La destrucción de libros

La historia de la humanidad es también la de los libros que se han perdido. Frente a las amenazas naturales e ideológicas, su resguardo, reproducción y catalogación resultan indispensables.
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De miles de libros se sabe (o se supone) que existieron, pero nada más. En unas cuantas décadas, puede no quedar ni un ejemplar, en ninguna parte. San Focio (820-893) reseñó 280 “libros que he leído”, de muchos de los cuales no hay otra noticia. Sucede más aún con las revistas, ya no se diga los periódicos.

La polilla, la acidez del papel o del ambiente, la humedad, las goteras, las inundaciones, los tsunamis, los terremotos, los volcanes, los incendios, el robo, la guerra, el fanatismo, la ignorancia o la simple incuria pueden acabar con todo.

De manera accidental o intencionada se han perdido tesoros: la biblioteca babilónica de Asurbanipal, las de Alejandría y Constantinopla. Lo sepultado por el Vesubio, saqueado por los bárbaros, quemado por los nazis, bombardeado en Irak, sumergido en las presas del río Nilo.

Casi todas las bibliotecas de la Nueva España fueron destruidas o abandonadas para romper con el pasado, en la Independencia, la Reforma, la Revolución. Pero el incendio de la Cineteca Nacional no fue ideológico, fue pura irresponsabilidad.

Frente a todo lo que ha sucedido y puede suceder, hay que resguardar bien los libros físicamente. Además, reproducirlos de manera impresa y digital. Y catalogarlos, para orientar a los interesados y, en el peor de los casos, para que se sepa que existieron.

Hay libros que merecen el olvido, pero ¿quién lo va a decidir?

El costo no es tan alto, en comparación con el rescate, guarda y exposición de monumentos, obras de arte y objetos, en sitios arqueológicos, museos, mapotecas, fonotecas, fototecas, cinetecas.

La imprenta llegó a México en 1539. Desde entonces hasta 1900 se publicaron unos 20,000 libros (estimación de José Luis Martínez). Digitalizarlos todos y ponerlos en la web a disposición de investigadores y lectores ayudaría también a preservarlos, porque los originales que aún quedan deberían ser piezas de museo. Esta versión mexicana del Proyecto Gutenberg puede llamarse Proyecto Juan Pablos, en homenaje al “primer impresor que a esta tierra vino”.

Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), trabajando solo y con sus propios recursos, compiló la Bibliografía mexicana del siglo XVI. Catálogo razonado de los libros impresos en México de 1539 a 1600, “obra en su línea de las más perfectas y excelentes que posee nación alguna” (Marcelino Menéndez Pelayo). En 1886, publicó la primera parte (introductoria). Pero el catálogo mismo quedó inédito.

Aprovechándolo y ampliándolo, Enrique R. Wagner compiló una Nueva bibliografía mexicana del siglo XVI. La publicó en 1946 Jesús Guisa y Azevedo en su desaparecida Editorial Polis.

Agustín Millares Carló armó el proyecto original de García Icazbalceta y lo publicó completo en el Fondo de Cultura Económica (1954). Lo reeditó en 1981, con revisiones y adiciones. Merece reeditarse nuevamente, o al menos reimprimirse.

La biblioteca pública fue un invento social tan importante o más que las innovaciones tecnológicas para ampliar el acceso a libros ya editados. Cuando José Vasconcelos fue secretario de Educación Pública, lamentó que no hubiese más de sesenta en el país y soñó con tenerlas hasta en poblados de 15,000 habitantes. Ha pasado un siglo y todavía no se logra.

La situación es peor en el caso de las revistas, suplementos literarios y periódicos que desaparecen totalmente. José Luis Martínez hizo un gran servicio a la cultura mexicana pepenando ejemplares de docenas de revistas y suplementos literarios mexicanos del siglo XX, integrándolos en volúmenes de cada una y publicando facsímiles como libros en el Fondo de Cultura Económica.

Huberto Batis rescató El Renacimiento, la revista de Ignacio Manuel Altamirano, decisiva para el renacimiento de las letras mexicanas en el siglo XIX. Andrea Martínez Baracs puso en marcha la Biblioteca Digital Mexicana, digitalizando códices y documentos que están en los acervos de muchas instituciones.

Fernando García Ramírez ha propuesto una idea que aumenta el valor de todas esas compilaciones y facilita su aprovechamiento: crear en la web un Superíndice de Revistas que integre el índice de todas y cada una. Además, lo propone como un proyecto interactivo de lectores de revistas, a la manera del Proyecto Gutenberg (“Un mundo de revistas”, Letras Libres, diciembre de 2020).

Que los libros, además del índice general, tengan índices de nombres propios (y algunos hasta de temas) es una admirable tradición británica, lamentablemente ignorada en México, España, Francia y otros países. Se comprende, porque los índices cuestan y retrasan la fecha de publicación. Pero son utilísimos y mejoran el aprovechamiento del libro. Deberían ser obligatorios en los libros universitarios.

Hay buenos libros sobre el arte de hacer índices, incluso uno bonitamente titulado Indexing, The art of. Su autor, G. Norman Knight, organizó también una Society of Indexers y su publicación The Indexer, que continúan activas (www.theindexer.org).

Un índice colectivo de los libros publicados en México hasta 1900 (general y de nombres) sería útil. Para el siglo XX, sería mejor segmentarlo (por ejemplo: libros literarios, libros de historia, libros de texto) y excluir los traducidos. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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