Fotografía: José Villa

La actualidad de una ilusión

En su apuesta por la globalización, el neoliberalismo pareció diluir –en México y el resto del mundo– la identidad nacional. ¿Cómo llegamos hasta ahí? ¿Ha cambiado nuestra idea de mexicanidad desde entonces?
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Cada generación, invariablemente, le atribuye a la anterior un rosario de defectos. Los viejos suelen acusar a los jóvenes por la supuesta deshonra de tradiciones inmemoriales; más recientemente, se les increpa por no tener memoria histórica, de vivir, como dijeron Georges Braque y Octavio Paz, en “el presente perpetuo”. Este último reproche parecería tener más sustento que los anteriores porque el cambio de una civilización analógica a otra digital, aunado a la velocidad de la información en las redes y al desprestigio de la religión del libro, pareciera dirigirnos, Umberto Eco dixit, a una nueva Edad Media donde la lectura –entendida como el desciframiento moroso de textos consagrados– volvería a ser patrimonio de una minoría monástica. Pero esta visión catastrofista es solo otra distopía y me cuento entre aquellos que se consideran ineptos para autocalificarse y menos aún para denominar a su época en términos de decadencia, esa debilidad tan humana.

Aquellos que dejamos de ser. Ficción y nación en México, de Paola Vázquez Almanza, la joven discípula de Roger Bartra y Russell Jacoby, es una arriesgada prueba de laboratorio, única en su género, para relacionar, desde 1970 y en México, los linchamientos callejeros con las estrellas deportivas, la economía informal con el nuevo cine mexicano, a David Foster Wallace con Daniela Rossell, borrando, a su vez, las fronteras entre la historia nacional y el decurso universal. El libro, para empezar, refuta a quienes creen que la historia (confundida políticamente desde hace unos años con la memoria histórica, como lo recuerda con acierto Vázquez Almanza) ya no interesa a la generación del milenio.

Cumplido con creces ese propósito de analizar medio siglo, que celebro, mi desasosiego ante la cronología comentada por Vázquez Almanza atañe a su perspectiva moral (utilizando la palabra en su antiguo sentido sapiencial). Su cautela a la hora de pronunciarse, acaso debida a la neutralidad profesoral, separa al mero investigador del auténtico ensayista (destino que considero honroso y encuentro al alcance de Vázquez Almanza). ¿Por qué no decir, por ejemplo, que, por las razones que hayan sido, Salinas de Gortari y el subcomandante Marcos, al acordar una tregua en enero de 1994, evitaron una masacre?

Otro asunto de mi preocupación es la tendencia de la socióloga a asumir que las ideas se corresponden, casi por arte de magia, con las realidades. Partiendo, por ejemplo, de una referencia a Fernando Escalante Gonzalbo y a su Historia mínima del neoliberalismo (2015), se presupone, como reza la doxa periodística al uso, que vivimos en una sociedad del todo dominada por el neoliberalismo, ese ente pascaliano, a la vez totalidad y parte, maldición indestructible y enemigo de la humanidad. Empero, unas páginas después, Vázquez Almanza reconoce con cierta amargura, y con John H. Cochrane, que la crisis de 2008, festejada por la ecúmene antisistémica como el apocalipsis por todos tan deseado, en nada melló a la Teoría del Mercado Eficiente y a la voracidad neoliberal. Ninguna sociedad es eterna, pero Vázquez Almanza es reacia a preguntarse por qué predomina la globalización con todas sus miserias y se limita a hacer la anatomía de una izquierda, hoy día retardataria o caprichosa, atada primero al new age y luego a las redes y no “al verde árbol de la vida”, como dirían Goethe y luego José Revueltas, incapaz de “resignificar” un mundo más allá de la vieja identidad nacional. No culpo a la autora de su estupor, solo tomo nota en cómo sus opiniones se enfrentan con hechos que las ponen en entredicho.

El neoliberalismo o como queramos llamar al actual estado posindustrial del capitalismo, y así lo admite correctamente Vázquez Almanza, pareció diluir, en México y en el resto del mundo, la identidad nacional –creación del siglo XIX según mis lecturas–, pero al mismo tiempo la obligó a pernoctar en la periferia extremista de las sociedades, la cual, durante la década que está terminando, se extendió hacia el centro: marginales, el fundamentalismo bíblico o coránico y el populismo de estirpe hispanoamericana están siendo reexportados a las “ciudades globales” y a otras que no lo son tanto. Por ello, melancólicamente, Vázquez Almanza concluye que acaso la única razón para seguir estudiando la identidad nacional sea su capacidad de resistir a la globalización gracias al agresivo nacionalismo de nuestros días.

Vázquez Almanza enfatiza que, a partir de los años setenta, el discurso hueco y monocorde del nacionalismo revolucionario del pri quedó casi por completo desfasado frente a los hábitos de consumo cultural de la población, mismos que se aceleraron gracias a la tecnología. Como punto de partida, cita la sabrosa anécdota –que yo desconocía– de cómo el efímero presidente Pascual Ortiz Rubio, en 1930, pretendió destronar al novedoso Santa Claus como símbolo de la Navidad para sustituirlo por Quetzalcóatl. Por supuesto, ganó Santa Claus, como siempre gana –es aquí donde noto cierta inadvertencia en Vázquez Almanza– la cultura a secas contra los devaneos identitarios del poder. En el peor de los casos, la pedagogía estatal y la cultura viva, sea popular o elitista, conviven dándose la espalda. El México nacionalista del cardenismo fue también el México cosmopolita de los Contemporáneos y la fridomanía de los años ochenta fue un gadget de la globalización que nada agregó a la rutina escolar de un agónico pri.

Quizá el mayor defecto crítico de Aquellos que dejamos de ser sea un involuntario lukacsianismo que busca, no siempre con éxito, el reflejo, así sea deformado, de la realidad social en el espejo del arte y la literatura. A veces las correspondencias son obvias, a veces no tanto y frecuentemente son forzadas o inexistentes como –para entrar en el terreno que domino mejor– ocurre con las obras en prosa enlistadas al final del libro. La importancia de Carlos Velázquez, según yo, no es la vida cotidiana bajo las guerras narcas sino la benéfica y turbadora ausencia de todo punto de vista ideológico del narrador ante los hechos; Fabrizio Mejía Madrid no revisa “críticamente” nada del pasado reciente de México, pues le basta y le sobra con actualizar el martirologio de la izquierda en excursiones al cine mudo donde buenos y malos libran sus rutinarias batallas; Huesos en el desierto (2002), de Sergio González Rodríguez, es una espeluznante profecía del México criminal de la siguiente década. Pero como periodismo de investigación fue escaso en aportar pistas que nos condujeran a saber quiénes cometían los feminicidios en la hobbesiana Ciudad Juárez porque Sergio, foucaultiano, no podía aceptar la naturaleza cainita de ese vecindario. Finalmente, una novela total como Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998 y no 2012), de Daniel Sada, toca todo lo que su radical invención lingüística le permite, pero reducirla a una microhistoria del fraude electoral es hacerle un flaco favor.

El neomexicanismo, por ejemplo, pregonado por el pintor Julio Galán en 1985 e interpretado por mi querido y recordado Olivier Debroise, fue en efecto nostalgia por un México perdido, cliché repetido –digo yo– cada vez que la nación se siente, inventándose, vigorosa: en 1821, cuando Carlos María de Bustamante fabula un pacto constantino en el que los aztecas legitiman al nuevo Imperio mexicano separado de la madre patria (un intento reeditado, del romanticismo al neoclasicismo, en las fiestas de mal augurio de 1910); en 1861 y en 1867, con los liberales festejando la derrota de los conservadores y luego de Maximiliano; en 1921, toca a Obregón (y a López Velarde) la suerte de otro jolgorio, el centenario de la verdadera Independencia, la del emperador Iturbide; durante el cardenismo, desde luego y después en el populismo de los Echeverría y de los López Portillo, la ilusión identitaria parece adueñarse de la nación.

Hace una década, durante el bicentenario, la nación no tenía entonces necesidad de ningún cliché para reinventarse y por eso todo aquello fue mucho ruido y pocas nueces. O sea, no basta con los acontecimientos para marcar ciclos. Recomiendo más Vico y menos Marshall Berman. La realidad, sin duda, nunca había sido tan vaporosa, pero es demasiado pronto para dar por concluidas las tareas de la modernidad y más aún cuando el posmodernismo de mi juventud es otra antigualla.

Pero le asiste la razón a Vázquez Almanza cuando señala que cada reaparición del cliché es más caricaturesca que la anterior y de ello son buenos ejemplos las señales contradictorias emitidas por el actual gobierno, iniciado justo cuando la autora daba fin a Aquellos que dejamos de ser. Tenemos juarismo sin laicidad, thatcherismo de izquierda que destruye el Estado en nombre no del implacable mercado sino del desmañado autócrata; nacionalismo revolucionario despojado de antiimperialismo; identidad nacional resumida en decálogos y cartillas morales que remiten a Sara García y no a Alfonso Reyes, y un largo etcétera en el que ya debe estar trabajando Vázquez Almanza, contrariada, como muchos, por la errática pirotecnia que salta de Palacio Nacional.

Antes de nuestro “siglo del populismo”, como lo ha llamado Pierre Rosanvallon, las novedades identitarias (a su manera un oxímoron) habían dejado de impactar en el fondo simbólico de las antiguas naciones (y México, Estado nación antes que Italia y Alemania, lo es), como lo muestra lo ocurrido con Marcos en los años noventa, caso estudiado por Vázquez Almanza. El giro mediático del encapuchado hacia el indigenismo les importó poco a las comunidades indígenas mexicanas más allá de Las Cañadas, como lo probó el fracaso de la gira proselitista del ezln en 2001. En cambio, impresionó a las minorías antisistémicas europeas, felices poseedoras de un juguete tan perecedero como los tamagotchis.

El experimentalismo cronológico, en Aquellos que dejamos de ser, atribuye esa deformación de la identidad nacional –sin que a la autora le moleste el estilo grutesco que la caracteriza– al neoliberalismo. Yo pienso al revés: la actual violencia identitaria es el resultado de una amplia reacción antiliberal, verdadera ofensiva bélica que atacó a las sociedades liberales en sus flancos más débiles justo cuando se embriagaban con el llamado, en 1989, “fin de la historia”, rechazado por Daniel Bell, uno de los intelectuales liberales que disgustan a Vázquez Almanza.

Tanto en la Rusia de Putin como en el México de López Obrador, el nacionalismo se reconstruye a lo Frankenstein (o a lo Blade runner, para estar en sintonía con la autora) con despojos y pedacería de ideologías muertas o en franca descomposición. Semejante reciclaje es bien observado, a lo lejos, por Vázquez Almanza, pero ni ella ni nadie está en condiciones de saber si forma parte de la aparente naturaleza “líquida” de nuestro siglo o si estamos –Vico otra vez– ante el inicio de un nuevo ciclo totalitario de duración impredecible.

Si el mundo fuera sencillo, hace rato que la identidad nacional –cuyo origen estuvo en el peculiar universalismo romántico– habría sido expulsada de las democracias y alojada en los museos –donde debería estar la Estela de Luz del bicentenario de 2010– para ser sustituida por el “patriotismo constitucional”, la sencilla esencia, según Jürgen Habermas, que debería unir a los ciudadanos. Pero la realidad conspira contra las soluciones elegantes.

Por razones generacionales, Vázquez Almanza no tiene escrúpulos para entrecomillar nuestra “transición democrática” y sugerir que la defensa hecha por José Woldenberg, uno de sus padres fundadores, algo tiene de “autobiografía de un fracaso”. A ella, prudente, le da pena con sus maestros afirmar sin taxativas –como tantos otros jóvenes– que México no le parece, en puridad, una democracia, aunque admite “la difícil tarea” que han tenido “las democracias débiles o recientes” para evitar “la desmistificación del régimen democrático”.

En Aquellos que dejamos de ser se atribuye la urgencia de ese ejercicio desmitificador a la insistencia de políticos e intelectuales en sustentar, desde hace décadas, nuestra supuesta identidad nacional en la antropología. Sin regresar hasta el grupo Hiperión y El laberinto de la soledad, Vázquez Almanza se conforma con aquella declaración del expresidente Peña Nieto, en 2014, sobre “la naturaleza cultural” de la corrupción en México, para insistir en esa suerte de error genético que alteró la pedagogía de la transición.

Antes de concluir, para que se me entienda mejor, quisiera hacer un aparte autobiográfico. Como Vázquez Almanza hace poco, yo mismo fui asistente de investigación de Roger Bartra, justo en los años en que él preparaba La jaula de la melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano (1987). Mi diálogo con ese libro, a cuya obra negra contribuí modestamente, ya lo he contado en otras páginas. Pero gracias a Bartra, como seguramente le ocurrió a Vázquez Almanza, quedé curado de espanto, por razones políticas, de las consecuencias criminales que la identidad nacional posee cada vez que aparece como combustible del nacionalismo. Empero, mis varias relecturas de El laberinto de la soledad (libro tan ligado a la terapia psicoanalítica como el de Bartra a la teoría marxista de la enajenación) y de otras obras del género identitario, de Miguel de Unamuno a Ezequiel Martínez Estrada, me convencieron: reducida a su núcleo como “carácter nacional”, esa identidad existe y se esconde no solo en el arte y la literatura, sino en los gestos de nuestros vecinos, como lo apuntó Paz en una página memorable.

Ello no quiere decir que ese carácter natural sea inmutable. Puede y debe ser corregido, por poderosas mareas culturales, mutaciones demográficas y devastaciones de todo tipo. Así como la derrota hizo de los belicosos holandeses y portugueses pueblos pacíficos, o el mito del mestizaje jugó en México una función civilizatoria1 (punto en el que difiero de José Antonio Aguilar Rivera, otro de los autores de referencia para Vázquez Almanza), me resisto a creer que la semejanza casi milimétrica entre el mapa de las guerras narcas de nuestro siglo mexicano y la geografía de la violencia revolucionaria de 1910 sea solo una coincidencia.

Diría yo que existe un carácter nacional y que en su belicosidad –para abordar únicamente lo más grave– solo puede ser sometido por las reglas, mecanismos y contrapesos de una auténtica democracia. La alta votación y el todavía mayoritario respaldo del que goza el actual presidente de la república se explican, siendo reduccionistas y tomando solo un aspecto del carácter nacional, porque él y millones de mexicanos comparten la profunda creencia de que la justicia está por encima de la ley. El asunto tiene remedio y me alegra encontrar en la generación de Paola Vázquez Almanza a la que le toque resolverlo porque las generaciones anteriores, de forma evidente, fracasamos. ~

1 Me intriga que, en Aquellos que dejamos de ser, Reyes aparezca por encima de Paz como el mexicanósofo de cabecera de Paola Vázquez Almanza al grado de permitirse cerrar el libro con una cita suya. Ella, además, concuerda con don Alfonso en que “la apariencia nunca es desdeñable. Hasta cuando engaña da un indicio” (Reflexiones sobre el mexicano, 1944).

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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