La naciente insurgencia

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El Grito de Dolores: “¡Se acabó la opresión!”

“Cuando ya estaban reunidos como quince o dieciséis personas, alfareros y sederos, inclusos los dos serenos, y algunos del pueblo que no pertenecían a las oficinas del señor Cura, pero que con el rumor de la novedad se habían levantado, y otros que los mismos alfareros habían convidado al pasar por sus casas, entonces dio orden el señor Cura a los alfareros para que fueran a traer armas y hondas que estaban ocultas en la alfarería, lo cual se verificó en un momento y se les repartieron a los que habían concurrido […]

Una vez armados los pocos que se habían reunido, tomó el señor Cura una imagen de nuestra Señora de Guadalupe, y la puso en un lienzo blanco,1 se paró en el balconcito del cuarto de su asistencia, arengó en pocas palabras a los que estaban reunidos recordándoles la oferta que le habíamos hecho de hacer libre nuestra amada patria, y levantando la voz dijo:

 

 

–¡Viva nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la independencia!

Y contestamos:

–¡Viva!

Y no faltó quien añadiera:

–¡Y mueran los gachupines!”2

 

 

Acto seguido el cura se dirigió junto con ellos a la cárcel, donde liberó a cincuenta reos; de allí fueron todos al cuartel por espadas. Se agregaron soldados del destacamento del Regimiento de la Reina. Y todos se distribuyeron para proceder a la prisión de españoles: Allende y Aldama al subdelegado Rincón, aunque criollo, y al colector de diezmo Cortina; Balleza, al padre sacristán, el peninsular Bustamante; Mariano Hidalgo y Santos Villa fueron por los demás. En total 18 condujeron a la cárcel. Larrinúa fue herido por uno de los reos liberados.3 El subdelegado Rincón se oponía a entregar a Cortina, el encargado del diezmo recién llegado; no se doblegó hasta que llegaron Allende e Hidalgo.4 El lugar del subdelegado lo ocupó Mariano Montes.

Mientras tanto el campanero, el Cojo Galván, había dado las llamadas para la misa de cinco. Como una de las razones primordiales del movimiento era la defensa de la fe y sus prácticas, lo más seguro es que, una vez aprehendidos los gachupines, gran parte de los sublevados acudiera a la misa dominical, pues era de riguroso cumplimiento comenzando por el propio Hidalgo, aunque no oficiara él sino uno de los vicarios.

Habiendo salido todos de la iglesia poco después de las seis, allí en el atrio el cura Hidalgo arengó a la multitud en estos términos: “¡Hijos míos! ¡Únanse conmigo! ¡Ayúdenme a defender la patria! Los gachupines quieren entregarla a los impíos franceses. ¡Se acabó la opresión! ¡Se acabaron los tributos! Al que me siga a caballo le daré un peso; y a los de a pie, un tostón.”5

 

 

Voy a quitarles el yugo”

A las siete de la mañana ya se contaban más de seiscientos los animados a entrar en la insurgencia. Allende y Aldama, ayudados por 34 soldados del destacamento del Regimiento de la Reina, se dieron a la tarea de formar pelotones y dotarlos cuando menos de hondas que tenían guardadas en El Llanito y lanzas de Santa Bárbara, de donde había llegado Luis Gutiérrez con más de doscientos jinetes.6

Mariano Abasolo no estuvo en el momento de la primera arenga, pues permaneció en su casa, pero más tarde escuchó a Hidalgo mientras se dirigía no a la muchedumbre sino a un grupo de vecinos principales de Dolores. En efecto,

 

el propio cura Hidalgo y Allende mandaron juntar todos los vecinos principales del propio pueblo, y reunidos, les dijo el Cura estas palabras:

“Ya vuestras mercedes habrán visto este movimiento; pues sepan que no tiene más objeto que quitar el mando a los europeos, porque éstos, como ustedes sabrán, se han entregado a los franceses y quieren que corramos la misma suerte, lo cual no hemos de consentir jamás; y vuestras mercedes, como buenos patriotas, deben defender este pueblo hasta nuestra vuelta que no será muy dilatada para organizar el gobierno.”

Con cuya simple arenga, sin decirles los vecinos si lo ejecutarían o no, se retiraron a sus casas.7

 

Hidalgo encargó la parroquia al padre José María González, generoso devoto de la cofradía de los Dolores. Hubo otras misas dominicales y así unos entraban y otros salían. Almorzaban lo que generalmente se ofrecía en el tianguis dominical.

Hidalgo inició también una de las que serían las acciones de mayor trascendencia para el movimiento: el nombramiento de comisionados para diversos puntos. Por último, encargó los obrajes a Pedro José Sotelo y otros.

Habló con sus hermanas Vicenta y Guadalupe, prometiéndoles que pronto volvería, y hacia las once de la mañana montó en caballo negro. Al paso del desfile de cerca de ochocientos sublevados que enfilaron hacia la hacienda de la Erre, pasando por el puente del río Trancas, una joven del pueblo, Narcisa Zapata, le gritó al párroco:

 

 

–¿A dónde se encamina usted, señor Cura?

Y éste contestó:

–Voy a quitarles el yugo, muchacha.

A lo que replicó Narcisa:

–Será peor si hasta los bueyes pierde, señor Cura.8

 

 

Ya había salido la extraña tropa, cuando llegó a Dolores aquel mozo Cleto, Anacleto Moreno, a quien Hidalgo había encargado conseguir adeptos en Tierrasnuevas. Había hablado en efecto con un tal Urbano Chávez, pero este, haciéndole creer que se interesaba, lo denunció ante José Gabriel Armijo, quien lo llamó para pedirle una constancia escrita por Hidalgo en que formulara la invitación a la revuelta. El ingenuo Cleto a eso se presentó en Dolores; mas no halló sino a un soldado insurgente en la casa de Hidalgo, que no tuvo empacho en extenderle, delante de Abasolo, el siguiente papel, significativo de cómo se percibía el levantamiento:

 

 

En diez y seis de septiembre de 1810 han sido presos todos los gachupines de este lugar. En la fatiga no ha sido menester maltratarlos ni lastimarlos, porque ha sido tanto el gentío que alcanzó el número a 300 y tantos de a pie y 400 de a caballo; y habiéndolos puesto en la cárcel, fueron puestos en libertad todos los presos y fueron pensionados a tomar las armas. De sus intereses no se ha echado mano hasta hoy más de los reales para sueldos de toda esta gente, repartiendo en trozos cada un trozo con su comandante según el número de gachupines en cada un lugar hay.

Esto es reducido a quitar esta vil canalla de estos mostros [sic], antes que se ejecute la ruin que se espera de que se entroduzca la herejía en este reino; y así, considero usted hace lo mismo en ese partido, pues no vamos en contra de la ley.9

 

 

Por demás está decir que a su regreso Cleto fue aprehendido mientras Armijo comunicaba el levantamiento a su jefe, Félix María Calleja.10

 

 

Ya se ha puesto el cascabel al gato”

La estampa del cura al lanzarse a la lucha: “Era Hidalgo bien agestado, de cuerpo regular, trigueño, ojos vivos, voz dulce, conversación amena, obsequioso y complaciente; no afectaba sabiduría; pero muy luego se conocía que era hijo de las ciencias. Era fogoso, emprendedor y la vez arrebatado.”11

La descripción de Alamán lo completa, bien que él aún carga su prejuicio de ver oscuro todo lo relativo a la insurgencia:

 

 

Era de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes vivos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo, como que pasaba ya de sesenta años [en realidad 57], pero vigoroso, aunque no activo ni pronto en sus movimientos; de pocas palabras en el trato común, pero animado en la argumentación a estilo de colegio, cuando entraba en el calor de alguna disputa. Poco aliñado en su traje, no usaba otro que el que acostumbraban entonces los curas de pueblos pequeños.12

 

 

A este retrato convendría añadir que normalmente su genio era suave, como había escrito Riaño, bien que alguna que otra vez estallara en cólera, que no obstante la conciencia de su saber era humilde, que gozaba las fiestas con suma alegría y no desdeñaba conversar con mujeres de alguna gracia, que compartía la vida al igual con aristócratas que con indios y castas, que sus pasiones eran la música y la fiesta brava, que era excesivamente pródigo y se la pasaba endeudado sin mayor angustia y, en fin, que era astuto como un zorro. Mas por encima de todo, a partir de aquel día del Grito mostraría el más grande de los resentimientos contra los europeos, como que había acogido y albergado en su corazón los agravios padecidos por todos los nacidos en estas tierras de parte de aquellos.

En lo físico solo faltaría decir que era buen jinete y así, montado en caballo negro, emprendía su ruta de libertad y destrucción. Esa personalidad destacaba entre la muchedumbre, pero al mismo tiempo se iba diluyendo en ella. Acababa de abrir la cueva de los vientos y el vendaval lo rebasaría. La biografía de Hidalgo tiende a perderse en la historia de la guerra.

Llegó la muchedumbre a la cercana hacienda de la Erre cuyo administrador Miguel Malo, sin duda prevenido y apoyado, tenía dispuesta comida para los jefes y algunas decenas de sublevados. Mientras tanto se acercaban al rumbo varios militares, unos de Querétaro, enviados a capturar a Allende y a Aldama, y otros, de Guanajuato, a Hidalgo; pero al enterarse del movimiento se retiraron. Terminada la comida, como a las dos de la tarde, se ordenó marchar a San Miguel el Grande e Hidalgo exclamó: “¡Adelante, señores! Ya se ha puesto el cascabel al gato. Falta ver quiénes son [sic] los que sobramos.”

Al atardecer se detuvieron brevemente en el santuario de Atotonilco, cuyo capellán Remigio González ofreció de merendar a los dirigentes.

Hidalgo, habiéndose dirigido a la sacristía, que sin duda conocía bien, tomó un estandarte de la Virgen de Guadalupe, enarbolándolo como una de las banderas del movimiento. A partir de entonces el grito de “¡Viva la Virgen de Guadalupe!” resonaría incesantemente.13

 

Durante los primeros meses del movimiento los insurgentes blandieron diversas banderas, a menudo las mismas de los batallones de soldados regulares que se les agregaban; pero destacaron la Guadalupana elegida por Hidalgo y la que llevaba la imagen de Fernando VII, que se avenía más con la postura de Allende y que Hidalgo ni impuso ni prohibió; esto último porque le atraía partidarios.

La noticia de lo ocurrido en Dolores ya había llegado a San Miguel el Grande antes de que arribaran los sublevados. De tal suerte el coronel Narciso de la Canal, comandante del Regimiento de la Reina al que pertenecía Allende, en unión de su cuñado el alférez Manuel Marcelino de las Fuentes, convocó a una reunión del Ayuntamiento, esto es, al licenciado Ignacio Aldama, alcalde provincial, así como a Juan de Humarán, Justo de la Cruz Baca, Francisco Landeta, Domingo Berrio y otros. Humarán proponía salir a recibir a los insurgentes; los demás, que el propio Aldama y Cruz Baca fueran en comisión a hablar con los sublevados, en tanto se reuniera la tropa para resistir.

Manuel Marcelino de las Fuentes comunicó este acuerdo a De la Canal, quien acababa de recibir al sargento Francisco Camúñez, que también acudía a la aprehensión de Allende y Aldama. De la Canal dejó el mando a Camúñez, advirtiéndole que dudaba de la actitud de los soldados, adictos como eran la mayoría a Allende. Y en efecto, solo se pudieron contar cuarenta. De la Canal y De las Fuentes hicieron saber a los peninsulares la conveniencia de reunirse en las Casas Reales, cosa que hizo un buen número, mientras otros huían.

Los insurgentes nuevamente hicieron un alto junto al arroyo de La Arena como a las seis de la tarde. A esa hora llegaron los comisionados de San Miguel. Enterados de los propósitos, regresaron a San Miguel, lo comunicaron a los demás del Ayuntamiento, ponderando que era mucha la gente levantada, como unos mil doscientos, y que iban en aumento, pues San Miguel mismo se despoblaba por sumarse a la muchedumbre insurrecta. Los que se quedaban empezaron a clamar contra los peninsulares al grado de que el cura Francisco Uraga, el oratoriano Elguera y el propio De la Canal se esforzaban en calmar a la multitud.

 

 

San Miguel el Grande:

Solo queda la autoridad de la nación”

Los insurgentes entraron por el barrio de San Juan de Dios como a las siete, Allende a la cabeza e Hidalgo a la retaguardia. Este había reconvenido a Allende por no tener suficientemente apalabrada a toda la tropa. Por eso se quedó atrás haciéndose el enfermo hasta que Allende entró y aseguró la situación.14

Tanto el pueblo que los recibía como los que entraban aclamaban a Allende, a Hidalgo y a Aldama, así como a la Guadalupana y a Fernando VII. Sus arengas se mezclaban con la de “¡Mueran los gachupines!”. Y como los dirigentes ya habían acordado como estrategia fundamental la prisión de españoles, Allende fue por ellos a las Casas Reales.15 Estaban en la planta alta, pero no querían abrir la puerta y pedían la presencia de Narciso de la Canal como autoridad que representaba la del Rey, a lo que Allende contestó: “Esa autoridad ya no existe, solo queda la de la nación.” Habiéndose presentado pronto De la Canal, al final abrieron.16

Allende entonces trató de tranquilizarlos: que no se trataba de vengar agravios personales, sino de sustraer al país de la dominación, y que para ello era necesario aprehenderlos sin causarles mayor molestia. Al mismo tiempo Uraga le preguntó a Hidalgo desde el balcón qué querían. A lo que Hidalgo contestó: “Se quiere recoger a todos los españoles y hacer la independencia de Nueva España.” De tal suerte los tomaron presos y los condujeron al Colegio de San Francisco de Sales,17 donde veinticinco años antes enseñara Juan Benito Díaz de Gamarra, notable introductor de la filosofía moderna en México.

Durante el breve trayecto se dio un conato de resistencia por el ayudante mayor del Regimiento de la Reina, Vicente Gelati, quien hizo retirar a varios soldados que se adherían a la insurgencia y luego a doscientos sublevados encabezados por el padre Balleza; pero llegado De la Canal lo exhortó a desistir, pues “de lo contrario –le dijo– estamos todos perdidos”. Allende lo amenazó, Gelati trató de rechazarlo, al fin debió ceder y fue incorporado también a los prisioneros. El grueso del Regimiento de la Reina se adhirió a la insurgencia.

La multitud saqueó la tienda de Francisco Landeta e intentó hacerlo con la de Pedro Lámbarri, pero Allende se interpuso y los retiró a cintarazos.18 Hidalgo se fue a dormir a casa de su comadre, la viuda de Domingo de Allende.

A hora temprana del lunes 17 numerosos sublevados empezaron a apedrear algunas casas de españoles, a gritar “mueras” y a intentar saqueos. Allende se levantó en bata y chinelas, montó su caballo y espada en mano cintareó a varios hasta que calmó el alboroto. Hidalgo se lo criticó arguyendo que convenía tolerar a la muchedumbre, pues era la manera de contar con ellos. Allende replicó que el movimiento solo tendría éxito con tropa disciplinada de la que fuera defeccionando, pues casi todos eran americanos, en cambio el populacho solo provocaba desórdenes y buscaba saquear. Se acaloraron los ánimos y Allende expresó que mejor Hidalgo se separara del movimiento y lo dejara solo. Quienes presenciaban la discusión calmaron los ánimos. Hidalgo ofreció arengar al pueblo para que obrara sin excesos y conservaría la jefatura de la causa, mientras que Allende organizaría la tropa y las campañas.19

Por la tarde se reunieron los principales criollos en las casas consistoriales presididos por los caudillos y se procedió a nombrar una junta gubernativa conformada por Ignacio Aldama, presidente y comandante militar de la villa y su distrito; Luis Caballero y Juan José Umarán; Domingo Unzaga, procurador; Juan Benito Torres, Miguel Vallejo, José Mereles y Antonio Ramírez, alcaldes de barrio; José María Núñez de la Torre, alcalde de la villa; Francisco Revelo, administrador de Correos, y Antonio Agatón Lartundo, administrador de Aduana y Tabaco.20 El licenciado Aldama presentó un corte de caja de alcabalas de los últimos quince días, con unos dos mil y tantos pesos líquidos que pasaron a gastos del movimiento.

Al otro día, martes 18, en las iglesias de San Miguel no había servicios, prácticamente estaban cerradas por temor a desacatos, ya que algunos sacerdotes eran peninsulares y no habían sido aprehendidos. De unos cincuenta sacerdotes que había en la villa, alrededor de cuarenta aprobaban el movimiento, pero no pocos temían los desmanes. Para normalizar el culto fue necesario que Allende enviara un oficio a los responsables de las iglesias diciendo:

 

 

No debe haber el más mínimo recelo porque la causa que defendemos es la religión y por ella hemos de derramar hasta la última gota de sangre, sin permitir el más ligero desacato ni a los templos ni a sus ministros, como lo acredita el buen orden con que todo se ha practicado, sin que se haya visto una gota de sangre y procurando siempre la quietud del pueblo con nuestras propias fuerzas y patrullas y centinelas que no cesan día y noche y obedecen y respetan a la justicia y a todas las personas y bienes de nuestros compatriotas […] con nuestras vidas aseguraremos nuestra palabra de honor y auxiliaremos a la santa Iglesia en cuanto conduzca a la santa causa que defendemos.

 

 

Apareció luego el capitán Mariano Abasolo, que había estado de incógnito en San Miguel, se incorporó a la causa21 y se le encargó formar nuevos pelotones, así como designar a los administradores de las haciendas de peninsulares. Al mismo tiempo Mariano Hidalgo, en funciones de tesorero de la causa, recibía el dinero de las alcabalas y 23,000 pesos de la Iglesia hallados en casa de Landeta. Por la noche, gracias a diversas requisiciones, los fondos del movimiento llegaron a 80,000 pesos en efectivo. Otros recursos para proseguir la campaña estaban en muchos equipajes, parque y diversos pertrechos que se cargaron a una recua también secuestrada.

 

 

Por Chamacuero: “Nuestra causa es santísima”

Salieron de madrugada el miércoles 19 y se llevaron a los presos. Probablemente en el trayecto hacia Chamacuero (hoy Comonfort) alguno de los caudillos o de sus allegados –no Hidalgo–22 redactó la primera proclama que ha llegado hasta nosotros y que empieza:

 

El día 16 de septiembre de 1810 verificamos los criollos en el pueblo de Dolores y villa de San Miguel el Grande, la memorable y gloriosa acción de dar principio a nuestra santa libertad, poniendo presos a los gachupines quienes para mantener su dominio y que siguiéramos en la ignominiosa esclavitud que hemos sufrido por trescientos años, habían determinado entregar este reino cristiano al hereje rey de Inglaterra, con que perdíamos nuestra santa fe católica, perdíamos a nuestro legítimo rey don Fernando Séptimo, y que estábamos en peor y más dura esclavitud.

Por tan sagrados motivos, nos resolvimos los criollos a dar principio a nuestra sagrada redención, pero bajo los términos más humanos y equitativos, poniendo el mayor cuidado para que no se derramara una sola gota de sangre; ni que el Dios de los Ejércitos fuera ofendido. Se hizo, pues, la prisión, conforme a los sentimientos de la humanidad que nos habíamos propuesto, sin embargo de que el vulgo ciego saqueó una tienda, sin poder contener este hecho tan feo y que estábamos sumamente adoloridos. Se prendieron a todos, menos a los señores sacerdotes gachupines; se pusieron en una casa cómoda y decente todos los presos, y se les está atendiendo en los caminos en donde andan con nuestro ejército, con cuanto es posible, para su descanso y comodidad.

Este ha sido el suceso; y nuestros enemigos quieren pintarlo con negros colores en horror e iniquidad, con el fin de atraer a su partido a nuestros propios hermanos los criollos, con el detestable pensamiento de que nos destruyamos y matemos criollos con criollos, para que los gachupines queden señoreando nuestro reino, oprimiéndonos con su dominio y quitándonos nuestra substancia y libertad.

Pero, ¿qué criollo por malo que sea, ha de querer exponer su vida contra sus hermanos, sin esperanza alguna más de seguir el captiverio, quizá peor del que hasta aquí hemos tenido?

 

Nuestra causa es santísima, y por eso estamos todos prontos a dar nuestras vidas. ¡Viva nuestra santa fe católica, viva nuestro amado soberano el señor don Fernando Séptimo, y vivan nuestros derechos, que Dios [y] la naturaleza nos han dado!

Pidamos a su Majestad Divina la victoria de nuestras armas, y cooperemos a la buena causa con nuestras personas, con nuestros arbitrios y con nuestros influjos, para que el Dios omnipotente sea alabado en estos dominios, ¡Y que viva la fe cristiana y muera el mal gobierno!23

 

 

Como se advierte, la proclama, no firmada por caudillo alguno, solo difundía que el movimiento trataba de acabar con la sujeción colonial y oponerse a la entrega del reino, así como de mostrar que la prisión de europeos había sido moderada. Pero hacía falta la explicación de un plan propositivo, cosa que Mora, oriundo precisamente de Chamacuero, adonde se dirigían entonces los insurgentes, echa muy de menos: “Semejante desconcierto y falta de plan disgustó a muchas personas que por su influjo y riqueza hubieran sido el apoyo más poderoso de la revolución.”

En realidad sí había un plan, cuando menos el de Epigmenio González; pero Hidalgo lo siguió solamente en algunas líneas. “Este jefe se cerró en que lo que convenía era popularizar la revolución, haciéndola descender hasta las últimas clases.”24

Hacia el mediodía arribaron a Chamacuero, donde el cura, que era peninsular, no salió a recibirlos, mostrándose contrario a la revolución, motivo por el cual fue aprehendido. Después de comer prosiguieron rumbo a Celaya; pasaron por San Juan de la Vega y finalmente llegaron anocheciendo a la hacienda de Santa Rita, a dos kilómetros de Celaya. Hidalgo y Allende redactaron entonces una intimación a la ciudad en estos términos:

 

 

Nos hemos acercado a esa ciudad con el objeto de asegurar las personas de todos los españoles europeos. Si se entregasen a discreción, serán tratadas sus personas con humanidad; pero si por el contrario se hiciere resistencia por su parte y se mandare dar fuego contra nosotros, se tratarán con todo el rigor que corresponda su resistencia. Esperamos pronta la respuesta para proceder.

Dios guarde a ustedes muchos años.

Campo de batalla, septiembre 19 de 1810.

Miguel Hidalgo. Ignacio Allende.

P.D. En el mismo momento en que se mande dar fuego contra nuestra gente, serán degollados setenta y ocho europeos que traemos a nuestra disposición.

Hidalgo. Allende.

Señores del Ayuntamiento de Celaya.25

 

 

Como se advierte, la aprehensión de los españoles no tenía como propósito simplemente remitirlos a España, sino usarlos como rehenes y objeto de represalia, aunque no los hubieran apresado en combate, sino siendo civiles sacados de sus hogares. Aquí se dio una divergencia respecto del plan de Epigmenio González, que proyectaba la prisión de españoles para enviarlos a España.

Quizá tal estrategia ya se había difundido antes de que los sublevados se acercaran a Celaya. Por ello, no obstante que en un primer momento el Ayuntamiento de Celaya solicitó ayuda al de Querétaro para preparar la defensa, pronto se cayó en la cuenta de que la llegada de los insurrectos los tomaría sin defensa. Igualmente en vano resultó que unos frailes carmelitas peninsulares se armaran con sable, pistola y crucifijo, y montados a caballo trataran de persuadir a la población de que rechazara a los insurgentes, pues la mayoría mostraba simpatía por la causa.

De tal suerte los peninsulares huyeron a Querétaro, algunos desde el 18 y otros hasta la noche del 19. Estos últimos, angustiados por tener familia que era difícil transportarla toda, fueron socorridos por el prior de San Agustín, quien abrió las puertas del convento para brindar hospedaje a mujeres, niños y ancianos.26 Algunos de los que huían imaginaron que sus caudales en efectivo estarían a salvo escondidos en tumbas del cementerio carmelitano y allí los dejaron.

 

 

En Celaya, capitán general

Así las cosas mucha gente empezó a salir de Celaya a unirse a la insurgencia informando que la ciudad estaba por la causa, y en prueba de ello el Ayuntamiento y el clero saldrían a recibir a los caudillos. Estos entraron a la vanguardia cuando rompía el alba del jueves 20 –portando el cura la imagen de la Guadalupana–, seguidos primero de unos cien soldados de línea y luego de una muchedumbre de más de cuatro mil, entre los que se contaban algunos criollos pueblerinos, muchos rancheros, castas e indios; de estos, pocos armados con armas de fuego, algunos con lanzas y los más con machetes, cuchillos, hondas y palos.27

Atemorizados, algunos criollos acomodados apostaron criados armados en las azoteas. Uno de ellos, viendo que comenzaban a apedrear la casa disparó al aire, lo que le va-lió que algún insurgente correspondiera con disparo certero que le quitó la vida. Fue el primer muerto de la guerra. Y al parecer el incidente fue la señal para saquear las casas de los españoles que habían huido.28 Allende reprobó el hecho e Hidalgo lo disculpó. Pero lo que no toleró el cura fue el desmán con mujeres: “a la queja de una mujer sobre estupro, se siguió en el momento, de orden de Hidalgo, la pena de ordenanza, que es la muerte”.29

No pasó inadvertido el ocultamiento de dinero en el cementerio carmelitano. Allá se dirigieron los insurgentes y ante la resistencia de algunos frailes, estos fueron hechos a un lado por fuerza. El episodio, junto con la previa aprehensión del padre sacristán Bustamante de Dolores y del cura de Chamacuero, daría pie al obispo electo Manuel Abad Queipo para declarar a Hidalgo incurso en excomunión por haber puesto manos violentas sobre personas consagradas.30

El caso fue que los sublevados se apoderaron de aquel dinero: unos ciento cincuenta mil pesos, entre los que se hallaban 56,000 pertenecientes a la testamentaría del suegro de Abasolo, quien fue obligado a cederlos a la causa, pagaderos luego por la nación, además de miles de fanegas de maíz.31 A esos fondos se añadieron otros como el del santuario de la Santa Cruz. Hidalgo, hospedado en el mesón de Guadalupe en la plaza central, apareció en uno de los balcones y desde allí arrojó unos dos mil pesos en monedas a la multitud.

El viernes 21 se reunió para revista el abigarrado contingente a la entrada norte de Celaya, junto a la iglesia de San Antonio. Allí la multitud vitoreó a los tres principales jefes del movimiento, que fueron proclamados con estos rangos: capitán general Hidalgo, teniente general Allende y mariscal Juan Aldama.32 El primero también fue nominado protector de la nación.33 A continuación se hicieron otros nombramientos y así quedó mínimamente jerarquizado el ejército. El evento tuvo un sentido de la mayor trascendencia: la legitimación pública del caudillaje.

Sin embargo, el celo por el poder naciente ya afloraba. Allende se quejaría de que desde Celaya el cura Hidalgo “empezó a disponer por sí solo”, a pesar de la resolución previa que habían tomado junto con Aldama en el sentido de “no determinar cosa que no fuese de acuerdo con los tres”.34

De San Antonio volvieron al centro de la población donde se había convocado junta del Ayuntamiento y vecinos principales. Se recompuso la corporación con solo criollos, quienes institucionalmente confirmaron la aclamación y la legitimidad del caudillaje. Salieron todos en desfile por la plaza e Hidalgo dirigió una arenga.35

Se ponderó entonces el siguiente avance, ya sea a la ciudad de Querétaro o de Guanajuato. Se optó por esta última, ya que la primera estaba prevenida y había partidarios ya presos que podían ser tratados con mayor rigor ante un avance insurgente; por otra parte, Guanajuato no tenía mayor resguardo y si se acercaban por Irapuato esta quedaría casi cercada por muchos lugares ya en poder de la insurgencia. El sábado 22 se intentó proseguir con la organización de las multitudes, parte de las cuales se adelantaron rumbo a Salamanca. Hidalgo continuó enviando comisionados por diversos puntos.

 

 

Salamanca e Irapuato:

Los pueblos se entregan voluntariamente”

Y el domingo 23, después de misa, el ejército emprendió la marcha hacia Occidente, teniendo el sol a retaguardia. Más pronto avanzó el astro rey, cuyos rayos hubieron de soportar en su cenit y luego de frente. Después de pasar por El Guaje (actual Villagrán) y el molino de Sarabia, al atardecer entraron a Salamanca, cuyos habitantes aceptaron el levantamiento. Allí pernoctaron.

En dicha villa, el lunes 24 y la mañana del 25 Hidalgo comisionó a los hermanos Albino y Pedro García Ramos, al clérigo Rafael García de León, el padre Garcilita, y al tejedor Andrés Delgado, el Giro, a fin de que mantuvieran el movimiento en Salamanca y lo extiendan por el Bajío.36 Tomó 40,000 pesos del convento agustino del lugar y prosiguió la aprehensión de españoles. Ya apuntamos que una proclama, supuestamente redactada aquí por esos días, debe más bien corresponder a lugar y fecha anteriores.

Hacia el mediodía del martes 25 el contingente se encaminó a saquear la hacienda de Temascatío,37 a un paso de la congregación de Irapuato, adonde entraron siendo recibidos de forma apoteósica por la población y con repique de las iglesias. Un testigo presencial recordaba detalles del recibimiento:

 

 

dos golpes de música, todos los sujetos de distinción de uno y otro sexo, con ramos de oliva y flores y el cabildo a caballo bajo mazas, precedido por Carrasco [el alcalde], quien luego se acercó a Hidalgo, le puso el bastón a los pies, le entregó las llaves de su casa y le ofreció su persona, lo que correspondió Hidalgo con nombrarlo gobernador de aquel pueblo.38

 

 

A la sazón el ejército ascendía ya a más de nueve mil hombres, de los cuales alrededor de ocho mil eran indios mal armados, mil eran rancheros a caballo con lanza o pistola, y el resto los regimientos de San Miguel y de Celaya.

La gente del bajo pueblo tenía “por coronel a un tuerto Garraleta que fue sargento en las milicias de Guadalajara, vinatero en dicha ciudad”.39 Probablemente estando allí Hidalgo hizo, entre otros, el nombramiento del subdelegado de Puruándiro y San Francisco Angamacutiro –poblaciones ligadas a su familia materna– en la persona de José Manuel Barocio, hasta entonces teniente de subdelegado en San Francisco del Rincón. Al día siguiente, miércoles 26, la dirigencia envió una columna a Silao.

 

La vecina e importante villa de León se pronunciaría por la insurgencia el 27, cuando el subdelegado José Mazorra dejó el puesto de subdelegado a José Ramón de Hoyos, alcalde de primer voto, en tanto que el capitán Manuel de Austri, comandante del regimiento local, también se pronunciaba por la insurgencia.40 Asimismo, la importante congregación de Silao había recibido ya a los insurgentes que en número de cuatrocientos entraron al son de repique, “saquearon las tiendas de los europeos, no aprehendiendo a éstos por haberse salido anticipadamente”; allí, algunos eclesiásticos y particulares abrazaron gustosos el partido de los insurgentes.41

De esta manera la mancha de la insurrección se iba cerrando sobre la región que ocupaba la ciudad y real de minas de Guanajuato, con la consiguiente angustia del intendente Riaño: “Los pueblos se entregan voluntariamente a los insurgentes. Hiciéronlo ya en Dolores, San Miguel, Celaya, Salamanca e Irapuato; Silao está pronto a verificarlo.”42 Y aun más allá, pues el cura Hidalgo seguía nombrando otros comisionados para extender la causa, entre ellos a José Antonio Torres, administrador de una hacienda de San Pedro Piedra Gorda43 (hoy Manuel Doblado). Tanto este lugar como Irapuato se hallan a un paso de Corralejo, la tierra natal del caudillo. Es, pues, muy probable que Hidalgo ya conociera a Torres o tuviera bastantes referencias de él. Le encomendó la Nueva Galicia. Y sin duda estando en Irapuato, tan cerca de su tierra, Hidalgo experimentó nostalgia y algún deseo de ir. Pero el objetivo era Guanajuato. ~

 

Este es un adelanto de la biografía de Hidalgo que será publicada próximamente por la editorial Clío en coedición con Fomento Cultural Banamex y El Colegio de Michoacán.

 

 

 


1. Esta imagen debió ser de pequeñas dimensiones, como la que aparece en el retrato del cura pintado por Antonio Serrano, y al parecer su utilización se redujo a ese momento. El estandarte de Atotonilco es otro, pero tiene este antecedente.

2. Juan Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la Guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, t. II, 1877-1882, pp. 322-323; Testigos de la primera insurgencia / Abasolo, Sotelo, García, 2009, pp. 90-91.

3. Lucas Alamán, Historia de Méjico, t. I, 1942, p. 242.

4. Pedro García confunde el apellido, llamándolo Cubilán en vez de Cortina: Testigos…, op. cit., pp. 168-169.

5. Declaraciones de Juan Aldama en Genaro García, Documentos históricos mexicanos, t. vi, 1910. Gramaticalmente hemos cambiado la oración completiva directa, que es como Aldama lo refiere, a cita independiente, como fue en realidad. Asimismo hemos colocado signos de admiración que sin duda correspondían al momento. El vocativo “Hijos míos” era usual en Hidalgo.

6. Testigos…, op. cit., p. 170.

7. Mariano Abasolo, Declaraciones de su proceso, en Archivo General de Indias (AGI), Sevilla, España, Audiencia de México, legajo 1322; 4ª pregunta, ibidem, p. 27.

8. Luis Castillo Ledón, Hidalgo / La vida del héroe, t. II, 1972, p. 8.

9. Un testimonio inédito del inicio de la Independencia mexicana, 1988, pp. 1-4.

10. Archivo General de la Nación, México, D.F. (en adelante AGN), Operaciones de Guerra, vol. 69, fs. 1v-2v.

11. Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana, t. I, 1961, pp. 202-203.

12. L. Alamán, Historia de Méjico, op. cit., p. 227.

13. Hidalgo aseguró que él mismo tomó la imagen y la puso en manos de otro para que la llevase delante: Antonio Pompa y Pompa, Procesos inquisitorial y militar seguidos a Miguel Hidalgo y Costilla, 1960, p. 231. Allende, en una parte de su proceso dijo que uno de la compañía la había tomado y en otra parte sostuvo que ignoraba quién lo había dispuesto: G. García, Documentos históricos…, op. cit., pp. 6, 35.

14. G. García, Documentos históricos…, op. cit., p. 31.

15. J. Hernández y Dávalos, Colección de documentos…, op. cit., pp. 524-525.

16. José María de Liceaga, Adiciones y rectificaciones a la Historia de Méjico que escribió D. Lucas Alamán, t. 1, 1985, p. 61.

17. Testigos…, op. cit., pp. 173-174.

18. L. Alamán asienta que fueron saqueadas las casas de los europeos y que Hidalgo desde el balcón de la casa de Landeta tiraba dinero al pueblo diciendo: “Cojan, hijos, que todo es suyo”: Historia de Méjico, op. cit., p. 246. Tanto J.M. Liceaga (Adiciones…, op. cit., pp. 62-64) como Benito A. Arteaga (El héroe olvidado / Rasgos biográficos de D. Ignacio Allende, 1953, p. 106) precisan: Hidalgo no tiró dinero ni gritó tal cosa; quien arrojó el dinero de la casa de Landeta fue un sujeto del pueblo que gritaba: “¡Mueran los gachupines! ¡Muera Landeta! ¡Viva la América!”

19. J.M. Liceaga, Adiciones…, op. cit., pp. 65-67. B.A. Arteaga, El héroe olvidado…, op. cit., pp. 116-118.

20. B.A. Arteaga, El héroe olvidado…, op. cit., pp. 123-125. J.M. Liceaga (Adiciones…, op. cit., p. 68) da otra lista en parte distinta: Ignacio Aldama, Manuel Castilblanque, Felipe González, Miguel Vallejo, Domingo Unzaga, Vicente Humarán, Antonio Agatón de Lartondo, Francisco Rebelo.

21. Testigos…, op. cit., p. 28.

22. El énfasis en el criollismo, la omisión del pueblo en general y en especial de los indios, así como el fernandismo y el rechazo del saqueo, corresponden no a las políticas de Hidalgo sino a las de Allende y los Aldama.

23. Contra la opinión de Castillo Ledón, que ubica esta proclama después (24 o 25 de septiembre) en Salamanca, me parece que debe corresponder a San Miguel entre el 17 y el 19 del mismo, ya que los hechos aludidos en ella no rebasan lo ocurrido en esas fechas, como la prisión de españoles del propio San Miguel, sin que la proclama mencione las aprehensiones de otros lugares posteriores, como las de Salamanca. Además, la proclama señala expresamente que no se aprehendió a sacerdotes; sin embargo, con certeza el cura fue preso en Chamacuero. Me corrijo, pues, a mí mismo, pues en Hidalgo / Razones de la insurgencia y biografía documental (1987, p. 209) me basé equivocadamente en Castillo.

24. José María Luis Mora, México y sus revoluciones, t. III, 1965, p. 33.

25. J. Hernández y Dávalos, Colección de documentos…, op. cit., p. 78.

26. J.M.L. Mora, México y sus revoluciones, op. cit., pp. 34-35.

27. L. Alamán, Historia de Méjico, op. cit., p. 247.

28. J.M.L. Mora, México y sus revoluciones, op. cit., p. 36.

29. J. Guerra [fray Servando Teresa de Mier], Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, t. I, 1813, p. 319.

30. J. Hernández y Dávalos, Colección de documentos…, op. cit., pp. 104-106.

31. Testigos…, op. cit., pp. 42-43. Allende se refirió en su proceso a treinta y tantos mil pesos girados por Blas de la Cuesta: G. García, Documentos históricos…, op. cit., pp. 26, 63.

32. G. García, Documentos históricos…, op. cit., p. 32.

33. J. Hernández y Dávalos, Colección de documentos…, op. cit., p. 116.

34. G. García, Documentos históricos…, op. cit., p. 65.

35. L. Alamán, Historia de Méjico, op. cit., p. 248.

36. Fulgencio Vargas, Camino de la insurgencia, 2003, pp. 31-32.

37. L. Alamán, Historia de Méjico, op. cit., p. 246, nota.

38. Bachiller José Mariano López al doctor Victorino de la Fuentes, Celaya, 9 de octubre de 1810: AGN, Operaciones de Guerra, vol. 99 (1), fs. 102-104v.

39. Ibidem, vol. 180, f. 52.

40. Carlos Arturo Navarro Valtierra, “León en la revolución de Independencia”, en La Independencia en Guanajuato / Memoria de ciclo de conferencias, 1993, pp. 11-12.

41. AGN, Operaciones de Guerra, vol. 180, f. 52.

42. C.M. de Bustamante, Cuadro histórico…, op. cit., t. i, p. 27.

43. José María Miquel i Vergés, Diccionario de insurgentes, 1980, p. 569.

 

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