Gonzalo Torné
Años felices
Barcelona, Anagrama, 2017, 360 pp.
Años felices, la tercera novela de Gonzalo Torné (Barcelona, 1976), uno de los nuevos autores más elogiados de la literatura contemporánea española, comienza con Kevin, Harry, Jean y Claire navegando por el río Hudson, en Nueva York. Orgullosos y arrogantes, hermosos y ricos, jóvenes y pedantes, sobre todo ridículamente pedantes. Miradas, coqueteos, flirteos, susurros, risitas. Observan el mundo como si les perteneciera.
Torné salta de un personaje a otro, entra y sale de sus cabezas, picotea en sus subconscientes, traza sus caracteres con agilidad e inteligencia. Kevin es un judío que reniega de sus orígenes, ha construido un torreón en el tejado de su casa donde meditar y aspirar a la plenitud existencial; Harry es un pijo profesional, “campeón del tiempo libre” y el ocio, y aspirante a poeta, artista o en general aristócrata con buen gusto (tiene muchísimo dinero); Jean y Claire, las dos hermanas Rosenbloom, como si fueran unas hermanas Mitford, han encontrado en el grupito un lugar donde cultivar la elegancia y la cultura (la segunda más que la primera: Claire es la soñadora, la más bovariana y sentimental), más allá de las convenciones de la clase media y de la América “normativa”.
Cada uno viene de un sitio distinto, pero sus historias convergen en un mismo paraíso idílico y plácido, sin preocupaciones, de fiestas y soirées exuberantes, first world problems y pequeñas conspiraciones y traiciones frívolas, como de salón de baile.
Torné no presenta a estos personajes de forma mecánica. Los crea, más que con historias o anécdotas, con sus psicologías. La novela se va construyendo por acumulación de sensaciones de sus personajes, de neurosis, de paranoias, de percepciones. No hay escenas, sino atmósferas, no hay descripciones, sino evocaciones.
Para completar el grupo de amigos falta un personaje en esa foto inicial: Alfred Montsalvatges (el “príncipe”), un catalán de familia franquista que huye de la dictadura y de una herencia familiar manchada de sangre, y que llegó a Nueva York para cumplir el sueño bohemio de convertirse en poeta. Entra en el grupo no para alterarlo sino para darle más vida: se convierte en el confidente pedante de Harry, con quien debate con pasión sobre Eliot, Whitman, Shakespeare, Carlos William Carlos (sic), a quien tilda de “hórrido”. En estas conversaciones, y en otros comentarios sobre literatura a lo largo del libro, el lector adivina (y si conoce sus textos críticos más aún) las preferencias literarias de Torné. En una escena, Alfred conoce en una tertulia a varios “intelectuales sin obra”, a los que el autor ridiculiza: “Uno aseguró que el arte supremo consistía en decir las cosas empleando el menor número de palabras, otro que la ficción era siempre autobiográfica, un tercero que el mundillo literario era un lodazal de favores mutuos, también descubrieron que el futuro de la narrativa era la segunda persona, que Shakespeare tenía más intuición que cerebro, que era imprescindible abandonar la vanguardia o reinventarla, que la novela estaba muerta, y un poeta de Montana diagnosticó con el tono inconfundible de los tarados que Wallace Stevens era un ingenuo.”
El barco navega por aguas tranquilas, pasa de los rascacielos a las fábricas abandonadas y de ahí a las mansiones junto al río. Pero bajo esa tranquilidad, nos sugiere Torné, fluyen innumerables corrientes de descontento, de desesperación, de insatisfacción. El gran idilio y la felicidad de la primera parte de la novela sugieren un gran drama posterior, pero este no llega a ocurrir. Lo que realmente ocurre es la madurez, la vida. Torné ha escrito una novela sobre las expectativas, sobre la herencia, y sobre madurar. Es ambiciosa, abarca desde la juventud a la muerte de sus personajes, pero a veces cae en reflexiones superficiales, envueltas en una prosa afectada, sobre las imperfecciones y complicaciones de la vida: “A Jean le emocionó el vislumbre impreciso de las relaciones que desencadenamos solo con estar aquí, habitando el mundo que nadie sabe por qué motivo orbita sin dejar estela en la profundidad inerte de una galaxia”, o “¡El manual de instrucciones de la vida era una auténtica porquería!”, o “Asumía que la tierra donde se asienta el carácter era como un paisaje de piedra caliza atravesado por vías y corrientes de agua, por estratos de material disconforme, y que pese a todo nos las arreglamos para vivir. ¡Vaya si no las arreglamos!”. Torné prefiere decir “esa cosa llamada vida” que simplemente “vida”; bien porque tiene más palabras, bien porque decir simplemente vida no parece evocar la existencia en su plenitud. Un simple paseo por el Hudson se convierte en una epifanía a la que el lector no ha sido invitado: “Los caminos se confundían con arañazos sobre una carne que había olvidado cómo sangrar y las aves necrófagas volaban en elipses misteriosas trazadas por las invisibles redes del afecto.”
Más allá de su excesiva solemnidad y su prosa pretenciosa, Años felices es una interesante y entretenida novela sobre la amistad, el amor, la ambición, el fracaso y la madurez. Está perfectamente ensamblada y su estructura es ágil. Torné sabe dosificar la información y jugar con las expectativas del lector, a pesar de que no es una obra que destaque por su suspense, sino por una prosa trabajada y exuberante. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).