La muerte de la rendición de cuentas

La polarización, la pérdida de poder de la prensa y la fatiga ciudadana impiden la fiscalización del poder.
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La rendición de cuentas es uno de los fundamentos de la democracia liberal: los contrapesos al poder, las instituciones contramayoritarias, la prensa libre fiscalizadora. Sin oposición no puede haber democracia. Pero en la posdemocracia liberal, basada en el decisionismo y en la guerra cultural, la rendición de cuentas se considera algo anticuado, idealista e ingenuo. El político contemporáneo no da explicaciones. El poder no se explica, se ejerce.

El contexto acelerado actual le ayuda. No hay respiro. Las polémicas acaban rápidamente sepultadas por otras noticias y no hay relato que no pueda ser moldeado. Pocos se acordarán de que hoy estás diciendo lo contrario a lo que defendías hace dos meses. En una entrevista tras dejar la política, Eduardo Madina se lamentaba de esto:

Tenía la sensación, en mi última etapa, de estar formando parte de un guion de una serie, que ya no atendía al principio de contradicción. Yo lo llevaba fatal cuando sabía que tenía que decir una cosa que era la contraria de algo que dije nueve meses antes. Alguna vez lo tuve que hacer pero me tiraba tres días tocado, sin poder explicármelo a mí mismo. Eran “cambios de opinión” sobrevenidos con los que yo no estaba de acuerdo, una posición editorial de mi partido o de mi grupo parlamentario. Esto ahora opera en un ciclo de veinticuatro horas. No hay principio de contradicción. Puedo decir exactamente lo contrario de lo que dije ayer. Y no tengo miedo de cómo vaya a influir esto en las dinámicas de voto, porque sé que la velocidad de los capítulos de esta serie va a hacer que dentro de un par de semanas ya no se acuerde nadie de esta parte del guion.

Lo que dice un político, más pronto que tarde, acaba desvaneciéndose en el aire. Y si no lo hace, siempre puede lanzar bombas de humo, fuegos artificiales, maniobras de distracción. El marco lo es todo. Un error político es solo un error de ángulo, un relato mal vendido. Hay un cliché en el mundo del cine que consiste en pensar que todo se puede arreglar en “posproducción”. En política pasa algo parecido. Un mal día para un político, un desliz o una intervención torpe se pueden arreglar en posproducción: siempre habrá un portavoz del partido sin escrúpulos dispuesto a negar ante la prensa lo evidente, un editorial del periódico de tu cuerda vendrá a salvarte y a afirmar que lo que dijiste estaba fuera de contexto.

Un ejemplo: En mayo de 2018, el líder del PSOE Pedro Sánchez afirmó que “lo ocurrido el 7 de septiembre en el parlamento de Cataluña se puede entender como un delito de rebelión”. Se refería al golpe parlamentario que dieron los partidos independentistas poco antes del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. Meses después, tras llegar al gobierno apoyado por los partidos independentistas catalanes, Pedro Sánchez cambió de opinión. En una rueda de prensa, la portavoz del gobierno, Carmen Calvo, defendió la nueva postura y dijo: “el presidente del Gobierno nunca ha dicho que haya un delito de rebelión en Cataluña”. Cuando la prensa le recordó que era obvio que sí, la vicepresidenta respondió: “Por entonces no era presidente del gobierno.” En mayo de 2021, preguntado por los posibles indultos a los políticos independentistas, Sánchez se fue por las ramas: hay que “mirar al futuro, aprender de los errores y abrazar valores constitucionales, y no quedarnos atrapados en la venganza y la revancha”. Apenas un año y medio antes, en la campaña para las elecciones de noviembre de 2019, había incluso prometido endurecer las penas por el delito de rebelión y traer a España al político independentista fugado Carles Puigdemont.

Cambios de chaqueta

Como todo se olvida en el ciclo febril de la información, y como el coste de la hipocresía es bajo, el político no tiene por qué ser fiel a nada. El mejor político contemporáneo es una esponja, un significante vacío que sus asesores llenan con diversos contenidos. Solo le debe preocupar el poder y su conservación. El ciudadano no se identifica con el líder político por lo que piensa sino por lo que representa. Da igual lo que realmente piense un político. A veces, el asesor prefiere no saberlo.

Esto se ve bien en la serie de HBO Veep, sobre la vicepresidenta de EEUU. En el capítulo “La elección”, de la temporada 3, los asesores de Selina Meyer se reúnen alrededor de una pizarra para decidir qué debería pensar su candidata sobre el aborto. Durante toda la jornada, cambiará varias veces de opinión según sus intereses y las posiciones de otros senadores.

Ante la falta de ideas, es normal el cambio constante de chaqueta. En política, cambiar de idea puede ser algo noble; el ideal es que si cambian los hechos, cambian tus ideas. A veces se identifica con la autocrítica. Pero el chaqueterismo contemporáneo político no es tanto moral o programático como estratégico. Como ha escrito Daniel Gascón, “no hay pensamiento, hay posicionamiento”.

Este desprecio absoluto por el principio de contradicción no pasa desapercibido. Los medios lo señalan constantemente. Las televisiones hacen montajes con declaraciones pasadas y actuales. Los líderes de la oposición critican las incoherencias del gobierno, y viceversa. Pero el coste político es casi nulo. Es posible llegar a la presidencia de un gobierno y mantener el poder durante años cambiando de opinión innumerables veces sobre cuestiones trascendentales, incumpliendo promesas que forman parte de tu identidad, ignorando a la prensa y despreciando todo tipo de rendición de cuentas. Porque, realmente, nadie se entera. O, al menos, la gente que te importa, el núcleo sociológico al que necesitas convencer o preservar, no se entera y, sobre todo, no te juzga por ello.

El político nunca perderá su deseo de promoción. Sobre todo, el político sin cargo institucional, que necesita darse a conocer para que lo voten. Pero una vez elegido, la necesidad de rendir cuentas desaparece. El político contemporáneo tiene todos los incentivos del mundo para olvidarse de las formas anticuadas de la fiscalización, la prensa y la rendición de cuentas. Y esto no es solo un pecado de líderes populistas cuya principal identidad política es el rechazo al establishment y las instituciones independientes; es también un pecado de líderes liberales aparentemente respetables.

Esto no significa que los políticos ya no dimitan. Y no todos ignoran a la prensa ni la rendición de cuentas. Hay líderes que intentan ejercer una política más decente. Pero los incentivos para hacer lo contrario están ahí, mal colocados. La tendencia es hacia el cinismo, la evasión de responsabilidades, el cálculo estratégico cínico. La política contemporánea recompensa estas actitudes. De este modo, se vuelve un polo de atracción de cínicos.

Corrupción y transparencia

A los políticos contemporáneos les gusta hablar de transparencia. Es un concepto que indica cierta modernidad y honestidad. La transparencia es sinónimo de buena gobernanza: se organizan simposios sobre ella, donde se pronuncian palabras como resiliencia o multinivel. Pero es solo un adorno retórico.

La transparencia se usa como un sonajero. Si uno se compromete con la Transparencia con mayúscula, ya no necesita ser transparente. Pasa igual con la ciencia. Durante los años de Trump, los partidos liberales y progresistas se autoproclamaron enemigos del populismo anticientífico. La ciencia era un valor ilustrado frente al oscurantismo de la ultraderecha. Pero esa defensa de la ciencia no iba acompañada de aumentos del presupuesto en investigación, ni tampoco mediante la aplicación de criterios científicos a la gobernanza. Si uno se compromete con la Ciencia, ya no necesita seguir el método científico.

En España, el gobierno de Pedro Sánchez prometió transparencia y renovación. El líder del PSOE llegó al poder después de una moción de censura contra Mariano Rajoy, tras una sentencia de corrupción que afectaba a su partido, el PP. Había una promesa de redención. Desde el principio quiso dar ejemplo de honestidad y mandó dimitir a dos de sus ministros: al titular de cultura, Màxim Huerta, solo dos días después de su nombramiento, por un problema con Hacienda ya resuelto; a la ministra de sanidad Carmen Montón por un máster fraudulento.

Ese celo reformista desapareció rápidamente. Meses y años después, hubo ministros involucrados en peores polémicas, una ministra de justicia convertida en fiscal general, incumplimientos flagrantes del programa del gobierno de coalición, ocultaciones de información relevante durante la pandemia que no merecieron dimisiones. El gobierno de la transparencia y la modernidad abusó de los decretos leyes, incumplió las decisiones judiciales que le obligan a ser transparente y ha usado las instituciones para la promoción partidista (como ha denunciado innumerables veces la Junta Electoral).

Sánchez descubrió que lo mejor para neutralizar un problema es ignorarlo completamente. Así se convierte en un no-tema. No hay debate, no hay nada de lo que hablar. Es casi una táctica de luz de gas. La ignorancia explícita de los problemas acaba sofocándolos. Es un clásico del debate público: las tesis que yo defiendo no admiten discusión. Y los temas incómodos, los que me pueden penalizar, no existen. El aparato propagandístico se usa en exclusiva para evitar una verdadera rendición de cuentas.

Otras veces, la mejor estrategia es no esconderse, no ocultar nada desde el principio. Uno dimite cuando lo pillan ocultando algo. Pero si desde el principio eres transparente haciendo ese algo, será más difícil que la prensa pueda sacar una exclusiva en la que se descubre tu irregularidad. Cuando Pedro Sánchez nombró a su ministra de justicia como fiscal general del Estado, un cargo que debe ser neutral, lo hizo de manera explícita y abierta. La prensa le recriminó su actitud durante semanas, pero el tema acabó muriendo por sí solo. Ante el desdén y cinismo del gobierno, las críticas se desnaturalizaron; quien seis meses o un año después recuerda el nombramiento queda como un lunático incapaz de pasar página.

La política es así

Los politólogos que dicen que hay que analizar la política tal y como es, y no como debería ser, insisten en que es así: fea, cínica, hipócrita. Estas prácticas están tan extendidas que no merece la pena señalarlas; el agua moja. Decir lo contrario es una especie de impugnación antipolítica o una ingenuidad melancólica. La política no tiene que ver con la moral sino con el poder, dicen. Es la búsqueda y conservación del poder. Y lleva siendo así durante siglos. Ha de analizarse a través de los incentivos, de la estrategia, y el abismo entre lo que se dice y lo que se hace forma parte de ella. Es un discurso paralizante. Todo se justifica bajo la rúbrica de la política: estas son sus reglas, siempre lo han sido y siempre lo serán. Es inútil e ingenuo intentar ignorarlas. Se pueden cambiar muchas cosas, pero el cinismo y la hipocresía son estructurales.

Los politólogos tienen razón en que es fácil caer en la antipolítica. Del “todos son iguales” a la desconfianza en las instituciones y en la democracia hay un camino muy corto. Pero hay otra forma de verlo. Es el cinismo lo que ha contribuido al populismo, que no ha surgido espontáneamente. Son la hipocresía y las promesas incumplidas las que han conducido a millones de personas a votar a líderes populistas, que, sobre todo, atraen por su promesa de autenticidad.

En política, la autenticidad puede ser tóxica. A veces no significa nada, es solo una cuestión de carácter y temperamento. Otras es una excusa para los prejuicios y la intolerancia. Pero si han surgido líderes populistas que hacen bandera de “decir las cosas como son” es porque durante años los políticos han sido percibidos como arribistas y cínicos sin ideas, solo preocupados por conquistar y conservar su poder.

La rendición de cuentas en una época de polarización

¿Los políticos ya no dimiten? ¿La prensa ya no fiscaliza? No es así. Pero la rendición de cuentas se ha estrechado. Hay varios motivos que explican esto. Al ya mencionado de la velocidad de los flujos de información hay que añadirle la polarización. Esta fomenta el cierre en filas: los del propio bando no se atacan y centran todos sus esfuerzos en atacar al bando contrario. Y, ¿para qué dar explicaciones al adversario? Yo solo respondo a los míos, que además nunca cuestionan nada de lo que hago. En épocas de ultrapolarización, la rendición de cuentas se resiente. Si uno asume siempre que todas las críticas son de sus enemigos, no encontrará nunca justificación para dimitir: no quieren que dimita por lo que he hecho, sino simplemente para echarme.

Otro motivo es la fatiga. Las cuestiones no solo se olvidan, también acaban aburriendo. El político contemporáneo lo sabe. En nuestra democracia mediática y de audiencia, lo importante es entretener. Y cuando un tema deja de ser entretenido, la ciudadanía pierde el interés.

Los casos de corrupción requieren un seguimiento mediático complejo; cada exclusiva tiene que ser un “bombazo” para conservar la atención, sobre todo la atención del ciudadano no hiperpolitizado. Ante el desinterés, el líder se mueve a sus anchas. Si la prensa o la oposición se quejan, como siempre hacen, el ciudadano no hiperpolitizado lo interpretará como lo de siempre: las escenificaciones y teatrillos de la política.

Otro motivo tiene que ver con la pérdida de poder de la prensa. La correa de transmisión está rota. La idea del periodismo como cuarto poder ha decaído. La prensa no fiscaliza; es simplemente un altavoz. Esto no significa que no lo intente, ni que haga un mal trabajo. Pero su voz es cada vez más débil. Además, ya no está sola. Hoy no es la única vigilante y distribuidora. Ha habido una democratización de la información, que la ha hecho más horizontal. El coste para la prensa es la pérdida de su papel como gatekeeper y hacedora de reyes. Quizá antes, hace décadas, si un político rechazaba aparecer en el único canal de televisión que existía perdía una oportunidad única de promoción e, incluso, su reputación. Hoy, el político hace un cálculo coste-beneficio. El riesgo de que una entrevista inquisitiva salga mal es mucho más alto que el riesgo de no acudir a ella. Si acude, corre el peligro de sufrir una breve crisis de reputación; si no acude, unos pocos periodistas se quejarán e insistirán y a pocos ciudadanos les importará realmente. Y, sobre todo, la polémica desaparecerá pronto.

También hay un problema de modelo de negocio: si antes un periódico no podía solo depender de sus lectores, ahora mucho menos. Se da una situación preocupante: los medios serios han empezado a ofrecer un modelo de suscripción de pago; los medios más sensacionalistas, en cambio, siguen viviendo del tráfico y el clickbait masivo. En España, medios fiables como El País, El Mundo, El Confidencial o La Vanguardia tienen muros de pago; otros como OK Diario o La última hora no. Esto crea una brecha en el acceso a información fiable que resiente la fiscalización. (Otra cuestión es la televisión, que todavía conserva un papel prescriptivo importante; basta con ver la alineación entre el gobierno y Telecinco en el caso de Rocío Carrasco.)

El futuro de la rendición de cuentas

¿Qué es lo que tumba a un líder político hoy? El poder, la turba y la ley. El poder es el partido, que te pide que dimitas o te retira por una cuestión interna, un ajuste estratégico o un cambio de rumbo. O simplemente porque ha perdido su confianza en ti. Uno nunca dimite porque quiere, ni tampoco por mala gestión o falta de ejemplaridad. También te puede tumbar el Congreso, que sigue una lógica parecida: una moción de censura se vende como limpieza democrática pero no es más que parte del juego de la política; es decir, no importa tanto lo que haya hecho el presidente como que la oposición se alinee en su contra.

La turba son las redes sociales, que pueden tumbar tu reputación y convertirte en alguien tóxico. En ese caso, dimites también porque te lo dicen, y para no salpicar a la organización. Tu culpabilidad es lo de menos.

La tercera pata es la ley; no hace falta explicarla. Dimites si cometes un delito. La mayoría de dimisiones son así (y ni siquiera): no hay responsabilidad política, solo penal. La ley es también el Estado, las instituciones, que no fiscalizan pero sí controlan: hay unos límites que no puedes sobrepasar. Sin embargo, al Estado solo le interesa el Estado. El Estado no es democrático, solo busca su supervivencia.

Falta algo. Es ingenuo pensar que lo que hacen falta son mejores políticos o mejores personas. Fue uno de los fallos del 15M y de Podemos: no hacían falta reformas, hacía falta que entrara la buena gente al Congreso. Lo que hacían era exigir un relevo generacional. Los politólogos dirán que lo que fallan son los incentivos: si no hay nada que me lo impida (más allá de la ley), me comportaré solo en busca de mi propio interés. Otros dirán, con explicaciones esencialistas y culturalistas, que lo que falla es nuestra cultura política: país de pícaros, lazarillos y arribistas. Son explicaciones falsas o incompletas. Falta algo. Es muy cínico y derrotista pensar que la moral y la ejemplaridad no deberían jugar un papel en la política. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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