Ibargüengoitia y Montemayor al francés

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Dos novelas mexicanas
Jorge Ibargüengoitia, Les Conspirateurs, traducción del español de F. Gaudry, Phébus, París, 2000, 119 pp.
      
      
     Carlos Montemayor, Guerre au Paradis, traducción del español de Anny Amberni, Éditions Gallimard, 1999, 443 pp.
      
     Las armas y los caballos recorren la literatura mexicana desde el siglo XIX. Pero es con la novela de la revolución de 1910 cuando el pacto naturalista se rompe, y aquella ingenua alma romántica se disuelve en relatos donde la misión edificante e idílica que caracterizaba a las fábulas realistas del XIX abren el paso a horizontes de contemplación impasible y minuciosa de la violencia y la barbarie (Martín Luis Guzmán y Mariano Azuela) o a realidades donde lo barroco, lo esperpéntico y lo cómico (voluntario o no) se imponen como coordenadas ineludibles ( R. J. Muñoz, Agustín Yáñez).
     La estética de la fragmentación, la narrativa como un ars combinatoria o collage de documentos, textos y leyendas diversos, la explosión del monólogo en una suerte de museo serán algunos de los rasgos que definirán los microcosmos narrativos de Juan Rulfo o aun el centaurismo galopante de un Carlos Fuentes.
     A pesar de los ejercicios vanguardistas de este último (particularmente en La muerte de Artemio Cruz) y de que la novela cristera realizó algunas exploraciones valiosas en el arte de contar la guerra —y más particularmente: la guerrilla—, la narrativa mexicana, cuya órbita sigue la de la violencia armada, parecía estancada en sus recursos y procedimientos. La aparición de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) en la literatura mexicana con Los relámpagos de agosto, La ley de Herodes, Maten al león, Estas ruinas que ves, Las muertas (Les mortes, Bellfond, 1984), Dos crímenes (Deux crimes, Gallimard, 1993), Los pasos de López (Les Conspirateurs), para no hablar de su teatro y de su obra ensayística y periodística, vino a renovar y reanimar géneros y actitudes. Una combinación de sátira, parodia, realismo ultrajante, cáustico sentido del humor, reducciones al absurdo, caricatura, velocidad narrativa, economía descriptiva y gracia para enredar y desenredar intrigas está en la raíz de la eficacia literaria de Ibargüengoitia. Eficacia, desde luego, humorística y autocrítica donde la estupidez y lo macabro no son más que pretexto renovado para la imaginación satírica.
     El diálogo entre narración histórica y novela picaresca se da en la novela Los pasos de López, que retoma algunos episodios del movimiento de Independencia que, en 1810, se inició en México en contra de España: bajo el personaje de don Periñón se disfraza una de las figuras del Panteón Nacional: el cura Hidalgo, quien morirá ejecutado en 1811 y cuya cabeza será expuesta en una jaula como advertencia a los futuros sediciosos. Matías Chandom, el teniente de artillería, podría representar a algunos de los otros conspiradores: Abasolo o Allende. En realidad encarna el oportunismo y la improvisación, la ingenuidad y la tendencia irresistible a la traición. Bajo su vestuario de personajes acartonados que recuerdan a los de La comedia dell’arte, los tipos evocados por Ibargüengoitia no tienen una psicología tan primitiva que no les permita traicionar y desdecirse a cada paso: por ejemplo, el primer conjurado es ni más ni menos el corregidor, ¡el representante del rey! Entre la traición y el altruismo, la narración fluye impasiblemente destruyendo a su paso los idola fori de la mitología nacional que la alimenta. Ibargüengoitia sobrevuela con graciosa agilidad batallas y conspiraciones, episodios bochornosos y comedias galantes, haciendo sentir que la historia está hecha de locura y que el historiador tiene no poco de cronista del absurdo.
     Pero la novela es aérea y, a pesar de lo reducido del mundo que retiene, su movimiento evoca un espacio literario que recuerda, de un lado, la soledad singular de los paisajes de Stendhal y, del otro, la elasticidad del espacio, característica de un conte philosophique —espacios, por cierto, muy lejanos de la perspectiva titánica o patética que caracteriza a las novelas y escenarios de Carlos Fuentes (en La campaña —La campagne d’Amérique, Gallimard, 1994—) o de un Fernando del Paso (con Noticias del ImperioDes nouvelles de L’Empire, Fayard, 1990—).
     El tratamiento del espacio es precisamente uno de los secretos de la novela de Carlos Montemayor (1947): Guerra en el paraíso. Con esta novela publicada en 1991, se renueva la narración épica, el relato de la guerra y de la guerrilla contemporáneos en México y aun diríamos en América Latina, a pesar de que la bibliografía literaria de la insurgencia armada no es en modo alguno breve. La novela de Carlos Montemayor no apunta a recrear el ambiente y el mundo de un grupo particular, sino a armar un escenario, un espacio narrativo donde se cruzan y convergen los más diversos puntos de vista. También, a diferencia de un testimonio directo, la novela de Montemayor está armada en función de una verdad novelesca y de una transparencia imaginativa.
     La guerrilla de Lucio Cabañas, que se desarrolló en…

La guerrilla de Lucio Cabañas, que se desarrolló en el estado de Guerrero a finales de los años sesenta y principios de los setenta, es el asunto de esta novela armada sobre una amplia documentación y donde los puntos de vista de los diversos actores (guerrilleros, militares, políticos, ciudadanos comunes y corrientes) se entretejen para armar uno de los espacios narrativos más complejos de la novela mexicana contemporánea. El libro se presenta como una recreación de la historia, como una ficción política en la que todos los datos, lugares y actores son reales y sólo es imaginaria la recreación, el perfil simpático o antipático que los personajes suscitan. Cabría dividir en cuatro grupos a los actores de esta guerra que en última instancia parece prometer el fracaso a todos los bandos: el guerrillero Lucio Cabañas, una especie de Emiliano Zapata, en quien se renovó la tradición insurgente y guerrillera mexicana, y sus colaboradores, amigos y partidarios; el segundo grupo lo conforman los militares y oficiales del ejército responsables de las acciones en la zona; la tercera instancia protagonista la encabeza Rubén Figueroa, viejo político y ex gobernador, cuyo secuestro es una de las líneas decisivas de la intriga y, por supuesto, sus familiares y amigos; el cuarto elemento que conforma este reparto lo encarna el pueblo anónimo, los periodistas interesados en la guerrilla, los campesinos afectados por ella: las voces de estos personajes funcionan como una especie de coro que expresa la conciencia colectiva. A cada uno de estos núcleos corresponden acciones y escenas que se van encabalgando y acomodando para insuflar a la novela su fuerza, su contundencia narrativa.
     Guerra en el paraíso es una novela sobre la guerra contra la guerrilla. De una parte, registra y describe las más diversas formas de violencia —en particular la sorda, ciega brutalidad de los militares (ex campesinos con uniforme) contra los habitantes de la zona (campesinos sin uniforme). De otro lado, ensaya con inteligencia y paciente síntesis documental una reconstrucción literaria de las técnicas organizativas tanto de la guerra como de la guerrilla, de la estrategia y de la logística que así los grupos guerrilleros encabezados por Lucio Cabañas como los cuerpos militares llamados a combatirlos practican e instrumentan a efecto de gobernar y ejercer su imperio a través de sistemas de comunicación sui géneris. El contraste documentado entre formas distintas de formalizar, encauzar y enfrentar los hechos es quizá la aportación literaria más sólida de Guerra en el paraíso, a lo que podría entenderse como una comprensión crítica de las fuerzas que (se) mueven (en) el subsuelo histórico y social. En el horizonte, sin embargo, siempre se dibuja el riesgo de incurrir en una óptica maniquea y de soslayar las naturales contaminaciones, impurezas y corrupciones que envuelven y siguen a las acciones tanto de militares como de guerrilleros. Que la exploración de la psicología de la traición —tan bien lograda por Jorge Ibargüengoitia en Los pasos de López—  no sea una de las más evidentes virtudes de la novela de Montemayor no significa que esta novela no sea una de las más ambiciosas entre las escritas en México en los últimos años dentro de la corriente de la novela histórica y realista.
     Sin embargo, más allá de practicar con fortuna ese arte de la memoria sangrienta que es el de la novela épica y sus ciclos mitológicos, más allá de la hematolatría (de la adoración de la sangre) y de la severidad clásica y castrense con que el autor va armando sus escenarios, se da en la novela un juego contemplativo; el narrador se demora con plástica fruición en la descripción del paisaje tropical, de sus laberintos verdes, sus ríos rebeldes y sus cielos siempre asombrosos. La tenacidad descriptiva con que en Guerra en el paraíso recuerda al lector una y otra vez dónde está, qué terreno prodigioso e inhóspito tienen que vencer sus personajes para proseguir la acción, es una de las cualidades más notables de esta novela donde la geografía y la historia celebran una alianza muy poco frecuente en la narrativa hispanoamericana. Tal vez, gracias a esa deslumbrante topología, Carlos Montemayor hace ver cómo interactúan y se dislocan el lugar y el pensamiento, la política y el paisaje.
     Si en Los pasos de López la novela trabaja disolviendo la verdad monumental de la historia oficial para uso escolar, en Guerra en el paraíso el trabajo de la verdad se articula sobre el contraste y la fricción cada vez más intensa entre el punto de vista de los oficiales del ejército (“la guerrilla no existe; se trata sólo de delincuentes y bandidos”), el discurso utópico de los dirigentes guerrilleros, la voz de los políticos y las preguntas impertinentes de los periodistas.
     En medio de ese péndulo, serpentea la voz de los políticos (por ejemplo, la del senador Rubén Figueroa, que se ha puesto en la cabeza la necesidad de dialogar personalmente con Lucio Cabañas, el jefe de la guerrilla, y que terminará viviendo secuestrado por los hombres de éste en una larga odisea por las montañas de la Sierra de Atoyac, en Guerrero), y la de los militares (las páginas donde Montemayor recrea una discusión acalorada entre oficiales de alta graduación a propósito del combate a la guerrilla).
     Mientras en Los pasos de López el voltaireano Ibargüengoitia, el mejor lector mexicano de Evelyn Waugh, transforma la conjura de los héroes insurgentes no en una ampulosa fábula fundacional sino en una risueña opereta donde la comedia de enredos descubre la vacuidad de la gesta y sus protagonistas, Guerra en el paraíso descompone la vulgata oficial y las desabridas verdades del periodismo de uno u otro signo que niegan realidad al otro (sea guerrillero, soldado, campesino, periodista, funcionario oficial) y va construyendo así un panorama polifónico, gobernado y labrado según un principio radical de convergencia, un enigmático espejo narrativo cuya pluralidad misma inhibe cualquier lectura edificante. Guerra en el paraíso evoca en la imaginación del lector alguna de las composiciones de batallas ecuestres de Paolo Uccello; Los pasos de López, en cambio, parece fraguar y dar nuevo cuño humorístico a la mitología del jugador agazapado tras el héroe.
     En ambos casos, se da una suspensión del juicio moral en vistas de una recreación de la experiencia que sólo podría haberse encauzado a través de la novela. No poco de ello se debe, en ambos casos, a la pulcra labor de los traductores. –

 

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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