Juárez, héroe civil

La figura heroica de Benito Juárez se distingue de Zapata, Hidalgo y otros líderes carismáticos. Lejos de ser un personaje romántico, Juárez representa, en la memoria nacional, el heroísmo cívico y la aspiración de vivir bajo principios como el respeto a la ley.
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El estudio de la mitificación de personajes históricos

((Desde hace ya varias décadas constituye un fecundo campo de investigación en el que historiadores de la política, la cultura y el arte han ofrecido novedosas interpretaciones sobre personajes históricos de reconocida trascendencia. Véase, por ejemplo, el clásico estudio de Germán Carrera Damas, El culto a Bolívar (Universidad Central de Venezuela, 1970); The “Hitler myth”. Image and reality in the Third Reich, de Ian Kershaw (Oxford University Press, 1987); los múltiples trabajos del sociólogo norteamericano Barry Schwartz sobre Abraham Lincoln y George Washington entre los cuales destacan Abraham Lincoln and the forge of national memory (University of Chicago Press, 2000) y “The character of Washington: A study in republican culture” (American Quarterly, verano de 1986); la obra de Samuel Brunk recientemente traducida al español con el título La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata (Grano de Sal, 2019) o el libro colectivo Heroes & hero cults in Latin America (University of Texas Press, 2006), coordinado por Samuel Brunk y Ben Fallaw.
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 permite al lector analizar con una mirada más crítica tanto las biografías de estos personajes como su trascendencia histórica, porque toma en cuenta el modo en que nos acercamos a ellos. En un libro de próxima aparición, El culto a Juárez: la construcción retórica y estética del héroe, 1872-1976, he condensado mis investigaciones en la materia.

(( El culto a Juárez: la construcción retórica y estética del héroe, 1872-1976, UNAM, en prensa.
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 En él sostengo que la figura de Benito Juárez ha trascendido su propio contexto histórico, gracias a que ha sido utilizada como estrategia de legitimación política pero también a que, con los años, se constituyó como un referente moral y estético de capital importancia en la cultura política mexicana. En este sentido, uno de los aspectos más destacados del llamado culto a Juárez es su caracterización como “héroe civil”, una cualidad que ya ha sido estudiada por diversos autores y que Vicente Quirarte ha identificado en aquellos personajes “cuya actuación es menos espectacular, pero que con el tiempo forman la parte más sólida de la moral de un pueblo”.

La multiplicidad de expresiones gráficas y literarias que reivindican a Juárez como héroe nacional ofrece las estampas más conocidas de su biografía como “niño vencedor de la ignorancia sojuzgadora; joven abogado que lucha por la reivindicación social; gobernante defensor de la soberanía; estadista fundador de nuestra sociedad civil”.

((Vicente Quirarte, “El héroe en la imaginación creadora”, publicado en Juárez: memoria e imagen en el bicentenario de su natalicio, México, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 2006, pp. 231-301.
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 De acuerdo con Quirarte, “de tales características provienen sus representaciones iconográficas”, a las cuales podrían sumarse otras –producidas por el discurso encomiástico, la poesía, la literatura histórica, el cine y la televisión– que han contribuido en gran medida a construir y perpetuar la imagen de este héroe civil en la memoria histórica mexicana. Mi objetivo en las siguientes líneas es reflexionar sobre el significado que entrañan las virtudes éticas de Juárez en nuestra cultura política. Para cumplir este propósito comenzaré haciendo algunos apuntes, breves pero necesarios, sobre las peculiaridades que involucra la categoría del héroe ético o civil, frente a otras manifestaciones del liderazgo heroico.

La preeminencia política de algunos individuos en diferentes contextos históricos, la promoción de su imagen como factor de legitimación o de cohesión social y la veneración de la que son objeto incluso después de su muerte, constituyen fenómenos ampliamente estudiados por la sociología, la historia y la antropología. Una de las propuestas más conocidas es la del “liderazgo carismático”, de Max Weber: para el filósofo alemán, ciertos individuos adquieren poder, y a la larga preponderancia histórica, en situaciones de crisis que desatan la necesidad de un cambio radical. En algunos contextos de turbulencia política y social (como, por ejemplo, las guerras de independencia en América o el periodo de la Gran Depresión), los personajes cuyas virtudes y acciones se juzgan extraordinarias suelen percibirse como los principales motores de esos cambios y acaban por convertirse en un referente que aglutina emociones e ideas colectivas. Aunque distante por su inclinación y propósitos de la perspectiva decimonónica más tradicionalista sobre los grandes hombres –por lo regular asociada con la célebre obra de Thomas Carlyle–, la caracterización weberiana del liderazgo carismático pondera (aunque no celebra) cualidades más bien románticas y estereotípicamente masculinas de los héroes: la bravura, la vehemencia, la gallardía, el carisma, el arrojo o el genio. En este sentido, tanto la tipología del liderazgo carismático como la categoría del héroe romántico explican el magnetismo sociocultural que suscita la imagen del genio militar (Napoleón Bonaparte), el caudillo libertador (Simón Bolívar), el justiciero social (Emiliano Zapata), el hombre providencial (Benito Mussolini) o el rebelde convencido (Ernesto “el Che” Guevara). A la luz de esta perspectiva, la excentricidad de Adolf Hitler o la crueldad de Iósif Stalin, atributos muchas veces cuestionados, adquieren un valor necesariamente relativo a su popularidad y eficacia como líderes.

Aun si el liderazgo carismático o el héroe romántico llegan a ser juzgados en el plano moral, la condena no mina su importancia histórica pues esta no se encuentra necesariamente subordinada a un triunfo valorado en esos mismos términos. La ambición de Napoleón, los crímenes de Stalin o el autoritarismo de Mussolini, por ejemplo, no han socavado su tremendo atractivo como líderes ni han impedido a muchos reconocer en ellos inteligencia política, arrojo militar o mentalidad visionaria. En aquellos casos, por otro lado, en que la reivindicación del personaje sí involucra principios éticos (la libertad o la justicia) y el eventual triunfo de un ideario político (la democracia o la igualdad social), es preciso advertir el papel que desempeñan otros atributos como, por ejemplo, el ímpetu de la personalidad de Miguel Hidalgo, el carisma de Emiliano Zapata o la energía de la imagen canónica del Che Guevara; cualidades todas que resultan fundamentales para entender la construcción de su popularidad al igual que su presencia en ámbitos que muchas veces trascienden las fronteras de la discusión política. Los héroes carismáticos, románticos o, como también se les llama, estéticos, no solo son un referente para los discursos políticos o las narrativas oficiales pues se erigen, sobre todo, como los protagonistas de dramas literarios o visuales que resultan atractivos, más allá de sus consignas políticas o morales, a raíz de los sentimientos de afección o asombro que producen, de las extraordinarias imágenes que encarnan y de las épicas que lideran.

El caso de los héroes éticos, también llamados civiles, es muy diferente en este sentido. Estos otros personajes encarnan temperamentos, actitudes y virtudes muy distintos que en muchos casos se contraponen a los del líder carismático o el héroe romántico. Reivindicados por su serenidad, templanza, bonhomía o prudencia, los héroes morales, salvo honrosas excepciones (como el caso de George Washington) difícilmente protagonizan sagas de acción, aventura o drama ni despiertan sentimientos tan poderosos (acaso problemáticos) como sí lo hacen sus contrapartes. Estereotipos tan populares como los del taciturno y mesurado Abraham Lincoln o el impasible y circunspecto Benito Juárez materializan una imagen del héroe motivada por otras expectativas y nutrida de otras ideas, de las cuales hablaré a continuación.

El héroe ético o moral se muestra, por paradójico que resulte, menos humano que su contraparte romántica porque representa principios a los que se aspira más que rasgos extraordinarios que se admiran. Si bien reconocido por su singularidad, el héroe civil no simboliza la excepción sino aquello que se desea erigir como regla. Esta idea explica, a mi juicio, la importancia de la figura heroica de Juárez que, en sus versiones más logradas, se yergue como emblema del derecho, del Estado soberano y de la justicia. En concordancia con estas virtudes, el Juárez construido por sus más famosas representaciones es un personaje más bien discreto, de postura rígida, gesto grave y adusto, temperamento sosegado y convicciones inquebrantables. Semejante caracterización –deseable en lo ético pero acartonada en lo estético– permite vislumbrar, por otro lado, la dificultad que supone dinamizar e historizar al héroe o a los valores que encarna, pues al ser estos de carácter moral, y estar condicionados por la ética, se aprecian más como normas estables e ideales incuestionables. La plástica, la monumentaria, la poesía encomiástica, la imagen fílmica y la mayor parte de la narrativa y el discurso retórico han hecho tangible una idealización de Juárez que resulta granítica en sus formas y esencialmente ética en sus contenidos. Un análisis de sus expresiones más sugerentes deja más clara esta idea.

Empiezo por la manifestación más conocida y grandilocuente (aunque accesible) del esfuerzo gubernamental por preservar la memoria del héroe civil. Hablo desde luego de ese conjunto escultórico que ahora llamamos el Hemiciclo, y que durante los primeros años tras su inauguración, en 1910, se conoció simple y llanamente como el Monumento a Juárez. Su incuestionable preponderancia dentro de la vasta monumentaria de tema juarista (compuesta por cientos de bustos, estatuas y altares cívicos a lo largo y ancho del país) puede explicarse, cuando menos en principio, en virtud de su ubicación privilegiada y estratégica, de su calidad artística o de sus notables proporciones; cualidades que, a su vez, responden a los intereses que lo hicieron posible. Para 1906 (año en que empezó a propagarse la solicitud gubernamental de un monumento de homenaje para los festejos centenarios de 1910) ya existían cuando menos dos grandes referentes escultóricos del culto al héroe (el mausoleo del panteón de San Fernando y el Juárez sedente de Palacio Nacional), pero ninguno de ellos terminaba por cumplir las expectativas del oficialismo o de las élites liberales, mientras que desde su aparición la preeminencia del Hemiciclo como referente visual del legado juarista pareció fuera de cualquier disputa.

El Hemiciclo ha sido celebrado como altar cívico y acaso normalizado como una pieza más del entorno citadino. Sin embargo, siempre se han reconocido sus logros como expresión franca de los valores del juarismo. La planta en forma de semicírculo, proyectada como espacio propio para el debate político, simboliza la buena oratoria, los principios democráticos y la legalidad.

(( Eloísa Uribe, “Juárez, de hombre heroico a Benemérito de América. Tres monumentos del siglo XIX en la ciudad de México”, en Rebeca Monroy Nasr (coord.), Múltiples matices de la imagen: historia, arte y percepción, México, Yeuetlatolli, a.c., 2003, pp. 111-137.
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 La mirada desinteresada del visitante acaso no perciba que justo en el centro del conjunto, en la base, los dos grandes leones (casi siempre detectados de inmediato) sostienen precisamente la tribuna dedicada a los oradores. La buena disposición de este espacio para la manifestación pública se confirma no solo por la intención de su creador (el entonces joven arquitecto Guillermo Heredia), sino por los múltiples y muy variados gestos políticos que ha albergado a lo largo del tiempo. A diferencia, por ejemplo, del mausoleo, el Hemiciclo resulta propicio para la celebración de mítines y arengas políticas que en más de una ocasión han aprovechado la fuerza simbólica del recinto. Esa fuerza se concentra en las tres figuras que coronan el conjunto, las cuales representan a Juárez (en el centro) flanqueado por la Gloria (a su derecha) y por la Patria (a su izquierda). Mientras la Gloria corona con laureles (símbolo de la victoria) la cabeza de Juárez, la Patria decreta el fin de la lucha apoyando la espada sobre el suelo y levantando el fuego del progreso. El protagonista, haciendo gala de sus virtudes republicanas, sostiene los documentos que lo consagran como hombre de leyes.

Si algo puede decirse del Hemiciclo es que su propuesta es congruente, y sobre todo eficaz, respecto a la intención de elevar a Juárez al rango de máxima figura tutelar del Estado mexicano. Su semblante sereno, postura solemne e indumentaria civil representan la autoridad que sostiene y a la vez comprende la lucha por los principios de legalidad y justicia. En este sentido, Juárez corona un espacio ciertamente propicio para la disputa política, pero lo hace conteniendo la potencial lucha (por la libertad, por la soberanía, etc.) dentro de límites o principios incuestionables: el patriotismo y el triunfo de lo civil. Este conjunto escultórico no es la única expresión del culto al héroe ético, antes bien, se erige como una de las síntesis más tangibles y mejor logradas de sus muy variadas manifestaciones. La reivindicación de Juárez como figura ciertamente política pero esencialmente moral está registrada no solo en la vasta producción visual que incluye monumentos, retratos, fotografías, grabados, timbres y billetes sino también en todo un universo literario en donde caben obras historiográficas, como Juárez: su obra y su tiempo (1906) de Justo Sierra; biografías noveladas, como Juárez el impasible (1934) de Héctor Pérez Martínez, o narrativas fílmicas, como la célebre producción norteamericana Juárez (1939) de William Dieterle o El joven Juárez (1954) de Emilio Gómez Muriel.

Si tomamos en cuenta esos otros referentes podremos advertir que, tras el estallido de la Revolución y durante los primeros regímenes posrevolucionarios, la imagen heroica de Juárez no desapareció de nuestro entorno visual y político, aun cuando recibió serios cuestionamientos desde distintas trincheras políticas y nuevas figuras disputaron su lugar de privilegio en el panteón nacional. Pese a todo, pervivió a lo largo del siglo XX e incluso recuperó su lugar protagónico en el imaginario nacionalista a partir de los años cincuenta. En este contexto, mucho más sensible ideológicamente a la lucha por la justicia social que a la defensa del orden legal, Juárez mantuvo su fuerza como figura moral, como agente benefactor y tutelar. Ejemplo de ello es la reconfiguración que la escuela mexicana de pintura hizo de la iconografía juarista. Si bien distantes del clasicismo decimonónico que caracteriza al Hemiciclo, y vanguardistas en su propuesta estética, los retratos elaborados por Siqueiros, Rivera, Tamayo y González Camarena perpetúan la presencia de ese Juárez impasible y severo, siempre ataviado con su traje civil, cuya lucha parece circunscrita a la defensa del derecho y la legalidad, expresados simbólicamente por los documentos que, en la gran mayoría de estos y otros retratos semejantes, constituyen la única arma que empuñan las manos del prócer.

A pesar de estas recurrencias, sin embargo, las expresiones posrevolucionarias lograron actualizar ciertos aspectos del héroe civil que conviene destacar. El primero y más evidente de ellos es la representación de un Juárez indio. Lejos del realismo academicista, de la blancura del mármol o de la rigidez del bronce, los artistas del siglo XX ofrecen un Juárez de tez oscura y facciones ásperas casi siempre exageradas. En este contexto visual, la efigie del personaje se torna aún más hierática. El semblante sigue siendo grave y sereno pero gracias a los colores vivos y la desproporción de algunas de sus formas, la figura heroica suma otros referentes. El Juárez del mural de Orozco, por ejemplo, se constituye tan solo por su cabeza agigantada, fulgurante e impávida ante la cruenta batalla que se libra a su alrededor. Una idea que a mi juicio trasluce en esta y otras muchas representaciones de la cabeza de Juárez o bien de su cuerpo agigantado, en medio de escenas de violencia y lucha, es precisamente la del baluarte civil que conduce, sostiene pero al mismo tiempo contiene la furiosa disputa. La colosal Cabeza de Juárez, inaugurada en 1976, acaso sea el himno más contundente del pretendido triunfo de la raza oprimida: ciertamente el último gran monumento al héroe, también el más cuestionado. Muy distintas en su propuesta artística pero increíblemente similares en su narrativa patriótica son las muchas estampas que ofrecieron los grabadores del Taller de Gráfica Popular por aquellos mismos años, que también potenciaron el valor del héroe ético al equipararlo con el niño huérfano, el indio oprimido, el abogado honesto, el luchador social, el presidente impasible. A lo largo de todo el siglo XX, esos mismos tópicos ocuparon un lugar destacado en la oratoria política, las efemérides, los libros de texto, la poesía cívica y la historiografía.

En su famoso prólogo a Toledo. Lo que el viento a Juárez –oportuno hoy como una suerte de obituario–, Monsiváis afirmó que “por más de un siglo, los mexicanos solo hemos visto a Juárez en el esplendor de su hieratismo, con levita y sombrero de copa, de un lado a otro de la nación agónica y resurrecta, inaccesible al deshonor, acaudillando el supremo deber. Su carácter es férreo, su decisión es lúcida y su imagen es insondable o así nos lo parece”. Si bien esa imagen nace en el siglo XIX, con la solemnidad de su arte patriótico, con la grandilocuencia de su literatura y su imaginario político, se consagra en el siglo XX ante la amenaza de nuevas luchas y nuevas formas de violencia que siguieron demandando y explotando la figura del héroe civil, acaso para conmemorar la posibilidad de una lucha legítima y la utopía de un genuino orden social. Bajo esta perspectiva, Juárez se yergue como un héroe que hace posible el triunfo legal y moral de esos combates. Representa no solo la lucha sino, más importante aún, su solución.

A la luz de los tiempos que corren, cabría preguntarse por la vigencia de esta y otras muchas figuras de nuestro panteón patrio, más que para cuestionar su existencia para reflexionar hasta qué punto la presencia de los héroes condiciona nuestra relación con las ideas y principios que por tantos años se les ha exigido representar. ~

 

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Es doctora en historia por la Facultad de Filosofía e Historia de la UNAM. Se ha especializado en la historia cultural de la política en los siglos XIX y XX.


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