Jean Meyer
El libro de mi padre o una suite europea
Ciudad de México, Tusquets/Secretaría de Cultura/CIDE, 2016, 604 pp.
Hace muchos, muchos años, supe por primera vez de él. Acababa de llegar a vivir a la Ciudad de México y mis tardes, saciadas muy pronto de ocupaciones, contaban con largos paréntesis de silencio en los que ninguna alma se cruzaba con mis pasos. Recorría las calles de mi barrio de entonces hasta el cansancio y me refugiaba a descansar en los pasillos de una vieja Librería de Cristal. Allí descubrí un libro que por su título despertó mi curiosidad. Era La Cristiada, en su edición de tapas rojas. Como no podía comprarlo y el encargado de la librería me sonreía cómplice cada vez que llegaba por allí, tomaba sucesivamente cada uno de sus tres volúmenes, me sentaba en el piso y, cada tarde, recostado en los estantes, devoraba sus páginas hasta que era la hora de cerrar. Así pasaban los días y muy pronto ya evitaba deambular por las aceras y me dirigía directamente hasta el pasillo donde estaba esperándome la historia de los cristeros. Estaba subyugado por la vida de esos campesinos que decidieron hacer una revolución para defender su cultura espiritual. Al filo de esas páginas se podía escuchar, como diría Paul Valéry, “una voz segura en todo su registro, mucho más amplia de lo que se precisa en poesía: una voz sabia, bastante más consciente, más rica en sonoridades, más atenta a tiempos y silencios, más marcada en los cambios de tono que la voz que de ordinario se presta a las obras en verso”.
Por eso cautivan cada una de las páginas de la inmensa obra de Jean Meyer. En cada una de ellas subyacen las emociones, la vida, los deslices, los sueños de los hombres de todos los tiempos. El joven francés que escribió La Cristiada después de recorrer, muchas veces a pie, los caminos de México, es hoy un historiador mexicano, en plenitud, que lo mismo ha escrito sobre problemas agrarios y movimientos campesinos, que sobre las revueltas de Manuel Lozada, sobre la Revolución mexicana, el sinarquismo, la historia de los cristianos en América Latina, el campesino en la historia rusa y soviética, Miguel Hidalgo, Calleja y la independencia de México, Plutarco Elías Calles, Samuel Ruiz, el papa de Iván el Terrible, Óscar Arnulfo Romero, el celibato sacerdotal, Rusia y sus imperios, la controversia entre las Iglesias católica y ortodoxa, sobre la invasión francesa a México, sobre la fábula del crimen ritual y el antisemitismo europeo, y sobre mil y una historias de pueblos y regiones de México.
En la obra de Jean Meyer existe una permanente e inédita forma de encender las locomotoras del pensamiento. Sus historias intensifican el sentimiento de estar vivo, invitan a descubrir lo interesante en todos los espacios, aun en el tronco de un árbol del bosque, aun en un pedacito de papel de estraza con apretadas anotaciones. Michel de Montaigne, Max Weber, Yasunari Kawabata, V. S. Naipaul, William Faulkner, Graham Greene, Joseph Conrad, Claude Simon, para no hablar de Joseph Brodsky, J. M. G. Le Clézio, Octavio Paz, o la colección completa de Las aventuras de Tintín o de Cahiers du Cinéma desde el primero de sus números.
De esa convivencia en las repisas de su biblioteca personal nace una conversación que imagino cotidiana. Solo así me explico las seis páginas, las que van de la 265 a la 270 de su Yo, el francés que, a manera de prólogo, colocado a la mitad de su libro, cuestionándose, nos mueve la existencia cada vez que las leemos. Allí nos enseña cómo se puede ser heterodoxo siendo absolutamente clásico. Pasarán a la historia. Ellas solas dan para un curso de teoría y método de la historia, para seminarios enteros sobre qué es ser historiador, para discusiones sobre el tiempo. En ellas Jean Meyer se cuestiona sobre el sentido de la historia, sobre las formas de contarla y sobre el sentido de ser historiador. Asunto nada menor para quien ha hecho pasar por sus manos y por su pensamiento, por lo menos, diez siglos de historia universal. Mil y un años de tiempo para contar.
Y de repente, en 2006, a raíz de la muerte de su madre, ordenando y a un tiempo descubriendo los objetos de la casa en la que creció en Aix-en-Provence, cosas tantas veces vistas, encontró una caja de cartón en la que se leía con la letra inconfundible de su padre, André Meyer, historiador, muerto en el año 2000, Mi autobiografía. Allí había un tesoro en un sinnúmero de libretas convertidas en Diario que abarcaba desde 1926, cuando tenía doce años, hasta el día de la Navidad de 1969; pero también encontró libretas y cuadernos en cuyas páginas, desde esa medianía de los veinte, hasta el 22 de agosto de 1993, su padre anotaba pasajes y opiniones sobre sus lecturas y sobre sus relecturas, fueran de Michel Vovelle, Charles de Gaulle, Balzac, Heine, Julien Green o Gore Vidal.
Jean Meyer vivió la misma sensación que Hanif Kureishi y Orhan Pamuk. Por ella el primero escribió Mi oído en su corazón en 2006 y el segundo La maleta de mi padre en 2007. Y diez años después de haber encontrado una rica herencia del pensamiento en una caja de cartón en el desván, Jean Meyer publica en español El libro de mi padre o una suite europea, una especie de nuevo género historiográfico, una autobiografía a cuatro manos en la que una vez más, como en un relámpago, nos llega la certeza de que “los muertos viven de mil maneras, entre otras, en las palabras, escritas o no, que nos dejaron”.
En el horizonte infinito que es El libro de mi padre Jean Meyer cumple con creces con lo que pide Jacques Le Goff en el preludio del último libro de su vida, a un tiempo testamento y herencia para los historiadores, cuando expresa que la escritura de la historia es un acto complejo, “a la vez cargado de subjetividad y de esfuerzo para producir un resultado aceptable para la mayoría”. Parece escuchar a Eduardo Chillida cuando nos revela que el tiempo existe en una versión que no es la versión temporal corriente, sino la de un hermano suyo, el espacio. Hay que esculpirlo, tallarlo. “Me interesa el tiempo que es armonía, es ritmo, son medidas.”
Al ritmo de los días de su padre, Jean Meyer le otorga armonía al tiempo de la historia. Y André Meyer se nos devela como un personaje de la vida y el pensamiento francés del siglo XX que –al aprendido ritmo de una cantiña que corre de finales del siglo XIX al alba del XX y que dice “francés no puedo / alemán no quiero / alsaciano soy”– es, a un tiempo, un consejero pedagógico fuera de serie; un cabeza de familia dador de afecto cargado de un pudoroso y profundo sentimiento; un académico independiente, apasionado por el buen uso de su idioma, que enseña historia y geografía a los jóvenes y también es especialista en Stendhal y Balzac; un historiador germanista reconocido y un cristiano comprometido; un patriota combatiente que recibe, con su país invadido por los nazis, una amorosa carta de otro historiador en lucha contra la ocupación, Marc Bloch, el 18 de enero de 1942. En uno de sus pasajes dice con alegría sobre Jean Meyer, quien nacería tres semanas después: “Permítame, antes que nada, felicitarlos por su felicidad. El optimismo, mejor dicho, la confianza de todos los alsacianos es admirable. ¡Cuánta razón tiene usted al participar y asociar a ella, por adelantado, el destino del pequeño ser que ustedes esperan!”
En El libro de mi padre Jean Meyer confiesa que el libro se le fue de las manos y el lector agradece esa fuga pues ella se convierte en una suite europea que, si uno mira atentamente, nos regala una lección de hacer historia; una historia regional de Alsacia a través de las vicisitudes, las ideas y la vida diaria en tres lenguas –alemán, francés y alsaciano– de la familia Meyer Barth; una microhistoria de la vida académica francesa de la posguerra; una historia política de Francia a lo largo del siglo XX y, sobre todo, a raíz de la liberación; una historia familiar que llena de emoción en su arco temporal que va de 1822 a nuestros días; una historia de la educación francesa a través de la experiencia, la vida y los milagros cotidianos de un profesor de historia de bachillerato en la provincia; en fin, el lector recibe lo que era el sueño de Luis González y González, una historia universal escrita con la gracia de un novelista. Es como si Hesíodo, Heródoto, Jules Michelet, Paul Valéry, Graham Greene, Marc Bloch, Raymond Aron y Juan Rulfo guiaran las manos de Jean Meyer para que escribiera esta historia del pensamiento francés, es decir europeo, es decir universal.
Con un equilibrio entre imaginación, memoria y rigor crítico, en El libro de mi padre Jean Meyer nos regala jirones de luz, afina las miradas y nos seduce con la contundencia sutil de sus composiciones históricas. En cada una de las líneas de su libro nos hace escuchar la centenaria voz del universo de los hombres y de sus tiempos. ~
es historiador. Entre sus libros se encuentran Las historias y los hombres de San Juan (El Colegio de Michoacán, 1985) y, en coautoría, Mayas, espacios de la memoria (IBM/Lindero, 2000)