio de la misma y de la moralidad de la voluntad.ā
Las obras monstruosas del monstruo filosĆ³fico no son una ingenierĆa de partes intercambiables, y no es con sustituciones simples como ha de comprenderse. El camino es arduo. Quien lo ha recorrido no es el mismo que quien lo iniciĆ³: ha perdido las formas culpables de la ignorancia. La responsabilidad que se adquiere, tanto en la disciplina de pensar como en la de actuar, vuelve imposible el refugio que antes pudo llamarse inocencia o ingenuidad.
Sus ensayos son exploraciones parciales, o formas de la curiosidad que, aunque vengan de su filosofĆa severa, se parecen a las cenas del genial conversador con quien todo mundo querĆa pasar la velada. No dependen de haber leĆdo sus obras mayores, aunque sus discĆpulos de filosofĆa reconocen muchos de los mismos temas tratados allĆ”. AdemĆ”s, con una gran ventaja: la sencillez y soltura con que Kant enlaza algunos temas que, en las CrĆticas, o la MetafĆsica de las costumbres,se tratan con discernimiento metodolĆ³gico, en sus ensayos aparecen como formas coloquiales. Por ejemplo, esas formidables aseveraciones tajantes con que comienza ĀæQuĆ© es la IlustraciĆ³n? āāLa ilustraciĆ³n es la salida del ser humano de su culpable inmadurezā¦ Ā”Ten el valor de servirte de tu propia razĆ³n!… Ā”Es tan cĆ³modo no estar emancipado!āā se hallan de modo anatĆ³micamente analizado en las obras mayores, paso a paso, pero en este ensayo son desafĆos sĆŗbitos, entre conciudadanos que bien pudieran estar discutiendo en la plaza o en la mesa, adonde Kant ha traĆdo su exigencia de responsabilidad para todo interlocutor.
Que tenga obras que llamamos āmayoresā no significa que los ensayos sean āmenoresā. Son solamente mĆ”s accesibles, pero de menores no tienen nada y, sĆ, en cambio, aƱaden algo de importancia a su obra mayor: la latitud de su pensamiento polĆtico y su convicciĆ³n cosmopolita.
Kant podĆa ser duro, pero no cerrado ni gazmoƱo; intransigente, pero nunca mojigato. Tal vez nadie haya tenido una idea mĆ”s precisa de la libertad. Ni Rousseau, ni Voltaire, tampoco los revolucionarios y ni siquiera Hume. MĆ”s embellecidas, o mĆ”s encantadoras, quizĆ”, pero no mĆ”s precisas. Primero, como caracterĆstica necesaria para concebir toda vida humana adulta. Y en los dos sentidos de la libertad polĆtica, donde āser libreā implica un Ć”mbito, mĆ”s o menos amplio, de acciones no controladas por el Estado (que Norberto Bobbio distingue como el āsignificado constante en la teorĆa liberal clĆ”sicaā), y un segundo significado que se le reconoce a la teorĆa democrĆ”tica, pero que Kant introyecta hasta la conciencia de la voluntad autĆ³noma del individuo: no se trata de āno tener leyesā sino de la facultad responsable de ādarse leyes a sĆ mismoā. Los lectores de la CrĆtica de la razĆ³n prĆ”ctica ya reconocerĆ”n aquĆ la famosa antinomia entre el āsupremo bienā y la āley moralā: āsi el supremo bien es imposible, segĆŗn reglas prĆ”cticas, entonces la ley moral que ordena fomentar el mismo tiene que ser tambiĆ©n fantĆ”stica y enderezada a un fin vacĆo, imaginario, por consiguiente, en sĆ falsoā. En aquella obra, Kant supera la antinomia de modo admirable y consistente, pero implica un acto de voluntad del individuo para relacionar dentro de sĆ, en su conciencia, los dos valores supremos.
Este es el centro de la modernidad que todavĆa habitamos. Y es el corazĆ³n que irriga muchos de los grandes ensayos kantianos. Se trata de conformar, hacer armĆ³nicas en un mismo acorde, la ley del Estado y la ley que la conciencia se da a sĆ misma. Y acabemos con las salidas falsas: no hay receta ni medicamento para ese problema: cada persona, cada ciudadano ha de ser y hacerse responsable de legislarse, si ha de ser libre.
Goethe, en la primera parte del Fausto, pone el asunto en boca de MefistĆ³feles, cuando algunos estudiantes buscan al Dr. Fausto: pobres de ustedes, āel Derecho y la Ley les vienen por herencia, como una enfermedad inacabable, se deslizan de generaciĆ³n en generaciĆ³n… La razĆ³n se hace absurdo, la bondad, perjuicio, Ā”y ay de ti, que eres un nieto!ā. La impronta kantiana estĆ” hecha. Por mĆ”s que rechazara la obra de Kant, motejĆ”ndola de āconfusaā, el confuso Herder no pudo eludir el desafĆo legislativo en que se anudan la conciencia individual y la ley positiva. Un siglo despuĆ©s, Renan hizo famoso su apotegma: āuna naciĆ³n es un plebiscito de todos los dĆasā, que cundiĆ³ como pĆ³lvora en Europa y por toda AmĆ©rica Latina. Pero se equivocaba, porque creyĆ³ que sus influencias eran Goethe y Herder y, por eso, fue a dar en que āuna naciĆ³n es un alma, un principio espiritualā. No: el origen de la idea es Kant, y la naciĆ³n es un ejercicio racional y jurĆdico. Pero, entendido o tergiversado, el contagio kantiano no tiene remedio: no se puede ser ciudadano sin convertirse en co-legislador.
Durante toda la historia, la gente ha tenido necesidad de hallarse una pertenencia: a una religiĆ³n, una lengua, una tribu, un territorio. El rasgo moderno es reconocerse en el tiempo. Resulta ridĆculo imaginar a Alfonso X decir cosa como: ānosotros, en tanto partĆcipes de la Alta Edad Media…ā. Las denominaciones de corrientes culturales o Ć©pocas han sido casi siempre posteriores. Con algunas excepciones, pero, de nuevo, adopciĆ³n de estilos o escuelas. Hasta la IlustraciĆ³n, que fue muy consciente de hallarse en un momento histĆ³rico. Pero Kant hizo algo completamente nuevo: ademĆ”s de situarse respecto de la historia, en tiempo y lugar, se da perfecta cuenta de que su propia conciencia surge al mismo tiempo que su propia responsabilidad moral, jurĆdica y polĆtica. Ya no es la responsabilidad heterĆ³noma, que podĆa venir de una religiĆ³n o una nacionalidad, de su lengua o de su clase, o de ningĆŗn factor externo: es la responsabilidad de hallarse libre y, por lo tanto, autĆ³nomo y, de nuevo, responsable de legislarse a sĆ mismo conforme a la razĆ³n.
Kant toma la temperatura de la Ć©poca. Se da cuenta, como Adam Smith, de que habitamos un mundo interconectado y en sincronĆa, y entiende por primera vez que la libertad no es una opciĆ³n sino el Ćŗnico modo de habitar el mundo. No incurre en las victimizaciones de Rousseau y no percibe a un alma buena y libre a la que le caen cadenas. No importa si nacimos libres o no; somos libres porque tenemos la obligaciĆ³n de tomar decisiones libres.
Kant descubriĆ³ un modo, el Ćŗnico, en que una persona debe habitar en el tiempo. Digamos que, desde AgustĆn, la divisiĆ³n del tiempo dejaba una responsabilidad solo presente. El pasado āya no esā y el futuro ātodavĆa no es ā. La realidad del ser es el presente. Pero en el sigloĀ XVIIIĀ las cosas comienzan a cambiar. Desde Winckelmann, entre otros, ha comenzado la arqueologĆa, y las ruinas y los vestigios del pasado histĆ³rico valen tal cual: como ruinas y registros, como un pasado empĆricamente presente. Las edificaciones dejan de ser viejas para transformarse en antigĆ¼edades, dejan de ser material para otras construcciones o demolerse. El pasado todavĆa es. Y el futuro deja de ser ese tiempo aĆŗn inexistente: tiene con nosotros una relaciĆ³n viva, no empĆrica, desde luego, sino moral. El optimismo de Kant no tiene nada de ingenuo y puede ser incluso atemorizante. A la pregunta deĀ Si el gĆ©nero humano se halla en progreso hacia mejorĀ ālos tĆtulos no son el fuerte de Kantā responde metĆ³dicamente que sĆ: que hay un progreso, hay mejorĆa y no en asuntos de tĆ©cnica sino en la moral, que va lentamente formalizĆ”ndose en leyes. Un progreso moral.
Es la verdadera conciencia histĆ³rica: responsable de sĆ, respecto del tiempo, del espacio, de uno mismo y en relaciĆ³n con los demĆ”s. La autopercepciĆ³n no es un asunto solamente de la fenomenologĆa, ni del conocimiento, sino de la Ć©tica, esa Ć©tica que nos hace obligatoriamente libres.
En su ensayo de AntropologĆa prĆ”ctica ha dicho que el ser humano posee tres facultades: el talento, el temperamento y el carĆ”cter. Las dos primeras son innatas y se dan de modos variables, pero del carĆ”cter dice que āno se trata de algo innato, y por ello puede ser reprobado, al contrario de lo que ocurre con el temperamento y el talento. Un hombre posee un modo de pensar cuando ostenta ciertos principios prĆ”cticos y no solo principios lĆ³gico-teĆ³ricos. El carĆ”cter configura la libertadā. Es decir: de la responsabilidad moral, la autonomĆa de la voluntad, no queda exento nadie, ni los tontos, los cobardes. No hay escapatoria.
Y tampoco la hay ni en sentido polĆtico, ni cosmopolita. Algunos de sus ensayos tienen calado como para considerarse entre los tratados filosĆ³ficos. Es el caso de La paz perpetua. Una obra mayor del pensamiento polĆtico. Ya no estamos en la esfera del sujeto sino en una apuesta optimista que supone posible la paz mundial duradera. Las caracterĆsticas de su ciudadanĆa se trasladan, minuciosamente analizadas, a los Estados nacionales. La autonomĆa de una sociedad que se ha dado leyes a sĆ misma, segĆŗn la razĆ³n, se llama RepĆŗblica. Y con el concurso de la responsabilidad presente, poco a poco irĆ” llegando la historia al momento en que todos los paĆses sean repĆŗblicas autĆ³nomas. Entre ellas no podrĆ” haber violaciones de autonomĆa y, por lo tanto, la guerra habrĆ” de terminarse. No se trata de una aspiraciĆ³n, ni de un anhelo, ni de buenos deseos: es pensamiento analĆtico serio y duro. Y no dejo de pensar que, en ese mismo aƱo de 1795, un mismo EspĆritu, el de la paz racional, eligiĆ³ expresarse de dos modos y soplĆ³ para Kant y Haydn. La paz perpetua va con la Missa in tempore belli. QuizĆ” pasaba a despedirse: el siglo que sigue a Kant, como nuestros propios dĆas, decidiĆ³ que las leyes patolĆ³gicas son motivos vĆ”lidos para matar y morir. Y ante la sinrazĆ³n, Kant no solo es, sino que debe ser nuestro primer contemporĆ”neo. ~