Letras Libres ha reunido a un grupo de expertos para que detallen los desafíos más apremiantes que tiene México hoy día en materia económica, ambiental, educativa, de género y seguridad. Si en algo coinciden todas esas voces es en que la voluntad política se ha contentado con crear instituciones huecas y aprobar reformas mancas que no convocan el apoyo de los sectores clave ni de la ciudadanía. ¿Qué diagnósticos tomar en cuenta para poner estos temas sobre la mesa? Este número es una apretada agenda de malestares nacionales. Pero más que eso: un panorama para empezar a tener una discusión más transparente.
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En la inauguración de la XXXI Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la más importante en lengua castellana, su presidente, Raúl Padilla, criticó los recortes a la cultura durante el gobierno de Enrique Peña Nieto. En este sexenio el Presupuesto de Egresos de la Federación “ha tenido un crecimiento de 10.3% en términos reales. A pesar de ello, tenemos que lamentar que el gasto en cultura ha sufrido una disminución del 32.1%. Es triste constatar que al inicio de esta administración el gasto en cultura representaba el 0.53% del gasto total. Para 2018 representa solo el 0.32%” (El informador, 26 de noviembre de 2017).
En el mismo acto la titular de la Secretaría de Cultura, María Cristina García Cepeda, nada dijo sobre el desplome de un presupuesto que, en tres años, pasó de 11,466 millones de pesos a 6,800 millones. Esta disparidad de enfoques retrata la política cultural de un sexenio caracterizado por el desinterés hacia la cultura. El mal augurio empezó en diciembre de 2011 cuando Peña Nieto, como precandidato del pri a la presidencia, no pudo responder cuáles eran sus tres libros favoritos. Nadie tiene la obligación de leer, es verdad –y esa es, de hecho, una de las prerrogativas de la lectura–, sin embargo, habría sido deseable que quien en ese momento aspiraba al puesto de mayor responsabilidad en el país, pudiera citar al menos tres títulos. No sucedió así.
A riesgo de parecer exagerada, que yo recuerde, este ha sido uno de los sexenios más desafortunados en esa materia. La recién inaugurada y ya marchita Secretaría de Cultura ha adoptado una actitud de hermetismo e indiferencia, además de un desprecio inaudito hacia la comunidad cultural. En este rubro, el próximo presidente tendrá el desafío de darle vida a una institución que nació herida de sombra. Deberá estar convencido de la importancia de la cultura y cómo esta permea todo; de lo que aporta y significa; de su capacidad para generar ideas, soluciones sociales y económicas.
Varias veces fui testigo de cómo trabaja la Comisión de Cultura en la Cámara de Diputados. El panorama es desolador. La ignorancia de nuestros legisladores sobre la cultura en general y la mexicana, en particular, es alarmante. Fuera de Frida y Diego, la nada. Los diputados forman parte de esta comisión porque les parece que sus asuntos requieren menos responsabilidad y esfuerzo. Aunque son ellos y los senadores quienes tienen una influencia decisiva a la hora de asignar o recortar los “techos presupuestales” de las instituciones públicas.
Se advierte entre la alta burocracia cultural un enorme desprecio por quienes deberían salir beneficiados por las políticas culturales (“Cancelan ópera y no informan al público”, se lee en una nota de El Universal del 25 de noviembre de 2017), pero también hacia quienes laboran en las instituciones (“La Secretaría de Cultura deja en el limbo a trabajadores temporales y enfrenta dos demandas”, dice una nota de Animal Político del 5 de febrero de 2016). La discriminación, el abuso de poder, el nulo reconocimiento al esfuerzo de los trabajadores, el turbio criterio de adjudicación de plazas para beneficio de familiares y amigos son cosa de todos los días. Eslabón tras eslabón se ha ido formando una cadena de desprecio que termina –es evidente– en una gravísima reducción del presupuesto para la cultura, un tema que a la clase política le resulta completamente prescindible, excepto cuando hay que hablar de México-Frida-y-Diego. En su quinto informe de gobierno –un discurso que duró una hora y seis minutos– el presidente de la república le dedicó 45 segundos a la cultura. Cierto es que esa desconsideración no se inventó en este sexenio. Está documentada la declaración de Jaime Serra Puche cuando, en 1993, durante las negociaciones alrededor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), se le preguntó qué papel jugaría la cultura: “La cultura no nos importa”, fue su respuesta. Recientemente el senador Javier Lozano justificó su renuncia a la coordinación de cultura del pan afirmando que los temas culturales no ocupan un lugar relevante en la agenda del instituto político. Repartir tinacos y apoyar a la cultura parecen estar en el mismo nivel, con una ligera ventaja para el primero. Ni pensar en que, en la renegociación del TLCAN, el gobierno mexicano discuta con el estadounidense una agenda relativa a la cultura, aunque en realidad deberíamos sostener de manera permanente un intenso intercambio cultural con aquel país.
La misma comunidad cultural no es ajena a este desprecio. No ayuda nuestro canibalismo a ultranza, nuestra falta de solidaridad. Una y otra vez el mismo ritual: desollar a quien se gana una beca o algún apoyo, denostar al que obtiene un premio o publica un libro, envidiar al que logra reconocimiento. Todo esto, potenciado por el ruido incesante de las redes sociales, crea un ambiente gremial que merece por lo menos el adjetivo de hostil. ¿Cuánto de este desenfreno se debe a un cuestionamiento válido y cuánto es un mero ejercicio del resentimiento que se disfraza de “exigencia de rendición de cuentas”? Ojalá pudiéramos ser un poco más generosos, más críticos y demandantes con nosotros mismos, menos soberbios, más dispuestos a aprender y compartir con los demás. “Lo mejor sería –dice Gabriel Zaid respecto al papel de la cultura– que supiéramos convertir nuestra opresión en libertad, nuestra vida cotidiana en milagro.” Quisiera creer que es posible.
El tema del patrocinio y la tutela del Estado es complejo. El trato con los creadores debe ser diferenciado en la medida de que los artistas son distintos entre sí, y al mismo tiempo toda institución debería contar con mecanismos estandarizados para rendir cuentas. Entre los artistas, hay los que luchan por obtener el apoyo oficial, los que son ignorados o lo han sido desde hace décadas, y los que no quieren tener ningún nexo con las instituciones oficiales. Hay también preguntas relevantes que tendríamos que poner sobre la mesa: el apoyo financiero del Estado, ¿crea un arte y una cultura “sumisas”? ¿La calidad de un artista solo depende del esfuerzo individual? ¿El creador patrocinado crea asombro o finge que lo produce? ¿Las becas engendran una comunidad censurada o que se autocensura para no perder privilegios? ¿La cultura debe recibir un salario? ¿La cultura se puede crear institucionalmente? Se trata de cuestiones a las que tendrá que enfrentarse la nueva administración.
¿Qué debemos, qué podemos hacer? Propongo, como un comienzo, algunas ideas: administrar y promover el patrimonio cultural a través del turismo e incrementarlo asociándolo al patrimonio histórico; establecer acuerdos diplomáticos comerciales para la promoción de artistas en países con economías emergentes; ofrecer incentivos fiscales a las empresas que contraten creadores; concebir esquemas mixtos de apoyo; ofrecer soporte a la economía creativa; realizar una reforma fiscal que beneficie a los creadores; privilegiar subvenciones a las artes patrimoniales en riesgo de desaparecer; abrir la posibilidad de pagar impuestos patrocinando proyectos artísticos o científicos; fortalecer el gran acierto que se ha tenido en que los jurados de los premios artísticos sean creadores, no académicos; vincular al sector educativo con el sector cultural; crear una normativa urbanística y estética; garantizar a los creadores difusión para que puedan generar ganancias por sí mismos; invitar a las universidades privadas a actuar como patrocinadores; desalentar el gigantismo institucional en favor de microinstituciones que pueden estar más cerca de los proyectos culturales; revisar y acabar con la inequidad que existe entre el Sistema Nacional de Investigadores y el Sistema Nacional de Creadores; garantizar –como algo prioritario– la equidad de género en todos los sectores de la sociedad; fomentar, por sobre todas las cosas, la inclusión y el derecho a disentir, a debatir ideas sin ánimo de aniquilar a quien opina algo distinto que nosotros. ~