La tragedia de Chile

Diversos factores confluyeron en la caída de Allende: la polarización social y la intervención de potencias extranjeras, pero también los dilemas inherentes a una izquierda que buscaba ser revolucionaria y a la vez democrática.
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La moderna izquierda chilena tuvo sus orígenes en las últimas décadas del siglo XIX y se instaló en el sistema electoral con tropiezos y dilemas siempre presentes. Ocurrió con el proceso electoral entre 1931 y 1932 cuando quedó firmemente arraigada en un sistema político donde, para esquematizar, la institucionalización precedió a la movilización. Dos características fluyen desde estos orígenes. Oscilaba desde una posición antisistema a otra de acomodamiento para predominar, desde mediados de la década de 1950, por la primera veta basada principalmente en dos partidos: el comunista y el socialista. El primero estaba modelado de principio a fin según la Tercera Internacional y, después, según los vaivenes de Moscú (pues recibía ayuda económica y material de esa fuente); por otro lado, estaba inserto en la vida chilena y, en lo esencial en su modo de operar, era autónomo y tenía gran vida propia. El segundo, el de los socialistas, llegó a identificarse desde fines de los 1950 no solo con un marxismo radical de tipo leninista –aunque parezca extraño a los observadores extranjeros–. Mientras que la táctica de los comunistas era incremental, más bien institucional –aunque manteniendo un aparato duplicado, clandestino, con sus mismos militantes–, en lo formal seguía el camino legal. Los socialistas, en cambio, fueron proclamando cada vez más la necesidad de la lucha armada, completamente compenetrados por el modelo de la Revolución cubana de Fidel Castro y del Che Guevara. A este paradigma le concedían autoridad moral y política sobre la izquierda chilena, algunos más que otros.

En primer lugar, desde los treinta hasta comienzos de los setenta el poder electoral de la izquierda marxista (desde 1960 prácticamente toda la izquierda) con ciertos corcoveos en general aumentó, e incluso en algún momento llegó a ser la mitad más uno de los electores (1971). Con todo, al final se confirmó una clara mayoría opositora al proyecto de izquierda, si bien esta continuó siendo uno de los polos con gran capacidad movilizadora. Esto traducía el hecho de que fue un periodo en que Chile llegó a ser conocido como la democracia que mejor funcionaba en toda la región. Sucedió cuando la democracia en el mundo aparecía en crisis en los treinta, y en Chile, a contrapelo, comenzaba a vigorizarse; además, el ser o no democracia crecía en significado para el sistema internacional, y en la región vecina a Chile abundaban los regímenes militares. Era también, y aquí había un talón de Aquiles, un país subdesarrollado, de crecimiento económico lento y de intenso crecimiento de las demandas, todas ellas atizadas por la clase política.

Estaba el factor humano, la persona. Un movimiento de masas colectivo siempre estuvo acompañado por un dirigente con relativo carisma, o con gran poder de control o de gestión. El primero era el caso de Salvador Allende. Como persona, tenía mucho del político del antiguo régimen; dentro de su Partido Socialista –muy radicalizado, cruzado por cacicazgos de escasa disciplina– Allende tenía atractivo para el militante de base y con eco más allá de la vida partidista. Por otro lado, era hombre de confianza de los comunistas, y se identificaba con los paradigmas de la izquierda, la URSS, Alemania Oriental (comunista), era defensor del Muro y, sobre todo, de la Revolución cubana y tenía una relación estrecha con Castro. Decía en Berlín Este en 1967 a un miembro del politburó que él era el Fidel Castro de Chile y la única diferencia estaba en que aspirando a la misma meta, él, Allende, lo haría por métodos pacíficos. Quizás es la mejor manera de definir su dilema. Dentro de Chile protegía a la izquierda castrista que se preparaba para la lucha armada, a condición de que no la llevaran a cabo bajo su gobierno.

Al provenir de un sistema constitucional, la Revolución chilena requería de ciertas condiciones. Su estrategia para desarrollar el proyecto de “transición al socialismo” tuvo una primera herramienta que hoy se llama comúnmente el populismo, eso sí que en el campo puramente económico. Por vías semilegales o de legalidad sobrepasada, se produjo una amplia ofensiva de expropiación de empresas a lo largo del país. También efectuó una inyección extraordinaria de dinero en la economía que provocó un auge en los primeros seis u ocho meses de gobierno. En las estadísticas, 1971 aparece como un año de extraordinario crecimiento económico, lo que lo ayudó electoralmente. La catástrofe no demoraría en hacerse sentir.

Como en el materialismo histórico no todo era material, una segunda vía vino de la unión de la fe y la razón, que no se da solo en las religiones tradicionales, sino también en los credos políticos. Se trataba de la “conversión política” sin la cual no se explica la era de las ideologías. El “hacerse marxista” –en esto ayudado por un fenómeno internacional bastante decisivo: la atención simpatética que recibió la “experiencia chilena”– era el grito del momento.

La tercera vía provenía de las movilizaciones donde esta izquierda se movía como pez en el agua. Por planificación y por espontaneidad fueron parte sustancial de la ofensiva por transformar la propiedad por medios semilegales. Al mismo tiempo transformó el panorama urbano. A la movilización le era consustancial la ocupación de la calle y otros espacios públicos. En una primera fase era por intimidación; después como forma coercitiva para sostener el monopolio de ese tipo de hacer política visual y de fuerza potencial; finalmente entre 1972 y 1973 con violencia de ambos lados.

A esta movilización le sucedió casi como reacción refleja la contramovilización. Las rebeliones de la “burguesía” pueden ser más encolerizadas que las del “proletariado”; aquella demostró que no está solo compuesta de burgueses sino de una gama más o menos compleja de actores. El concepto de polarización en toda su intensidad definitoria está aquí bien empleado. Comenzó por lo netamente político y se fortaleció con el despuntar de la crisis económica, producto de la hiperinflación, crisis de balanza de pagos (por agotamiento de reservas) y subsecuente mercado negro. Este inicio se puede datar con la visita de Fidel Castro a fines de 1971 que, por su extensión a casi un mes y por su activa intervención en la política interna –al final predijo violencia para Chile–, espoleó a las hasta ese momento débiles fuerzas opositoras a salir a la calle. De allí en adelante, con breves y relativos remansos, apareció en toda su extensión y en su carácter nacional en dos densos movimientos o “paros”: el primero en octubre de 1972 que comenzó de manera espontánea y alcanzó bastante representatividad; el segundo duraría desde fines de julio de 1973 hasta el golpe el 11 de septiembre, contramovilización muy ampliamente apoyada, aunque era parte de una estrategia para hacer caer al gobierno bajo el supuesto de que era la última oportunidad que se tendría. Ese último año entre 1972 y 1973 podría calificarse como una guerra civil política con una polarización que no tenía parangón, pues por primera vez la fractura comprendía a la gran mayoría de la sociedad.

¿Y el factor internacional? Fue un componente esencial, aunque solo en los siguientes campos y orden. Chile vivió contemporáneamente la política global del siglo XX; en sus tierras triunfó un frente popular en 1939 (paradoja: con el apoyo decisivo del único movimiento verdaderamente fascista que hubo en el país); la izquierda chilena hacia 1970 sostuvo que era el “momento histórico del cambio de correlación de fuerzas entre capitalismo y socialismo”, y así suma y sigue en la política chilena, amén de que un país pequeño y periférico atrajo la atención mundial como utopía (Allende) y antiutopía (Pinochet).

Estados Unidos había ayudado a financiar la política chilena desde 1964. En 1970, tras el triunfo de Allende intervino torpemente intentando entusiasmar a políticos y dirigentes chilenos con una salida extraconstitucional hasta echar pie atrás. Lo hizo un poco tarde ya que un grupo no le hizo caso e intentó secuestrar al comandante en jefe del ejército, general René Schneider, quien murió al defenderse. Ello aseguró la no intervención uniformada en el proceso y en definitiva un apoyo al gobierno. Después Estados Unidos ayudó financieramente a partidos políticos de oposición y la prensa opositora, así como paulatinamente redujo los préstamos a Chile e incrementó la ayuda a las fuerzas armadas en señal inequívoca. Ciertamente, lo de “bloqueo invisible” no pasa de ser una frase llamativa.

La URSS siempre apoyó financieramente a los comunistas, lo que no debe haber sido mucho y tampoco explica la fuerza del partido. Durante la Guerra Fría ello está documentado para los años de 1960 hasta 1973, y esa ayuda, luego extendida a socialistas, ahora no desmerecía la de Estados Unidos, a la que se sumó la ayuda política de Alemania Oriental. Cuba intervino mucho más directamente apoyando a Allende y también empujando hacia una política radicalizada. Desde los setenta había entrenado militarmente a miembros de la izquierda chilena y envió armas para la guardia personal de Allende, organización no prevista en la ley chilena, como a su embajada en Santiago, donde mantenía un destacamento de fuerzas especiales cubanas. Este solo actuaría según una petición de Allende, pero la mañana del once Allende no quiso activar este recurso y prefirió morir combatiendo en solitario.

Sobre todo, la archipolitización que se produjo en una sociedad polarizada al final penetró en los cuarteles y ello resultó decisivo. Que no se olvide que, salvo Etiopía en 1974, ningún ejército del mundo en el siglo XX apoyó una revolución marxista, aunque la vertiente del nacionalismo tercermundista tuviera algún eco más o menos extendido. Y a comienzos de los setenta todavía no había un eclipse total de la idea en el tercer mundo de que la clase militar –por llamarla así– era parte legítima de la clase política que había despuntado con los Jóvenes Turcos en 1908. El golpe en Chile habrá recibido una condena categórica fuera del país, pero todavía hubo benevolencia para el que hubo en Argentina en 1976. En ambos países en su violencia se procedió desde la perspectiva de un antimarxismo que emulaba al marxismo en el poder (en Chile el marxismo había tenido el gobierno, no el poder en un sentido más denso), y eso marcó la diferencia con anteriores intervenciones militares en América del Sur.

Se ha hablado de las oportunidades perdidas en negociaciones finales entre Allende –a contrapelo de su propio partido– y el partido centrista (no se convocó a la derecha), pero estaban en un nudo. Los opositores percibían que su gente hacía un último esfuerzo y que después desmayaría, por ello exigían sus condiciones. Estas suponían detener e incluso echar pie atrás en muchas medidas ya tomadas, lo que significaba la renuncia al programa de transición al socialismo. Para Allende, por razones personales y políticas, era imposible aceptarlas, como también lo era para una izquierda imbuida en una fe milenarista.

El quiebre de la democracia en Chile constituye uno de los ejemplos clásicos de su tipo en la modernidad. Para la izquierda posee el mismo valor paradigmático que tiene que ver con su propia historia a lo largo del mundo. Sin embargo, esta disyuntiva era y quizás es más acuciante en el llamado “mundo subdesarrollado”, concepto estrecho –pero que se emplea a falta de uno mejor– acerca de cómo formulan su papel en el mundo actual, teniendo en cuenta que América Latina es la única región del mundo donde pervive un marxismo político. En el siglo de la crisis ideológica, donde hubo procesos políticos democráticos con un tolerable Estado de derecho, se trató del empleo institucional para transformar al sistema en algo sustancialmente diferente, aunque se denomine “democracia avanzada” o algo así. Un proyecto de este tipo pone al sistema ante un panorama incierto, cuando no en un dilema imposible, aunque se efectúe por medios legales y legítimos. La meta no lo es. Al mismo tiempo, la manera de pacificar a movimientos antisistema es incluirlos en el proceso democrático y domeñar sus pasiones incendiarias con el mismo sistema; el ideal es que asistan a la transformación del sistema y en el mismo camino se transfiguran en parte a sí mismos. A veces sucede con las derechas radicales.

La política democrática del siglo XX se nutrió de esta experiencia de las izquierdas y en parte de esta clase política. Muchas veces es lo que llamamos “socialismo democrático”. En ese paso del sentimiento revolucionario a la práctica reformista parece residir el secreto de su fecundidad democrática. No obstante, es la fuente de su debilidad, de la pérdida de su élan, y su decantación en un aparato más; puede ser visto más de una vez como defensa de intereses particulares. El ideal de la sociedad igualitaria se desvanece. Es un peligro a veces mortal en lo político y hemos visto desaparecer algunos socialismos democráticos naufragados en esta encrucijada. Vale la pena mirar al “socialismo real” o “democracia avanzada” donde al final el aparato no solo no representa al pueblo respectivo, sino que se transforma en un sistema asfixiante. El siglo XX ni siquiera fue fecundo en pensamiento marxista, seguramente la marca mayor de su sinsentido en relación con las ideas originales. La izquierda y la derecha constituyen, cada una de ellas, un ser político que solo tiene sentido en tanto es otra forma de conferir vitalidad a la democracia moderna. La realización literal e integral de la idea original puede precipitarnos en un abismo. ~

* Las siguientes reflexiones se basan principalmente en tres libros del autor: Chile y el mundo 1970-1973. La política exterior del gobierno de la Unidad Popular y el sistema internacional, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1985; La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno de la Unidad Popular, Santiago, Centro de Estudios Públicos, 2013 (reeditado en 2020 y en 2023 por Centro de Estudios Bicentenario, tres tomos); La democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo, Santiago, Centro de Estudios Públicos, Ediciones UC, 2020.

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es presidente de la Academia Chilena de la
Historia, así como profesor titular en la Universidad San Sebastián
y profesor emérito en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es
autor de La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno
de la Unidad Popular (Centro de Estudios Bicentenario, 2023


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