Dioses y divinidades de la risa

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Guillermo Espinosa Estrada

Entre un caos de ruinas apenas visibles

Ciudad de México, Antílope, 2017, 150 pp.

Hay algo sospechoso en libros como Entre un caos de ruinas apenas visibles, de Guillermo Espinosa Estrada (Puebla, 1978), pues es casi imposible no rendirse ante quien exalta una escritura a la caza de la gratitud de los lectores, aquellos a los que desde los años ochenta del siglo pasado, con la popularidad de Magris y Calasso, a su vez amanuenses de Borges como lo hemos querido ser casi todos, fascina el ensayo en contubernio con cierta ficción. Parece no importar que la erudición sea verdadera o falsa, pues el argentino tornó secundaria esa diferencia. La mitología clásica puesta en oferta condensada –en el caso de Espinosa Estrada sus averiguaciones sobre el dios espartano de la risa Gelos y su avatar romano Risus– se agradece porque, paradójicamente, los quinientos volúmenes que conservamos de la Antigüedad grecolatina están a la mano, pero son poco frecuentados incluso por las personas cultas. Los doctores de la Edad Media hubieran dado más que un brazo por algunos tomos de la Loeb Classical Library o hasta de la Biblioteca Gredos, libros que, al menos en español, se venden, con cierta recurrencia, hasta en los puestos de periódicos.

Recuperar la mitología clásica y traducirla en términos contemporáneos es, de alguna manera, retomar la difusión escolar de los antiguos clásicos, abandonada a fines del siglo XX por el imperio del positivismo. La generación de 1900 –la de Reyes y Vasconcelos pero también la de Henry Adams y André Gide, algo más viejos– debatió mucho sobre la utilidad de la enseñanza de griegos y latinos. Mientras aquello se discutía, las lecturas de la llamada “crítica” en la edad ateniense, Plotino y los trágicos, se refugiaron en la alta literatura, educando al público, en las viejas humanidades, a su arbitrio. No es nada fácil entender un sencillo, y con mucha frecuencia hasta rudimentario, poema de fray Manuel Martínez de Navarrete, tenido por fundador de la literatura mexicana, porque él, poeta popular, asumía que sus lectores se sabían de memoria toda la multitud bucólica de ociosos pastores y divinidades floridas. Explorando, así, a la risa entre espartanos, griegos y latinos (“El dios de la risa es un personaje demasiado intrascendente, casi tímido, como para colarse en el inventario de la Antigüedad”), el autor de Entre un caos de ruinas apenas visibles nos presta un servicio pedagógico que, para los neoclásicos, fuesen Juan Meléndez Valdés o el abate Delille, era cosa de todos los días.

El romanticismo convirtió aquella cultura popular –cualquier dieciochesco, insisto, sabía quiénes eran los personajes históricos y mitológicos aludidos en Las aventuras de Telémaco o en el Viaje del joven Anacarsis a la Grecia a mediados del siglo iv antes de la era vulgar– en materia de la erudición académica, a la cual el libro de Espinosa Estrada no pertenece por decisión, bien meditada supongo, de un autor que se atreve a preguntarse –acaso con cierta timidez– por qué los antiguos le daban tan poca importancia a la risa y sus divinidades. De ahí que resulten muy sabrosas casi todas las referencias pescadas pacientemente por él y puestas a disposición de lectores, al menos en mi caso, ignorantes del tema.

Escrito en fragmentos, como lo mandata el género ensayístico predominante, Entre un caos de ruinas apenas visibles es en realidad menos un libro sobre la risa en la Antigüedad que un tratadillo sobre el siglo XX y sus filósofos errantes: Werner Jaeger, Ernst Robert Curtius, Erich Auerbach (que escribió Figura para refregarle al nazismo la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento) o Walter Benjamin. Todos ellos escaparon de la barbarie (o lo intentaron sin éxito como el héroe de Portbou) para preservar lo que dicha barbarie estuvo a punto de borrar de la faz de la tierra. Nunca estará de más honrar a los sabios y a los justos –como hace Espinosa Estrada al incluirlos en su elenco a manera de coro–, y más todavía en un siglo que, como el nuestro, se caracteriza por su procaz desinterés en los asuntos del espíritu. Hacerlo es, además, una de las libertades del ensayista, como lo es también entreverar, entre Plutarco y Gelos, un cuento que narra la tierna amistad del narrador con su amiga de infancia, cómplice en las primeras lecturas y muerta trágicamente –no en balde estamos en México– siendo ya madre de un hijo.

Tenemos, así, en Entre un caos de ruinas apenas visibles una plausible averiguación sobre la Antigüedad clásica, un homenaje (bien ilustrado con la Bacanal, de Tiziano, y con viñetas de Verónica Gerber) a los sabios del siglo XX y una mininovela de iniciación, con lo cual Espinosa Estrada se presenta como un ensayista que domina las querencias y las manías de nuestra época. Pero, ¿de qué manera concluir ante esta combinación? En primer término, hemos de agradecerle su afán didáctico. Cumple su misión de enterarnos de un asunto que nos parecerá digno de atención tras esta lectura, gracias a Espinosa Estrada, quien lee a Pausanias “con el alma en un hilo” al mismo tiempo que asocia el chiste, la comedia y la genitalidad entre los antiguos y los renacentistas. En segundo lugar, se aplaude una muestra más de filiación con el humanismo del siglo pasado, que nos permitió sobrevivir, como civilización letrada, a las grandes guerras y, después, a las batallas culturales empeñadas en culpar a la propia víctima de haber creado al responsable de su tentativa erradicación.

Para terminar, a veces el yo es odioso, aunque, desde Proust, el yo de un narrador no es por fuerza el que refiere Pascal en su célebre pensamiento. ¿Me dirán que Espinosa Estrada tomó el partido de Montaigne? No lo sé pero creo que no valía la pena incluir el cuento dizque personal en Entre un caos de ruinas apenas visibles, justamente por su naturaleza ancilar. Eliminándolo nada hubiera perdido un libro, si no erudito, al menos dueño de una cierta sabiduría no exenta ni de humor ni de esa coquetería indispensable en el buen ensayista que ya es Guillermo Espinosa Estrada, convencido del poder seminal de la risa, desde aquella primera que se escuchó en la literatura occidental cuando, en la Ilíada, los dioses se ríen del jadeante Hefesto. Mezclar con felicidad la vida propia (o la imaginada para aquellos seres capaces de ofrecernos la metamorfosis) y nuestras lecturas es una tarea más ardua, en la cual ya debe de estar pensando el autor de Entre un caos de ruinas apenas visibles. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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