Los periodistas

Con su habitual estilo mordaz y desenfadado, Jorge Ibargüengoitia no solo retrató la gran historia nacional sino también la vida laboral y doméstica. Esta sección recupera este texto publicado en el número 21 de Vuelta en agosto de 1978 donde el autor narra algunas anécdotas de su colaboración con Julio Scherer en el periódico Excélsior, así como los ecos que encuentra de ese periodo en la novela Los periodistas de Vicente Leñero.
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Cada año, alrededor del Día de los Inocentes, Excélsior daba un coctel en el Ambassadeurs al que asistíamos los que colaborábamos en las páginas editoriales. Eran reuniones que empezaban tiesas porque la mayoría de los colaboradores nos conocíamos poco y en general no nos simpatizábamos, pero a eso de las once, gracias al abundante whisky y al coñac, se componían y acababan siendo bastante cordiales. Recuerdo que en una de ellas Arnaiz y Freg se fue temprano, convencido de que no iban a dar más que botanas, y que en el momento en que él cruzó el umbral entraron por otra puerta varios meseros con un comelitón tremendo. Al año siguiente llegué preparado para comer camarones y salmón ahumado y no hubo más que quesadillas. En otra ocasión un criminólogo notable, que estaba de visita, nos contó a unos cuantos, casi hasta el amanecer, el interrogatorio de Jacques Mornard. En 72, me parece, Pepe Alvarado fue el responsable de la desvelada. Nos contó cosas que no había escrito que eran más interesantes que las que sí había escrito. Loubet, borracho, pidió un “pepito” y mientras se lo traían atacó al otro Pepe de una manera que me pareció no solo injusta sino completamente estúpida. Creo que fue en 73 cuando conocí a Samuel del Villar que entonces ha de haber tenido poco tiempo de escribir en el periódico. Parecía muy joven y era muy amable. Recuerdo que en la conversación que tuvimos me transmitió de puro oficioso un elogio que Hero Rodríguez Toro había hecho de un artículo que yo escribí sobre los problemas universitarios que hayan estado de moda en aquella época. En 74 no fui al coctel, porque estaba en Londres. Cuando regresé a México a mediados del 75, descubrí que mi condición económica era relativamente desahogada y dejé de escribir la columna durante seis meses para dedicarme por completo a mi novela. Al fin del año volví a colaborar y el primer acto de mi retorno consistió en asistir al coctel de colaboradores, sin imaginarme que estaba destinado a ser “el último coctel”.

En el momento de entrar en el salón sentí un cambio notable en la atmósfera, pero no supe si atribuirlo a que yo estaba viendo todo diferente por haber estado alejado año y medio del periódico, o a que algo había cambiado en el interior de Excélsior. Había varios grupos herméticos discutiendo asuntos que no solo resultaban intangibles para un extraño, sino que nadie quería que los escuchara un extraño. Por otro lado, la gente había cambiado: López Azuara había engordado, Granados Chapa se había dejado crecer la barba, las patillas de Leñero habían encanecido, Julio Scherer estaba más encorvado, Gastón García Cantú tenía el pelo más largo, Samuel del Villar, que había escalado hasta llegar a las cumbres de la empresa, se había vuelto tan importante y estaba tan absorto en lo que estaba diciendo –hablaba sin cesar– que no pudo saludarme, a pesar de que estuve frente a él media hora –pretendiendo no reconocerlo, por supuesto–. Los únicos que parecían iguales y que me cayeron bien aquella noche fueron Hero Rodríguez Toro y don Abraham López Lara. Cuando estaba yo hablando con este último sobre un proyecto mío nunca ejecutado, una comedia musical sobre Santa Anna, dije algo así como “hay que reivindicar a Santa Anna”; me oyó Gastón García Cantú y me regañó:

–Eso no debe decirse ni en broma –me dijo.

Cosas como esta y el trabajo que costaba dar con alguien que estuviera dispuesto a platicar conmigo, me hicieron perder la paciencia. Salí del Ambassadeurs al cuarto para las once y me fui a otra fiesta.

Lo que he contado, como casi todo lo referente a Excélsior, estaba en mi memoria en un compartimiento que dice “asuntos concluidos”, pero salió a la superficie otra vez al leer el libro de Los periodistas, de Vicente Leñero, que publicó en junio Joaquín Mortiz y que yo leí de un tirón, a pesar de que tiene planicies y larguras notables.

En su advertencia preliminar Leñero dice que Los periodistas es una novela, cuestión en la que yo no estoy de acuerdo. Los personajes de una novela, por documental que sea, tienen una existencia independiente de la vida real que está contenida en el libro. Los personajes de Los periodistas, que pasan de ciento cincuenta, tienen en su mayoría nombre y dos apellidos, casi ninguno está descrito y son interesantes nomás porque sus nombres, sus apellidos y sus datos biográficos coinciden con los de personas vivas o muertas y en general desconocidas. Es un libro, concedo, que tiene partes noveladas, como un monólogo interior de alguien que podría ser Regino Díaz Redondo, pero si se lee con interés y será recordado con respeto no es por lo que tiene de novela, sino por la crónica sincera, bien documentada y observada de los sucesos que culminaron en la caída de Julio Scherer en Excélsior y en la fundación de Proceso.

Una vez en su despacho, Julio Scherer me dijo:

–En esta silla –señaló la que estaba detrás del escritorio– va usted a sentarse algún día.

Contemplé la silla del director general. Se me antojaba tanto sentarme en ella como bañarme en la tina de la Emperatriz Carlota.

–No sé por qué me dice eso –dije. Aún ahora, dos años y medio después, no sé por qué me dijo eso.

–Yo preferiría estar ahora haciéndole una entrevista a Olof Palme –que estaba en México en esos días– que estar aquí dirigiendo el periódico.

–No es verdad –le dije–. Usted está en la dirección de Excélsior porque le gusta más que nada en el mundo estar en la dirección de Excélsior.

Leyendo Los periodistas comprendo que ya entonces había otros que deseaban sentarse en el sillón aquel y que Julio Scherer lo sabía. Comprendo también que los periodistas hablan tanto del poder y están tan en contacto con el poder que llegan a creer que lo tienen. Lo interesante de este espejismo es que sus efectos no se limitan a los que los padecen, sino que afectan también a sus contrincantes. Quedo con la impresión de que si Scherer creyó que era más poderoso de lo que en realidad era, Echeverría creyó que Scherer era todavía más de lo que Scherer creía.

Cuenta Leñero que Ramírez Vázquez, a través de un telefonema y de una adivinanza, advirtió a Scherer que todo se arreglaría con que Gastón García Cantú dejara de colaborar. ¿No hubiera sido más sencillo para Echeverría darle un nombramiento a García Cantú? ¿Y para Scherer no hubiera sido más sensato decir, “muchas gracias, Gastón, tus sermones ya le dieron en la torre al presidente”? Sí, hubiera sido más sencillo y más sensato, pero yo sospecho que el problema no fue nunca que Gastón escribiera o dejara de escribir, sino que Echeverría quería que Scherer se humillara.

Cuando en el Día de la Libertad de Prensa alguien se acercó a Scherer para pedirle que se uniera al grupo que iba a entregarle a Echeverría un objeto conmemorativo, Scherer dijo:

–Le doy una pura chingada.

Hizo bien. Después cayó, pero valió la pena. Digo, valió la pena que se acabara Excélsior como era, nomás para demostrar que la libertad que nos dieron fue puro jarabe de pico. ~

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(Guanajuato, 1928-Madrid, 1983) fue uno de los escritores clave del siglo XX mexicano.


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