Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) es autor de tres libros sobre ETA, Los peces de la amargura (2006), Años lentos (2012) y Patria (2016, todos en Tusquets). En esos títulos ha abordado el sufrimiento de las víctimas, los orígenes de la organización y la atmósfera provocada por el terrorismo en el País Vasco.
¿Cuáles son las razones que hacen que elija escribir sobre el terrorismo? ¿Qué labor puede desempeñar la literatura frente a un fenómeno así?
Para mí el terrorismo de ETA es mucho más que un tema de interés. Forma parte de mi experiencia personal desde la adolescencia. No tengo siquiera que elegirlo. Ha estado ahí cerca durante muchos años. He visto, he sentido, he reflexionado, he sufrido por su culpa. Sería muy raro que no aflorase de cuando en cuando en mis obras literarias, particularmente en aquellas que nacen con voluntad testimonial. En cuanto a la función que puede cumplir la literatura ante un fenómeno colectivo como el referido, creo que son varias y ninguna trivial. La primera es construir una versión narrativa que albergue la vivencia íntima de los implicados, tanto la de las víctimas como la de los agre- sores y la de la gente que anduvo por allí. Se trata sobre todo de que nos sitúe en una perspectiva humana (psicológica, sentimental, cotidiana). La ficción literaria cumple o acaso deba cumplir también una función moral, puesto que no hay versiones inocentes cuando ha habido por medio crímenes y discursos que los justificaron.
“Tengo el firme convencimiento de que está en marcha la derrota literaria de ETA”, dice en Patria un escritor al que se podría identificar con usted. Ha declarado: “De qué sirve hablar de la derrota de ETA si luego predomina un relato que glorifica a la organización.” ¿Cree que se puede imponer ese relato?
La derrota literaria de ETA es la derrota de su relato. Un relato que blanquea su pasado sangriento, que trata de hacer pasar sus asesinatos por acciones inevitables o incluso justas. Frente a la narrativa que convierte al criminal en héroe, postulo la urgencia de un relato que desenmascare al agresor, revele su crueldad y rebata sus pretextos. A mí, particularmente, esta tarea me parece urgente. Uno viaja estos días por los pueblos del País Vasco y de Navarra, y se percata de que la posible desaparición de ETA, vencida por las fuerzas de seguridad españolas y francesas, no implica la desactivación de sus ideas y sus objetivos.
Sus tres libros que tratan del terrorismo son muy distintos formalmente: unos relatos en buena medida clásicos, una novela de extensión media que tiene algo de metaficción, una novela extensa, preocupada por mostrar los registros orales, pero que también incorpora rasgos que van más allá del realismo. ¿Cómo elige esa forma y cómo se relaciona con lo que quería mostrar en cada caso?
A mí todavía nadie ha conseguido convencerme hasta la fecha de que la literatura narrativa no sea o no deba ser arte. La principal carta que juego es la literaria. Después vienen otras, muy importantes también, pero supeditadas al componente formal del trabajo, con una excepción: el filtro ético que aplico a cualquier texto mío destinado a la publicidad. Antes de ponerme a la tarea suelo tomar cinco o seis decisiones que afectan tanto a la modulación del lenguaje como a la estructura de lo que me propongo narrar. No raras veces estas decisiones son arbitrarias, pero como al fin y al cabo condicionan la fluencia verbal resultan desde el principio indispensables. Bendigo el día en que caí en la cuenta de que un relato consiste en la voz que cuenta. Me dije entonces: muchacho, si quieres escribir algo digno de fatigar la mirada ajena deberás esmerarte en todo lo que concierna a dicha voz. No otra cosa es lo que procuro hacer con cada libro que se me ocurre.
¿En qué cambia escribir con ETA en activo y cuando ha cesado su actividad?
En lo que respecta a la escritura, no tendría por qué cambiar nada, aunque ciertamente es más fácil objetivar un fenómeno cuando se ha parado. Uno ya sabe entonces que no van a añadirse circunstancias nuevas que obliguen a replantearse o modificar la visión que pueda tener sobre el asunto. Tampoco hay que olvidar que escribir contra ETA, cuando la organización terrorista estaba activa, entrañaba serios peligros para la salud de los discrepantes.
Los peces de la amargura era un libro sobre las víctimas, y una de las cosas que más impresionaban era la sensación de soledad, de desamparo. No solo la violencia de las amenazas o el asesinato, sino la exclusión, el silencio. Es algo que también está en Patria, que adopta un enfoque más amplio, muestra más caras del fenómeno, como la angustia de los familiares de los terroristas o las torturas policiales: hay una determinación de ser complejo evitando al mismo tiempo la equidistancia. ¿Cuál era el mayor desafío que tenía para usted el libro?
En estos casos ayuda el oficio. Después de ocho novelas, uno ya le va cogiendo el tranquillo al género. Hay dos pozos en los que no me quiero caer por nada del mundo. Uno es la solemnidad; el otro, el sentimentalismo. Un error garrafal es poner la masa narrativa al servicio de una tesis. De hecho, no tengo ningún problema en colgar de una percha mis frágiles convicciones, puesto que lo que busco es otra cosa, es mostrar y entender. No aplico apelativos a los personajes. Si uno es tacaño, prefiero mostrarlo protagonizando episodios de avaricia, en la esperanza de que el lector saque después sus propias conclusiones. No me gusta tampoco reducir los personajes a dos o tres vicios o virtudes. No trabajo con seres puros. El malo de ayer es bueno hoy; el bueno de hoy es malo mañana. No incurrir en la imprecisión y la superficialidad, no ser tedioso, he ahí los mayores desafíos a los que se enfrenta cualquier narrador.
En Patria aparece la idea del “país de los callados”. Algo que también está en la novela es la presión que realizaba la izquierda abertzale, y en concreto sobre personas vinculadas a la lengua o la creación literaria. Ha sido crítico con la actitud de escritores en euskera y con un sistema de ayudas que privilegiaba una visión que no cuestionaba el nacionalismo. ¿Mantiene ese punto de vista? ¿Le sorprendía que no hubiera más literatura sobre un tema tan presente en la sociedad vasca y española?
No me sorprendía porque había miedo, pero también, por parte de algunos, había ciertos intereses y ciertas complicidades. Todo nacionalismo es discriminatorio por naturaleza y reparte las medallas en función de la causa que postula.
¿Ha percibido alguna diferencia en la recepción del libro en el País Vasco y el resto de España?
Hay diferencias de matiz. No descarto la posibilidad de que el lector vasco, contemporáneo de los hechos narrados, esté en mejores condiciones para entender entre líneas, dado que conoce bien el terreno, sus gentes y sus hábitos. También puede ocurrir que ciertos prejuicios menoscaben su lectura.
¿Le aportaba algo distinto vivir desde hace varias décadas fuera para abordar este tema?
Supongo que la distancia me procuró una visión panorámica sobre tantos hechos acaecidos en mi tierra natal. Uno escucha a unos y a otros; ve la reacción de los distintos actores, y como no puede intervenir rápidamente en el debate, se ve inducido de manera natural a practicar la reflexión sosegada. Para según qué tareas, acaso la perspectiva del jugador de ajedrez, que abarca todo el tablero con la mirada, sea preferible a la del alfil metido de lleno en la batalla. Desde el punto de vista emocional, no creo haber vivido nunca lejos.
¿Cuáles han sido los escritores que ha tenido como referentes al escribir estos libros?
Reconozco algunos antecesores. Soy consciente de haberme adentrado por veredas en cuyo suelo de tierra podían verse las huellas de Ramiro Pinilla o de Raúl Guerra Garrido. La literatura del Holocausto también ha estado presente en mi pequeño mundo mental. O los libros del periodista Florencio Domínguez. O las osadías formales de Arno Schmidt. En fin, he bebido en muchas fuentes, espero que con provecho.
Ha dicho que existe una tentación de amnesia, que se ha producido en otros países en situaciones similares. ¿Cuál sería, a su juicio, la manera o el modelo de gestionar no solo el fin sino también la memoria del terrorismo?
La posibilidad que considero más razonable es la de crear los objetos destinados a sostener dicha memoria y depararles a continuación un lugar adecuado. Los objetos pueden ser de índole diversa: libros, películas, fotografías, entrevistas, análisis, trabajos historiográficos, etc. La existencia de un amplio banco de testimonios sería lo deseable. ¿Cómo gestionarlo? Ni idea. ¿Con apoyo institucional? No me fío mucho dado que vivimos en un país propenso a las sectas y los bandos políticos, pero tampoco veo otra opción. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).