Europa vive momentos de incertidumbre económica, pero esa no es su única inquietud: sus escritores y políticos se preocupan también por la muerte. El asesinato en masa de civiles europeos durante las décadas de 1930 y 1940 es el referente de las confusas discusiones actuales sobre la memoria, y también la piedra de toque de cualquier ética común que los europeos puedan compartir. Las burocracias de la Alemania nazi y de la Unión Soviética convirtieron vidas particulares en muerte masiva, seres humanos individuales en cuotas de personas destinadas a la eliminación. Los soviéticos ocultaron sus matanzas masivas en oscuros bosques y falsificaron los registros de las regiones en que mataron de hambre a la gente; los alemanes hicieron que mano de obra esclava desenterrara los cuerpos de sus víctimas judías y las quemara en chimeneas gigantes. Los historiadores debemos echar luz –lo mejor que podamos– sobre estas sombras, debemos dar fe de estas personas. Y esto es algo que no hemos hecho. Auschwitz –generalmente considerado un símbolo adecuado e incluso definitivo del mal ínsito en los asesinatos en masa– solo es el principio del conocimiento, un indicio de la verdadera confrontación con el pasado que todavía no se ha producido.
Las razones mismas que nos permiten saber algo sobre Auschwitz deforman nuestra comprensión del Holocausto: sabemos de Auschwitz porque hubo supervivientes, y hubo supervivientes porque Auschwitz fue un campo de trabajo lo mismo que una fábrica de muerte. Esos supervivientes fueron, en su mayoría, judíos de Europa occidental, puesto que Auschwitz era el lugar al que se enviaba a los judíos del oeste de Europa. Tras la Segunda Guerra Mundial, los supervivientes judíos de Europa occidental tuvieron libertad para escribir y publicar lo que quisieran, mientras que los supervivientes judíos de Europa del Este, atrapados tras el telón de acero, no la tuvieron. En Occidente, aunque muy despacio, la memoria del Holocausto pudo entrar en la historia y en la conciencia pública.
Este tipo de historia de los supervivientes –del que las obras de Primo Levi constituyen el ejemplo más famoso– no captura de forma adecuada la realidad de los asesinatos en masa. ElDiario de Ana Frank se ocupa de las comunidades judías europeas asimiladas, las holandesas y alemanas, cuya tragedia, aunque terrible, constituyó una parte muy pequeña del Holocausto. En 1943 y 1944, años en que se registró la mayor parte de las matanzas de judíos europeos occidentales, el Holocausto estaba en gran medida consumado. A finales de 1942, dos tercios de los judíos que habrían de ser asesinados durante la guerra ya estaban muertos. Las principales víctimas, judíos polacos y soviéticos, habían sido asesinadas con balas disparadas sobre fosas comunes o con monóxido de carbono proveniente de motores de combustión interna, bombeado en las cámaras de gas de Treblinka, Belzec y Sobibor, en la Polonia ocupada.
Como símbolo del Holocausto, Auschwitz excluye a quienes estuvieron en el centro de tal acontecimiento histórico. El grupo más nutrido de víctimas del Holocausto –judíos polacos ortodoxos y de habla yiddish, o, según el levemente despectivo término alemán, Ostjuden– era culturalmente ajeno a los europeos occidentales, incluidos los judíos de Europa occidental. Hasta cierto punto, aún hoy se margina a dicho grupo de la memoria del Holocausto. El campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau fue construido en un territorio que hoy pertenece a Polonia, aunque en aquel momento formara parte del Reich alemán. Así, cualquier visitante asocia Auschwitz a la Polonia actual, pero fueron relativamente pocos los judíos polacos y casi ningún judío soviético los que perecieron ahí. Los dos grupos más numerosos de víctimas están prácticamente ausentes del símbolo conmemorativo.
Una adecuada visión del Holocausto colocaría la Operación Reinhard –el asesinato de los judíos polacos en 1942– en el centro de la historia. Los judíos polacos eran la comunidad judía más grande del mundo, y Varsovia la ciudad judía más importante. Esa comunidad fue exterminada en Treblinka, Belzec y Sobibor. Aproximadamente un millón y medio de judíos fueron asesinados en esos tres campos; tan solo en Treblinka, un mínimo de 780,863. Apenas unas cuantas decenas de personas sobrevivieron a estas tres fábricas de la muerte. Pese a que Belzec fue el tercer lugar más importante en la historia de los asesinatos en masa del Holocausto, después de Auschwitz y Treblinka, apenas es conocido. Unos 434,508 judíos perecieron en esa fábrica de la muerte, y solo dos o tres sobrevivieron. Cerca de un millón de judíos polacos fueron asesinados de otras formas en Chelmno, Majdanek o en Auschwitz, y muchos más cayeron bajo las balas en acciones efectuadas sobre la mitad oriental del país.
En total, el número de judíos que murieron por disparo fue igual, si no mayor, al número de judíos asesinados con gas, pero las balas los mataron en regiones orientales que el recuerdo del dolor ha desdibujado. La segunda parte más importante del Holocausto es la masacre con armas de fuego en Polonia oriental y la Unión Soviética. Comenzó con los fusilamientos de hombres judíos por parte de los SS Einsatzgruppen en junio de 1941, se extendió al asesinato de mujeres y niños judíos en julio, y creció al exterminio de comunidades judías enteras en agosto y septiembre. A finales de 1941, los alemanes (con el apoyo local y de tropas rumanas) habían asesinado a un millón de judíos en la Unión Soviética y los países bálticos. Un número equivalente al total de judíos asesinados en Auschwitz durante toda la guerra. A finales de 1942, los alemanes (de nuevo, con una nutrida asistencia local) habían matado a tiros a otros setecientos mil judíos, y las poblaciones judías que habían estado bajo su control habían dejado de existir.
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Hubo elocuentes testigos y cronistas judíos soviéticos, como Vasili Grossman. Pero a él y a otros se les prohibió presentar el Holocausto como un acontecimiento claramente judío. Grossman descubrió Treblinka como periodista que acompañaba al Ejército Rojo, en septiembre de 1944. Quizá porque sabía lo que los alemanes habían hecho con los judíos en su Ucrania natal, Grossman fue capaz de adivinar lo que había pasado ahí y escribió un breve libro sobre ello. Llamó a Treblinka “el infierno” y lo situó en el centro de la guerra y del siglo. Sin embargo, para Stalin, la matanza de judíos debía ser vista como el sufrimiento de “ciudadanos”. Grossman ayudó a compilar un Libro negro de crímenes alemanes contra judíos soviéticos, libro que las autoridades soviéticas eliminaron más tarde. Stalin sostenía equivocadamente que, si algún grupo había sufrido especialmente bajo el dominio alemán, era el de los rusos. Así, el estalinismo ha evitado que veamos las matanzas de Hitler con una perspectiva correcta.
En resumen, el Holocausto fue, en este orden: Operación Reinhard, Shoah por balas, Auschwitz; o bien, Polonia, la Unión Soviética, el resto. De los cerca de 5,7 millones de judíos asesinados, unos tres millones eran ciudadanos polacos antes de la guerra, y otro millón aproximadamente eran ciudadanos soviéticos antes de la guerra: juntos suman un setenta por ciento del total de víctimas. (Después de los judíos polacos y soviéticos, los siguientes grupos más numerosos de judíos asesinados fueron rumanos, húngaros y checoslovacos. Si los tenemos en cuenta, el carácter europeo oriental del Holocausto resulta todavía más claro.)
Sin embargo, incluso esta imagen corregida del Holocausto transmite un sentido inaceptablemente parcial del alcance de las políticas alemanas de exterminio en Europa. La Solución Final, como la llamaron los nazis, fue originalmente uno de los proyectos de exterminio que habría de ejecutarse tras una guerra victoriosa contra la Unión Soviética. Si las cosas hubieran resultado como esperaban Hitler, Himmler y Göring, los ejércitos alemanes habrían implantado un Plan de Hambre en la Unión Soviética durante el invierno de 1941 a 1942. Conforme la producción agrícola de Ucrania y del sur de Rusia fuera desviada hacia Alemania, unos treinta millones de personas en Bielorrusia, en el norte de Rusia y en diversas ciudades soviéticas, hubieran muerto de inanición. El Plan de Hambre era solo un preludio al Generalplan Ost, el plan de colonización de la zona occidental de la Unión Soviética, que preveía la eliminación de unos cincuenta millones de personas.
Los alemanes lograron aplicar políticas que guardaban cierta semejanza con estos planes. Expulsaron a medio millón de polacos no judíos de sus tierras y las anexionaron al Reich. Un impaciente Himmler ordenó la ejecución de una primera etapa del Generalplan Ost en el este de Polonia: diez mil niños polacos fueron asesinados y cien mil adultos expulsados. La Wehrmacht mató de hambre deliberadamente a cerca de un millón de personas en el sitio de Leningrado, y a cerca de cien mil más en hambrunas organizadas en ciudades de Ucrania. Unos tres millones de soldados soviéticos capturados murieron de hambre o por enfermedad en los campos alemanes de prisioneros de guerra. Estas personas fueron asesinadas deliberadamente: al igual que en el sitio de Leningrado, la conciencia y la voluntad de matar de hambre a la gente estaban presentes. Si el Holocausto no hubiera tenido lugar, este episodio sería recordado como el peor crimen de guerra de la historia moderna.
En acciones donde supuestamente actuaban contra los partisanos, los alemanes asesinaron quizás a unas 750,000 personas; cerca de 350,000 tan solo en Bielorrusia, y números menores pero comparables en Polonia y Yugoslavia. Cuando reprimieron el levantamiento de Varsovia en 1944, los alemanes mataron a más de cien mil polacos. Si el Holocausto no hubiera tenido lugar, estas “represalias” también se habrían considerado algunos de los más grandes crímenes de guerra de la historia. Y, de hecho, al igual que sucede con la muerte por inanición de los prisioneros de guerra soviéticos, pocas veces se recuerdan fuera de los países directamente involucrados. Las políticas de ocupación alemanas también acabaron con las vidas de civiles no judíos de otras maneras, por ejemplo, mediante trabajos forzados en campos de prisioneros. De nuevo, esta gente provenía básicamente de Polonia o de la Unión Soviética.
Los alemanes asesinaron a más de diez millones de civiles en las principales operaciones de asesinato en masa: aproximadamente la mitad fueron judíos y el resto fueron no judíos. Judíos y no judíos provenían en su mayor parte de la misma región de Europa. El proyecto de eliminar a todos los judíos se realizó prácticamente por completo; el proyecto de destruir a las poblaciones eslavas fue puesto en marcha muy parcialmente.
Auschwitz es solo una introducción al Holocausto. El Holocausto es solo un indicio de las metas de Hitler. Las novelas de Grossman Todo fluye y Vida y destino narran con audacia el terror nazi y el terror soviético, y nos recuerdan que incluso una caracterización exhaustiva de las políticas alemanas de asesinato en masa resulta incompleta como historia de la atrocidad en la Europa de mediados del siglo XX. Esa caracterización omite el Estado que Hitler estaba más interesado en destruir, el otro Estado que a mediados del siglo asesinó en masa a europeos: la Unión Soviética. Durante todo el periodo estalinista, entre 1928 y 1953, las políticas soviéticas mataron, en un cálculo conservador, a más de cinco millones de europeos. Así, cuando uno considera el número total de civiles europeos asesinados por las potencias totalitarias a mediados del siglo XX, debería tener en cuenta a tres grupos de dimensiones casi iguales: judíos asesinados por alemanes, no judíos asesinados por alemanes y ciudadanos soviéticos asesinados por el Estado soviético. Como regla general, el régimen alemán asesinó a civiles que no eran ciudadanos alemanes, mientras que el régimen soviético mató sobre todo a civiles que eran ciudadanos soviéticos.
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La represión soviética se suele identificar con el Gulag, así como la represión nazi se identifica con Auschwitz. Pese a todos los horrores del trabajo forzado, el Gulag no fue un sistema de asesinato en masa. Si aceptamos que el asesinato en masa de civiles se encuentra en el corazón de las preocupaciones políticas, éticas y legales, el mismo razonamiento histórico se aplicaría al Gulag y a Auschwitz. Sabemos del Gulag porque fue un sistema de campos de trabajo y no un conjunto de instalaciones para matar. El Gulag albergó a cerca de treinta millones de personas y acortó unos tres millones de vidas. Pero una vasta mayoría de esas personas que fueron enviadas a los campos regresaron vivas. Precisamente porque contamos con una literatura del Gulag –entre la que destaca Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn– podemos tratar de imaginar sus horrores, de la misma manera que podemos tratar de imaginar los horrores de Auschwitz.
Sin embargo, así como Auschwitz desvía la atención de los horrores todavía más grandes de Treblinka, el Gulag nos distrae de las políticas soviéticas que mataban a la gente directa e intencionadamente, a través del hambre y de las balas. De las medidas estalinistas destinadas a este fin, dos fueron las más significativas: las hambrunas por la colectivización de 1930 a 1933 y el Gran Terror de 1937 y 1938. Todavía no queda claro si la hambruna de 1930 a 1932 en Kazajistán fue premeditada, lo que sí es seguro es que más de un millón de kazajos murieron de hambre. Se ha demostrado más allá de toda duda razonable que en el invierno de 1932 a 1933 Stalin mató de hambre a los ucranianos soviéticos de forma deliberada. Los documentos soviéticos de octubre a diciembre de 1932 revelan una serie de órdenes con evidente dolo e intención de matar. Al final, murieron más de tres millones de habitantes de la Ucrania soviética.
Lo que leemos sobre el Gran Terror también nos distrae de su verdadera naturaleza. Su gran novela y su gran memoria son El cero y el infinito, de Arthur Koestler, y The accused, de Alexander Weissberg. Ambos centran nuestra atención sobre un pequeño grupo de víctimas de Stalin: los líderes urbanos comunistas, personas educadas, a veces conocidas en Occidente. Esta imagen domina nuestro entendimiento del Gran Terror, pero es incorrecta. En conjunto, las purgas de las élites del Partido Comunista, la policía de seguridad y los funcionarios militares no se cobraron más de 47,737 vidas.
La maniobra más grande del Gran Terror, la Operación 00447, estaba dirigida principalmente contra los kulaks, es decir, contra campesinos que ya habían sido reprimidos durante la colectivización. Dicha operación se cobró 386,798 vidas. Unas cuantas minorías nacionales, que juntas representaban menos del dos por ciento de la población soviética, proporcionaron más de un tercio de las víctimas mortales del Gran Terror. Por poner un ejemplo: en una operación dirigida contra la minoría polaca, compuesta por ciudadanos soviéticos, 111.091 personas fueron asesinadas con balas. De las 681,692 ejecuciones perpetradas en 1938 y 1939 por supuestos crímenes políticos, 633,955 –más del noventa por ciento del total– fueron producto de la operación kulak y de las operaciones nacionales. Esas personas fueron ejecutadas en secreto, enterradas en fosas y olvidadas.
El énfasis sobre Auschwitz y el Gulag minimiza el número de europeos asesinados y traslada el centro geográfico de la masacre al Reich alemán y al este de Rusia. Al igual que Auschwitz, que centra nuestra atención sobre las víctimas europeas occidentales del imperio nazi, el Gulag, con sus infames campos siberianos, nos distrae del núcleo geográfico de las políticas soviéticas de la muerte. Al concentrarnos en Auschwitz y el Gulag, somos incapaces de darnos cuenta de que, a lo largo de un periodo de doce años, entre 1933 y 1944, perecieron unos doce millones de víctimas de las políticas nazis y soviéticas de asesinato en masa, en una región particular de Europa definida más o menos por lo que hoy es Bielorrusia, Ucrania, Polonia, Lituania y Letonia. En términos generales, cuando meditamos sobre Auschwitz y el Gulag, tendemos a pensar en los Estados que los constituyeron en sistemas como tiranías modernas o Estados totalitarios. Sin embargo, esas consideraciones teóricas y políticas sobre Berlín y Moscú tienden a pasar por alto el hecho de que los asesinatos en masa ocurrieron predominantemente en zonas de Europa situadas entre Alemania y Rusia, y no propiamente en Alemania y Rusia.
El centro geográfico, moral y político de la Europa del asesinato en masa es Europa del Este, sobre todo Bielorrusia, Ucrania y Polonia, así como los Estados bálticos, tierras que fueron sometidas a continuas políticas de atrocidad por parte de ambos regímenes. Los habitantes de Ucrania y Bielorrusia –sobre todo pero no únicamente judíos– sufrieron más que nadie, ya que aquellas tierras formaron parte de la Unión Soviética durante la terrible década de 1930 y padecieron lo peor de las represiones alemanas en la década de 1940. Si Europa fue, como dijera Mark Mazower, un continente oscuro, Ucrania y Bielorrusia fueron el corazón de las tinieblas.
Cálculos históricos que pueden considerarse objetivos, como el conteo de víctimas de las operaciones de asesinato en masa, podrían ayudar a restaurar un cierto equilibrio histórico perdido. El sufrimiento alemán bajo el mandato de Hitler y durante la guerra, aunque es sin duda espantoso, no figura en la historia del asesinato en masa. Incluso si se cuenta a los alemanes asesinados cuando huían el Ejército Rojo, cuando eran expulsados de Polonia y Checoslovaquia entre 1945 y 1947, y durante los bombardeos de Alemania, el número total de civiles alemanes asesinados por el poder estatal es comparativamente pequeño (véase “La expulsión de los alemanes del Este”).
De entre los ciudadanos alemanes, las principales víctimas de las políticas directas de asesinato en masa fueron los setenta mil pacientes a quienes se aplicó la “eutanasia” y los 165,000 judíos alemanes. Las principales víctimas alemanas de Stalin siguen siendo las mujeres violadas por el Ejército Rojo y los prisioneros de guerra retenidos en la Unión Soviética. Unos 363,000 prisioneros alemanes murieron de hambre y enfermedades en su cautiverio soviético, así como quizás unos doscientos mil húngaros. En un momento en que la resistencia alemana contra Hitler recibe atención en los medios, vale la pena recordar que algunos de quienes participaron en el complot de 1944 para matar a Hitler estuvieron justo en el corazón de las políticas de asesinato en masa: Arthur Nebe, por ejemplo, estuvo al mando del Einsatzgruppe B en en las masacres de Bierlorrusia durante la primera ola del Holocausto en 1941; y Eduard Wagner, intendente general de la Wehrmacht, escribió una alegre carta a su esposa hablando de la necesidad de negar alimento a las millones de personas que morían de hambre en Leningrado.
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Resulta difícil olvidar a Anna Ajmátova: “La tierra rusa ama la sangre.” Sin embargo, el martirio y el heroísmo rusos, pregonados con vigor en la Rusia de Putin, deben situarse en un contexto histórico más amplio. Los rusos, al igual que otros ciudadanos soviéticos, realmente fueron víctimas de la política estalinista, pero eran mucho menos proclives a ser asesinados que los ucranianos o los polacos soviéticos, o que los miembros de otras minorías nacionales. Durante la Segunda Guerra Mundial, varias operaciones destinadas a provocar el terror se extendieron al este de Polonia y a los Estados bálticos, territorios absorbidos por la Unión Soviética. El caso más famoso es el de los veintidós mil ciudadanos polacos fusilados en 1940 en Katyn y otras cuatro localidades; decenas de miles de polacos y bálticos más murieron durante y poco después de su deportación a Kazajistán y Siberia. Durante la guerra, muchos rusos soviéticos fueron asesinados por los alemanes, pero su número fue proporcionalmente mucho menor al de los bielorrusos y los ucranianos, por no mencionar a los judíos. Se estima que las muertes de civiles soviéticos rondan los quince millones. En Rusia, aproximadamente uno de cada veinticinco civiles fue asesinado por los alemanes durante la guerra, a diferencia de uno de cada diez aproximadamente en Ucrania (o Polonia), y alrededor de uno de cada cinco en Bielorrusia.
Bielorrusia y Ucrania estuvieron ocupadas durante gran parte de la guerra, tanto por ejércitos alemanes como por ejércitos soviéticos que atravesaron dos veces todo su territorio, hacia el ataque y en retirada. Los ejércitos alemanes nunca ocuparon más que una pequeña porción de lo que es propiamente Rusia, y solo lo hicieron durante periodos cortos. Incluso teniendo en cuenta el sitio de Leningrado y la destrucción de Stalingrado, el número de víctimas civiles rusas fue mucho menor que el de bielorrusos, ucranianos y judíos. En las exageradas declaraciones rusas sobre el número de muertos se toma a Bielorrusia y a Ucrania por Rusia, y a los judíos, los bielorrusos y los ucranianos por rusos: este fenómeno puede considerarse un imperialismo del martirio que reclama territorio implícitamente, al tiempo que proclama víctimas explícitamente. Probablemente sea esta la línea propuesta por el nuevo comité histórico nombrado por el presidente Dmitri Medvédev para prevenir “falsificaciones” del pasado ruso. Bajo la legislación que se debate hoy en Rusia, declaraciones como las contenidas en este párrafo constituirían un delito.
Los políticos ucranianos combaten la monopolización rusa del sufrimiento común y responden a los estereotipos que Europa occidental tiene de los ucranianos –retratados como colaboracionistas del Holocausto– presentando su propio relato del sufrimiento: millones de ucranianos que fueron deliberadamente asesinados por hambre por orden de Stalin. El presidente Víktor Yúshenko le hace a su país un flaco favor al proclamar diez millones de muertes, exagerando así el número de ucranianos asesinados por un factor de tres; lo que es cierto es que la hambruna en Ucrania de 1932 a 1933 fue resultado de decisiones políticas intencionadas y que mató a cerca de tres millones de personas. Con excepción del Holocausto, las hambrunas producto de la colectivización fueron el desastre político más grande del siglo XX europeo. No obstante, la colectivización siguió siendo el elemento central del modelo soviético de desarrollo y sería imitada más tarde por el régimen comunista chino, con consecuencias predecibles: decenas de millones de muertos por inanición en el Gran Salto Adelante de Mao.
Hitler y Stalin compartían una obsesión por Ucrania como fuente de alimentos. Los dos deseaban controlar y explotar el granero ucraniano y ambos ocasionaron hambrunas políticas: Stalin en todo el país, Hitler en las ciudades y en los campos de prisioneros de guerra. Algunos prisioneros ucranianos que padecieron la hambruna de 1941 en dichos campos ya habían sobrevivido a la hambruna de 1933. Las políticas alemanas de inanición son en parte responsables de la idea que se tiene de los ucranianos como colaboradores voluntarios del Holocausto. Los colaboracionistas ucranianos más infames fueron los guardias de los campos de exterminio en Treblinka, Belzec y Sobibor. Lo que rara vez se recuerda es que los alemanes reclutaron a los primeros cuadros de estos hombres, soldados soviéticos capturados, en sus propios campos de prisioneros de guerra. Fueron ellos quienes rescataron a algunas personas de la hambruna masiva –un gran crimen en el Este– para convertirlos en colaboradores de otro crimen, el Holocausto.
La historia de Polonia es fuente de interminables confusiones. Polonia fue atacada y ocupada no por uno sino por ambos Estados totalitarios entre 1939 y 1941, pues tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética, aliadas en aquel entonces, explotaron sus territorios y exterminaron a gran parte de su intelectualidad. En la capital de Polonia se produjeron dos de los mayores levantamientos contra el poder alemán durante la Segunda Guerra Mundial: el levantamiento de los judíos del gueto de Varsovia en 1943, al que siguió la destrucción del gueto, y el levantamiento de Varsovia a cargo del Ejército Nacional Polaco en 1944, al que siguió la destrucción del resto de la ciudad. Los medios de comunicación alemanes han confundido estos dos ejemplos centrales de resistencia y asesinato en masa en todos los aniversarios recientes del levantamiento de Varsovia.
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Si algún país parece fuera de lugar en la Europa de hoy, extraviado en otro momento histórico, es Bielorrusia, que vive bajo la dictadura de Alexandr Lukashenko. Sin embargo, aunque Lukashenko prefiera ignorar los lugares donde los soviéticos realizaron sus masacres y anhele construir una autopista por encima de las fosas comunes en Kurapaty, en algunos aspectos el dictador recuerda la historia europea mejor que sus críticos. Matando de hambre a los prisioneros de guerra soviéticos, disparando contra los judíos y asesinándolos con gas, y ejecutando a civiles en operaciones contra los partisanos, los ejércitos alemanes hicieron de Bielorrusia el lugar más mortífero del mundo entre 1941 y 1944. Durante la Segunda Guerra Mundial, la mitad de la población de la Bielorrusia soviética fue o bien asesinada o bien desplazada por la fuerza: nada parecido puede decirse de ningún otro país europeo.
El recuerdo bielorruso de esta experiencia, cultivado por el actual régimen dictatorial, ayuda a explicar la suspicacia ante iniciativas que provienen de Occidente. A los europeos occidentales en general les sorprendería enterarse de que Bielorrusia fue el epicentro del asesinato en masa europeo y la base de operaciones de los partisanos antinazis que contribuyeron a la victoria de los aliados. Resulta pasmoso que un país de estas características pueda ser enteramente desplazado de la memoria europea. La ausencia de Bielorrusia en las discusiones sobre el pasado es el signo más claro de la diferencia entre memoria e historia.
Igual de perturbadora resulta la ausencia de la economía. Aun cuando la historia del asesinato en masa tiene mucho que ver con el cálculo económico, la memoria rehúye todo aquello que pudiera hacer del asesinato algo aparentemente racional. Tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética tomaron el camino de la autosuficiencia económica. Alemania deseaba equilibrar la industria con una utopía agraria en Occidente, y la URSS quería superar su atraso agrícola con una industrialización y urbanización aceleradas. Ambos regímenes pretendían alcanzar la autarquía económica en el marco de un gran imperio: para ello, los dos buscaban controlar Europa occidental. Ambos veían al Estado polaco como una aberración histórica; ambos consideraban a Ucrania y su fértil tierra como indispensable. Y cada uno definía a distintos grupos como enemigos de sus designios, aunque el plan alemán de asesinar a todo judío no tiene parangón con política soviética alguna. Pero lo que resulta crucial es que la ideología que legitimaba el asesinato en masa también constituía una visión del desarrollo económico. En un mundo de escasez, particularmente en materia de alimentos, ambos regímenes integraron el asesinato en masa y la planificación económica.
Las formas en que buscaron esos objetivos hoy nos parecen espeluznantes y obscenas, pero eran lo suficientemente plausibles como para motivar a un gran número de seguidores en aquella época. La comida ya no escasea, al menos en Occidente; pero otros recursos sí, o lo harán pronto. En el siglo XXI afrontaremos escasez de agua potable, aire limpio y energía sostenible. El cambio climático podría traer consigo una nueva amenaza de hambruna.
Si hay una lección política general en la historia del asesinato en masa, es la necesidad de mostrarnos cautelosos ante lo que podría llamarse un desarrollo privilegiado, es decir, ante los intentos de los Estados de emprender una forma de expansión económica que designe víctimas, que motive la prosperidad por medio de la mortalidad. No puede excluirse la posibilidad de que el asesinato de un grupo pueda beneficiar a otro, o que, al menos, sea visto como un beneficio. Es esta una versión de la política que Europa de hecho ha presenciado y que puede presenciar de nuevo. La única respuesta suficiente es un compromiso ético con el individuo, donde lo individual cuente en la vida más que en la muerte, y en la que esquemas de este tipo se vuelvan impensables.
Pese a sus problemas, la Europa de hoy es notable precisamente por su combinación de prosperidad, justicia social y derechos humanos. Quizá más que cualquier otra parte del mundo, Europa es inmune, al menos por ahora, a tan crueles ejercicios instrumentales del crecimiento económico. Pero la memoria se aparta extrañamente de la historia algunas veces, y ahora estamos en un momento en el que necesitamos de la historia más que nunca. El pasado europeo reciente podría parecerse al futuro cercano del resto del mundo. Esta es una razón más para afrontarlo. ~
Traducción de Marianela Santoveña
>En el mismo mes: “La expulsión de los alemanes del Este”
Timothy Snyder (1969) es un historiador estadounidense, profesor en la Universidad de Yale, especializado en la historia de Europa Central y del Este y en el Holocausto. Su libro más reciente en español es 'Nuestra enfermedad. Lecciones de libertad en un diario de hospital' (Galaxia Gutenberg, 2020).