Desde su primer libro, la novela corta con la que obtuvo el Premio Café Gijón de 1954, El balneario, Carmen Martín Gaite dejó claros dos rasgos fundamentales de su literatura: una atmósfera misteriosa lindante con lo fantástico y un código realista que, fluctuando entre el intimismo y su exterior, rinde cuenta de las relaciones que suceden en el mundo. Matilde Gil de Olarreta narra en primera persona su extraño viaje en autobús a un balneario, acompañada de Carlos, así como la no menos extraña llegada a ese sitio en el que todo tiene un cariz onírico: la hostilidad de los demás huéspedes, el molino en ruinas al otro lado del río, los interminables pasillos, los espacios cerrados, el comportamiento injustificable de quien quizás es su amante clandestino –quien decide ausentarse de la habitación mientras Matilde deshace el equipaje–. El ambiente, deliberadamente kafkiano, se va espesando hasta que un mozo le trae a Matilde un recado de Carlos que actúa como presagio. Ella sale en su busca y al llegar al molino escucha los tambores de un desfile macabro en el que intuye que participa el cadáver de Carlos.
Así termina la primera parte de El balneario y, en cuanto comienza la segunda, el cambio de prisma del narrador, que pasa a una tercera persona, nos muestra a un botones del hotel despertando a la señorita Matilde. Esto corrobora lo que ya sospechábamos: que todo ha sido un sueño. Pero no solo eso, es que además nunca ha existido el tal Carlos, porque Matilde es una pobre solterona sumida en el tedio monótono de unas vacaciones repetidas, una de esas mujeres de Martín Gaite que anhelan que pase algo asomadas a la ventana, aunque lo único que ocurre es que sus amigas las esperan para la partida diaria de julepe. En El balneario hay una doble denuncia soterrada: en la primera parte, del poder del hombre dentro de la pareja, y en la segunda, del previsible y aburrido universo femenino, con sus costumbres y maneras de hablar, en la España de los años cincuenta.
Y por ahí va también Entre visillos, la novela con la que la escritora salmantina ganó el Premio Nadal en 1957. Es curioso que Rafael Sánchez Ferlosio se alzara con el mismo galardón dos años antes con El Jarama. Y no porque fuera por entonces su marido, como podrían pensar los aficionados al sensacionalismo literario, sino porque son novelas que comparten el aspecto coral, el carácter de testimonio de la época y una estética neorrealista de la que se apartarían ambos: radicalmente en el caso de Sánchez Ferlosio y parcialmente en el de Martín Gaite. Sin embargo, más allá de las preferencias de sus autores, puede que estemos ante las obras más logradas de cada uno de ellos, puesto que han resistido el paso del tiempo mejor que otros títulos con los que pretendieron superar ese realismo que, en España, parece que siempre ha estado bajo sospecha.
En Entre visillos, Carmen Martín Gaite da rienda suelta a la naturalidad de su prosa, sencilla y precisa, y alcanza la maestría en el arte de hacer hablar a sus personajes como seres reales. El oído para las expresiones coloquiales, sobre todo de las mujeres, que quedan a su vez individualizadas por lo que dicen, es prodigioso. Un grupo de amigas y conocidas jóvenes exponen sus ilusiones y decepciones, casi todas relacionadas con el noviazgo y la posibilidad de casarse, de manera entrecruzada. Pero Martín Gaite experimenta con distintos puntos de vista y hay capítulos que están narrados en primera persona por Pablo, el taciturno profesor de alemán que vuelve a la ciudad de provincias en la que transcurre la novela y de quien acaban enamoradas Elvira y Tali. Entre tantas “muchachas ventaneras”, esos dos personajes adquieren además la condición de “chicas raras”, otro perfil habitual en la narrativa de Martín Gaite, porque muestran otras aspiraciones y se rebelan en mayor o menor grado, y de forma más o menos consciente, contra el entorno plomizo que las reprime.
Podría decirse que Entre visillos plasma a través de la ficción lo que trataría por medio del ensayo, en Usos amorosos de la postguerra española,tres décadas después. Entretanto Martín Gaite se distanció de la novela y el cuento durante la década de los sesenta, dedicándose a la investigación sociológica e histórica, y cuando retomó la ficción lo hizo para cuestionarse el modelo realista. A este respecto, su obra más emblemática es El cuarto de atrás, Premio Nacional de Literatura en 1978: una novela de naturaleza híbrida que mezcla la memoria íntima con el relato de misterio, en un juego metaliterario que se adelanta a lo que más tarde algunos denominarían autoficción sin demasiado fundamento. Sin embargo, precisamente por eso, aunque se trate de su título más conocido, tal vez El cuarto de atrás no sea el mejor libro para empezar a leerla con aprecio.
En él la narradora, también llamada Carmen, autora de novelas como El balneario o Entre visillos, hace balance no solo de su infancia, como aquel día en que vio a Carmencita Franco en la puerta de la catedral de Salamanca y se quedaron las dos mirándose, sino que al presenciar por televisión las imágenes del funeral del Caudillo empieza a tomar notas en un cuaderno para un ensayo acerca de los usos amorosos durante la dictadura. A la vez, y por medio de una habilidosa yuxtaposición de planos temporales, conversa sobre sus novelas con el enigmático hombre del sombrero que la visita una noche de tormenta. Y al comentar el libro que la narradora-autora está leyendo, un estudio de Tzvetan Todorov sobre la literatura fantástica, ese visitante le reprocha que no se atreviera a dar el salto en El balneario cuando, al inicio de la segunda parte, mostró al lector el camino de regreso a la realidad y rompió la incertidumbre propicia al descubrimiento que había generado.
El balneario comparte con El cuarto de atrás cierta atmósfera onírica inicial, una especie de halo de irrealidad; pero para que un relato alcance la condición de fantástico, según Todorov, es necesario que se instale en el terreno de la ambigüedad y que en ningún momento admita explicaciones posibles. Si media algún tipo de justificación racional que deshaga el nudo del equívoco, Todorov matiza que estaríamos ante una narración que utiliza el “código de lo extraño”, pero no fantástica. Eso es lo que ocurrió con El balneario y lo que parece querer evitar El cuarto de atrás. Pero además de pretender convertirse en un relato fantástico, esta novela vuelve a tratar el tema de la rebeldía por medio del término “fugarse”; sigue criticando, en su empeño de buscar la verdad tras lo aparente, los giros semánticos del lenguaje y revela el afán de la escritura que intenta captar lo que es pasajero.
El cuarto de atrás era aquella habitación que tenían Carmen y su hermana en el piso familiar de Salamanca antes de que estallara la guerra. Allí reinaban el desorden y la libertad. Era un reino donde nada estaba prohibido. Pero, a partir del verano de 1936, ese cuarto trasero dejó de albergar la alfombra y los lápices de cera con los que pintaban las niñas para convertirse en la despensa donde se guardaron los artículos de primera necesidad. Y ese tránsito lo ve la escritora como la línea divisoria que separa la infancia del crecimiento, la fantasía y el ensueño del “agobio de lo práctico”, aquello que no tiene una utilidad contable de lo que debe ser amortizado. Sin embargo, el cuarto de atrás, dice la novela, es también el desván del cerebro, “una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que solo se descorre de vez en cuando”.
El gran tema subyacente de El cuarto de atrás es la soledad. El hombre misterioso de negro se convierte así en lo que la escritora siempre estuvo buscando: su “interlocutor” ideal. No obstante, de esta forma, y aunque la autora no eleve una mirada que permanece siempre pegada a tierra, se da la paradoja de que el libro que mejor condensa su escritura atenúa la querencia natural de Martín Gaite por contar la historia de los otros, al dejar que las exploraciones del yo disipen su pasión por lo de fuera.
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De Martín Gaite sabemos que detestaba la complicación innecesaria del lenguaje, la pedantería terminológica, usar una palabra larga y compleja cuando podía utilizarse otra más llana. Y que rehuyó cualquier oportunismo para colocarse. En un tiempo demoledor para la independencia y el desarrollo intelectual femenino, burló las restricciones de la censura con elegancia e ironía; supo hacer añicos el estereotipo de mujer pasiva, inculta y sumisa con lucidez y perspicacia. Pero por encima de todo, a su modo audaz y desparpajado, amaba la palabra y la expresión con una sinceridad y rigor implacables: “En literatura, lo que está bien contado es lo que vale, lo que es verdad”, escribió en sus Cuadernos de todo. Y la escritura requería un gran esfuerzo: atención, concentración, tiempo; la alegría del trabajo bien hecho, esa desazón recubierta de ternura que uno puede encontrar en su obra.
Se trata también, como le pasaba a Ana María Matute, de una manera parsimoniosa de ir por la vida, desesperante para la prisa contemporánea, tan desdeñosa con los detalles. “No dejarse alcanzar por el infierno de los otros”, escribió en sus notas Martín Gaite. Por eso nunca se dejó llevar por el oleaje de las modas, como dijo Rafael Chirbes, por los lugares comunes, por lo que se sabe porque sí y no porque uno se lo haya preguntado. Su manera favorita de estar era no estando: “Si me estoy quieta sirvo, si me agito no sirvo a nadie.” Y sus palabras no tienen un tono quejumbroso, si acaso un eco de la orgullosa altivez de a quien no se le regala nada. “Lo que menos te perdonan es que te quedes fuera sin atacarlos, sin hacer tampoco profesión de quedarte fuera ni levantar bandera de outsider, sino por verdadera vocación, por atención a las narraciones que se producen en la calle, al aire, a lo Aldecoa, por terror a lo monocorde, a lo embalsamado, no por odio a la sociabilidad, sino por amor a ella.” Esa libertad que pagó tan cara es el mejor legado que nos deja Carmen Martín Gaite, veinte años después de su muerte. ~
es escritor y profesor de literatura. Su más reciente libro es La noche más profunda (Galaxia Gutenberg,
2019)