La poesía de David Huerta

No es posible comprender la poesía mexicana contemporánea sin la figura de David Huerta. En el número 29 de Vuelta, publicado en abril de 1979, apareció una reseña de su libro de poemas Versión, publicado en 1978 por el FCE, de la que recuperamos unos fragmentos. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.
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La poesía de David Huerta, el extraordinario Cuaderno de noviembre (1976), significa, como pocas intenciones poéticas actuales en nuestro país, un doble reto: la lectura como acto comprometido, propiciatorio, y la adecuación de lo leído a la manera de ver el mundo que todo lector supuestamente posee. Es, pues, una poesía difícil; la de un poeta que no olvida al lector que acecha sobre su hombro, pero también la de un poeta que, al exigirse tanto, alienta a ese lector, lo predispone y lo impulsa a su luminoso laberinto. Lo que implica, entonces, del mismo modo, una doble satisfacción, es decir, una doble deuda: comprometerse a entenderla y a participar de lo que de ella se entiende. Habría que considerar que la complejidad no es intrínseca a la poesía (aunque la complejidad sea su marca, por lo menos de Baudelaire en adelante) sino a nuestro acceso hacia ella: lo difícil no es ella sino el mundo que se interpone entre ella y el lector y del que ambos se nutren y al que ambos intentan hacer específico y modificable.

Huerta sabe que la total significación de su trabajo dependerá no pocas veces de la capacidad recreativa de su lector y sabe también que no es tan difícil encontrarlo (o dejarse encontrar por él) dada la naturaleza de la realidad que nos conmueve. La capacidad de ingerir su poesía depende de la cantidad de terreno común que existe entre el poeta y sus lectores, y este, simpatías generacionales incluidas, definitivamente no es poco.

Y es que, en ese sentido, el mundo que Huerta comparte, el terreno sobre el que levanta la ambulante torre de sus experiencias adquiere peso desde las primeras líneas de su enérgica convocatoria, porque su compromiso y su oficiosidad aceptan que incluso la más sencilla y original experiencia merezca ser considerada y discutida, y que tal discusión es una actividad valiosa e importante. Cuando las cosas se hacen así no importa cuán extraña, compleja u original pueda ser la poesía, jamás será oscura o impenetrable. Habría que recordar a Lezama Lima, quien ante la acusación manifiesta tuvo que responder con la justificación, y, además, por ser este autor tan cercano a Huerta (quien lo homenajea directamente en uno de los poemas más conmovedores y exasperantes de Cuaderno “Nadie ha necesitado anticiparse…”): la poesía “no aclara, no oscurece: es, está, respira” que no deja de evocar a Richards: lo que importa no es lo que el poema dice, sino lo que el poema es.

¿Qué es la poesía de Huerta? El lector se aposta tras la sugerencia: Es lo que el poema, lo que la imagen y lo que el tiempo, lo que el recuerdo, lo que la mirada. Lo que la frase redime, lo que el discurso acarrea en esta poesía precisa y serenamente implosiva es, una vez más, la cardinal virtud de la imagen para constatar la cosa, para cimbrarla en su fluctuación y en su veleidad: la imagen incide, penetra, se hace de las cosas prendiéndolas de los bordes con sus hilos evanescentes. Solo así se las puede trascender y multiplicar uno en su percepción. El poeta habita así sus honduras y sus esguinces y así se tolera, se muda o se vuelca sobre la nutritiva sustancia de sus dudas.

La unidad significativa para Huerta es la imagen y la oración. Sus imágenes, elaboradas, reptantes, tienen la rara virtud de no darse como tales. No golpean, no apuntalan el discurso ni lo culminan, sino que lo inseminan, lo plagan de su devaneo: nacen y se desarrollan como una reacción en cadena: no es la bolsa la que estalla llena de monedas, sino la paciencia de un avaro que saca renuente su oro del monedero. Las palabras mismas obligan a ser leídas no desde la dependencia sino desde el anhelo y consiguen mostrarnos que no son las mismas cuando esperamos algo de ellas que cuando deseamos algo con ellas, cuando logramos que le den cuerpo incluso a nuestras desavenencias con ellas.

La oficiosidad de la poesía de Huerta no surge como respuesta, meditación o desdoblamiento límite ante lo intolerable. Su condición extrema parecería hacerla surgir de su propia urgencia de ser, de durar. Su discurrir siempre palpita de la energía de su origen. Mientras dure el poema, río de lava, se configura en su distendido seno, arrebatada por el ojo y el peso de la imagen, la energía voraz de lo disquisitivo. Mientras dura el poema dura la realidad y su memoria y su deseo se amplifican y se agolpan en su frontera mientras el otro, el nictálope o fantasma, sanciona su crecimiento o cuestiona a quien lo impulsa. Mientras dura el origen del poema, la percepción desplaza lo oscuo y las cosas fosforecen y significan dentro del hueco que el poema elabora y donde se gesta el minucioso escándalo de “un lugar donde vivir puede valer la pena”. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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