La cinta sin fin

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Tuve una amiga que gozaba de muy buena posición económica y trabajaba en el vertedero municipal, en la zona de papel, cartón y reciclaje de pequeños objetos. Capital de provincias donde nunca pasaba nada y si pasaba se intentaba olvidar lo antes posible. Todos intentando olvidar algo a la vez supone una fuerza mental colectiva y un estrés social considerable, pero décadas de costumbre habían formateado a la población que todo lo sacrificaba a la tranquilidad.

Mi amiga era rica pero se empeñaba en trabajar en la cinta sin fin del vertedero. Más de una vez intentaron ascenderla pero ella se lo tomaba como un insulto. Decía que su trabajo era muy especializado y que el reciclaje, la economía circular y en definitiva la sostenibilidad pasaban por su manos, que se sentía plenamente realizada haciendo ese trabajo y que formar a alguien para sustituirla costaría meses.

Yo la conocía desde pequeña y sabía que eso eran excusas moldeadas con argumentos a la moda de los tiempos, no me cabía duda de que Xyz estaría disfrutando en ese vertedero, aunque no podía imaginar cuál era el aliciente secreto que la mantenía tan apegada a la cinta sin fin.

Así que reanudé nuestra vieja amistad, tan sólida como superficial, y desistí de preguntarle por su trabajo sabiendo que con el tiempo me lo contaría todo. Tampoco esperaba algo espectacular, Xyz era moderada e independiente y, al igual que yo, jamás aspiró a tener una vida interesante ni a dejar la pequeña ciudad donde habíamos nacido. Lo cierto es que reanudamos nuestra relación y nos hicimos amigas de verdad, de manera que se me olvidó el asunto del vertedero. Simplemente era su trabajo y a ella le gustaba. A veces comentaba algo curioso: que aparecían objetos de valor, joyas o documentos que la gente había arrojado a la basura por error o venganza. También se daba el caso de que al fallecer los padres los hijos decidían alquilar o vender la vivienda y ordenaban vaciarla. Al final todo pasaba por las cuidadosas manos de Xyz.

Cuando yo ya había perdido el interés en averiguar qué era lo que le interesaba tanto de ese trabajo ella me lo dijo con toda naturalidad. Y me quedé a bolos. Lo que hacía mi amiga Xyz en la cinta sin fin era rescatar cuadernos, diarios, breviarios, libretas de notas… todo lo que estuviera escrito a mano lo sometía a su experto diagnóstico. La mayoría de los documentos, dijo, eran decepcionantes y, tras un minucioso análisis, volvían al container de papel… pero de vez en cuando encontraba auténticas joyas dignas de engrosar su ya nutrida colección de incunables. Así los llamaba: “mis incunables”.

Al principio me decepcionó este fervor por los cuadernos usados; yo esperaba más de Xyz. Hasta que no vi la colección ordenada en una estantería secreta de su casa no caí en la cuenta de que verdaderamente tenía un tesoro. Xyz corregía, verificaba y restauraba aquellos manuscritos y todos los que llegaban a su casa reunían suficientes méritos: por la caligrafía, por la tipografía –había tipos de letras originalísimos, algunos inventados, pues por mucho que buscamos no pudimos encontrar nada similar–; y desde luego por el contenido: auténticas confesiones de crímenes, robos, atracos a mano armada, atentados, desfalcos, adulterios, orgías y toda clase desmanes y locuras. Y con nombres y apellidos que todos conocíamos en la pequeña capital de provincias en la que ¡el valor supremo era la tranquilidad!

Es cierto que la mayoría de esos testimonios –muchos se autoinculpaban– reflejaban un tiempo ya ido, y los delitos seguro que habían prescrito, pero resultaba apasionante escudriñar las confesiones de los vecinos: la sinceridad siempre asusta. También encontró mi amiga revelaciones que aclaraban sucesos de nuestra ya lejana adolescencia que habían conmovido a la ciudad. Todo esto me lo leía ella o me lo daba a leer en su presencia, pero nunca me dejó a solas con sus incunables.

Creo que desconfiaba de mí y, como se verá enseguida, no le faltaba razón. Todo esto como es lógico me lo estoy inventando, pero hace tanto tiempo que lo vengo haciendo, y con tantas variantes, que ya ha empezado a formar parte de la realidad tanto de nuestra pequeña capital y de su vertedero comarcal como de nuestras dos vidas tan confortables como aburridas.

Hasta que un día mi amiga, sin previo aviso, me dejó sola en su biblioteca secreta. Quizá fue un descuido, aunque lo más probable es que por fin le hubiera surgido algo mucho más importante que estas vagas ensoñaciones imaginarias que de vez en cuando extraía de la cinta sin fin que creo que ella había idealizado pues alguna vez la llamó “la cinta de las mil y una noches”.

Ese día empecé a mirar uno por uno todos los cuadernos y diarios que Xyz había rescatado con tanta paciencia a lo largo de los años… hasta que encontré este, este mismo texto que estoy transcribiendo al ordenador y que de alguna manera explica que la pasión de mi amiga no era una locura y tampoco un pasatiempo inocuo. Ella lo había dicho alguna vez: todo tiene un sentido, aunque es difícil encontrarlo.

Ahora –según este relato que copio y que describe cómo lo voy inventando–, mi amiga envía mensajitos vacíos desde remotos lugares improbables y yo, por expreso deseo suyo, me he quedado al cuidado de la biblioteca de cuadernos y diarios. También me he presentado a las pruebas para sustituirla en la cinta sin fin del vertedero donde dicen que, al faltar Zxy, se acumula la faena. Por lo visto los ciudadanos se han enterado de este delirio y cada vez arrojan más material al container con la esperanza de que el archivo de mi amiga salve sus vidas del largo olvido. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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