La tentación de la unidad

Durante siglos, se ha hablado del interés colectivo pensando en un solo grupo. Las políticas de la identidad pueden verse como una forma de garantizar que todas las voces participen en el debate.
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Los blancos gruñones

“Nunca jamás volváis a permitir que un grupo de viejos, ricos y gruñones blancos definan la sanidad de un país que está compuesto por un 59,8% de mujeres y un 37% de otras razas”, decía la actriz Helen Mirren en un discurso que dio en la Universidad de Tulane.

Será que, al final, la vilipendiada “política de la identidad” iba de eso, de llamar a la representación diversa y asegurar condiciones de justicia social para aquellos sujetos que han permanecido invisibles en los planteamientos políticos y teóricos que se establecieron con la modernidad. Invisibles pero marcados por sus diferencias: esa era la paradoja de su condición. Lo señalaban Verloo y Meier hace años: “Si la arquitectura global de la igualdad no está respondiendo a las necesidades de todos, las instituciones y las leyes claramente están fallando en lo que deben hacer: proteger esa igualdad para todo el mundo.”1

¿Por qué sujetos invisibles? Mostrar públicamente el afecto homosexual, por ejemplo, es algo que sigue siendo peligroso o ridiculizado en demasiados lugares del planeta, también en nuestras celebradas sociedades abiertas. Esa sexualidad se esconde del ojo público al mismo tiempo que se estigmatiza. Muchas personas ven que los rasgos dominantes de las sociedades ningunean y silencian sus expectativas, sus necesidades, sus formas de vida, sus deseos, pero al mismo tiempo las señalan como desviadas con respecto a lo que se considera “normal”.

Así lo contaban en los años ochenta Lugones y Spelman cuando hablaban del mantra del “imperialismo cultural”.2 De alguna forma lo había dicho ya la Simone de Beauvoir de El segundo sexo (1949), cuando se preguntaba por qué “a un hombre no se le ocurriría escribir un libro sobre la situación particular que ocupan los varones en la humanidad”. Era porque “su experiencia se habría erigido en la experiencia humana por excelencia”, contestaría Carol Gilligan años después en In a different voice (1982).

Estas autoras sabían que diferencia es relación. Pero ¿en qué sentido? Dice Iris Young que “las cosas pueden ser iguales o no, sin ser idénticas; o diferentes sin ser lo contrario, dependiendo del punto de referencia y del momento del proceso”.3 Pero la teoría y la práctica política desde la modernidad construyó esa diferencia como jerarquía, como desviación con respecto a la norma. De esta forma, la pluralidad de perspectivas acabó diluida en un todo al que los clásicos quisieron llamar la “voluntad general”.

Diferencia no es cultura

Para mucha gente la política de la identidad consiste en “reconocer la diferencia”, pero en realidad no se puede disociar de la lógica de la economía política porque hablamos, en última instancia, de derechos y oportunidades. De condiciones básicas que permiten el autodesarrollo y la autodeterminación de las personas, como contó Iris Young en Inclusion and democracy (2000), o de paridad participativa, tomando el lenguaje de Nancy Fraser en Fortunes of feminism (2013). De lo que estamos hablando es de la forma en la que las personas experimentan sus vidas y se enfrentan a la discriminación. Y esta, en definitiva, depende de vectores estructurales de desigualdad, desventaja y exclusión que difieren según el posicionamiento simultáneo de los sujetos en otros ejes como su raza, su clase social, sus formas de ver el mundo o su orientación sexual.

Ahora está de moda poner todo esto en entredicho, o convertirlo en tema de parodia. Así lo hace, por ejemplo, la popular serie de Netflix Dear white people. La industria sabe que reírse de lo políticamente correcto tiene tirón, es “subversivo”, y ya es vieja la certeza de que lo subversivo posee un valor de mercado. Por eso es oportuno hacer nuestra la reflexión de Judith Butler: las prácticas subversivas devienen en clichés adormecedores a base de repetirse, por muy provocadoras que sean. Y entonces se consolidan en formas de pensar o se incorporan a imaginarios sociales y se naturalizan.

Por tanto, ¿qué es lo que está en juego en este camino? Por supuesto, descartar cualquier tipo de censura. También sabemos que el humor actúa en ambas direcciones y que los chistes políticos han sido tradicionalmente una herramienta de impugnación a dictadores. Lo advertía el Nikolái Gógol de El inspector: “incluso aquel que no le teme a nada le teme a la risa”. En lugar de censurar, quizás sería suficiente tener presente la pregunta de Butler: ¿qué nos jugamos con determinadas formas de hacer humor y cómo crear contradiscursos para desactivarlas? Porque esos imaginarios políticos comienzan a instalarse peligrosamente en modos de representación social que atentan contra la igualdad genuina, o al menos, a como sería conveniente pensarla.

Contaba Marcos Reguera4 en un artículo sobre la alt-right que este movimiento de extrema derecha había bebido de una población juvenil reunida en torno a plataformas de internet utilizadas para compartir frustraciones, odios y anhelos ante una sociedad que no les había ofrecido salidas. Estos jóvenes precarios no se sentían identificados con los discursos que desde las élites universitarias y medios tradicionales de comunicación se articulaban a favor de mujeres y minorías raciales y sexuales. Sus problemáticas no tenían altavoz en esos medios, y así comenzaron a crear una subcultura digital a través de debates potenciados con un humor que fue quebrando las reglas de lo políticamente correcto.

Algo había contado ya Bauman sobre la capacidad del humor político para abrir una nueva ventana de odio: “Si bromeamos en los límites de lo permitido y al filo de lo permisible, estamos condenados a bordear el odio”, señalaba el sociólogo en Ceguera moral.5 Sea como fuere, estos jóvenes comenzaron a propagar su humor fuera de toda convención política correcta, y a “compartir sus experiencias y rabia con altas dosis de ironía donde predominaban el machismo, el racismo y la homofobia”. Al hacer guiños permanentes a la cultura popular, potenciaron su efecto. Ser políticamente incorrecto ahora es mainstream.

Resulta paradójico que, mientras que el reconocimiento de la diversidad se cuestiona, sabemos que los efectos materiales de la economía política van inextricablemente unidos a los efectos de la cultura. Por ejemplo, el objeto de afirmar la diferencia de género, como arriba lo expresa Helen Mirren, es el de poner de manifiesto que si no se hace esa diferencia seguirá operando pero en sentido de exclusión. El motivo de visibilizarla es negar un esencialismo que encierra a colectivos sociales en estereotipos denigrantes que el tiempo congela. Y así se naturalizan estereotipos y clichés, provocando que quienes los sufren vean limitado su acceso a recursos materiales, a su libertad y oportunidades frente a trabajos; o haciéndolos más sensibles a padecer experiencias vejatorias, o siendo más vulnerables para competir con otras personas por puestos de trabajo. El ideal asimilacionista que aplica los mismos criterios perpetúa situaciones de desventaja porque las diferencias existen.

Pensemos en las trabajadoras migrantes, por ejemplo, en sus condiciones laborales, salarios y contratos, en las restricciones a la libertad de circulación sumadas a los ambientes de trabajo con frecuencia denigrantes y peligrosos; a la violencia de género en los lugares donde los desarrollan, o las formas de racismo y xenofobia que experimentan y los límites que encuentran para organizarse y reivindicar sus derechos. También son “perdedoras de la globalización” y, sin embargo, permanecen invisibles incluso en la propia categoría de análisis, porque ¿en quién pensamos cuando decimos “perdedores de la globalización”? Lo señalaba Crenshaw en un artículo titulado “Mapping the margins”: Las mujeres blancas se ven afectadas por la brecha salarial de género de manera distinta a las mujeres de color, y a su vez, las mujeres de color viven el racismo de formas que no siempre coinciden con las que experimentan los hombres de color.6 ¿Alguien sigue pensando que estas supuestas “cuestiones culturales de la diferencia” pueden desvincularse de otras relacionadas con la economía política?

Lo que desaprendimos con Trump

Pero vayamos por partes. Parece que el debate cobró fuerza con la elección presidencial de Trump. Es cierto que ha faltado empatía por parte de algunos líderes para entender las condiciones vitales de las personas a las que supuestamente dedicaban su vocación de servidores públicos. Durante las sacudidas que hemos vivido en los dos últimos años se han encadenado momentos de insólita bisoñez política. Uno de ellos lo protagonizó David Cameron cuando no se le ocurrió otra cosa que llamar a sus votantes estúpidos, racistas y analfabetos para convencerles de que no votaran por el Brexit. Sorprendentemente, Clinton repetiría la jugada maestra unos meses después al espetar con energía a los “deplorables” votantes del inefable Trump: “Son racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos.” Y mientras la aspirante daba esa lección de empatía, el auditorio no podía contener las carcajadas. Pocas veces hemos visto un ejercicio tan célebre de torpeza política. Si el objetivo era a fin de cuentas el de seducir a los votantes, “a esas mentes privilegiadas no se les ocurrió pensar que su desprecio iba a verse correspondido” señalaría con ironía John Gray.7

Sin embargo, desde entonces, una cosa curiosa ha ido ocurriendo en el espacio de la opinión pública y publicada. La intención de entender y ser empático con esos millones de personas corrientes zaheridas por sus políticos se ha transformado en una extraña justificación de sus miedos en el territorio del análisis y del discurso político. Más que entender, lo que se ha terminado por hacer es elevar a ejemplo de proeza política la burda manipulación que personajes como Trump o Farage hicieran de los llamamientos a la igualdad de los ya viejos movimientos sociales asociados con la política de izquierdas y de la identidad. Sucede que “los nuevos representantes de los olvidados y oprimidos”, esos que protagonizaron la icónica imagen de ambos en pie dentro de un ascensor recubierto de oro, según contaba Pankaj Mishra en El gran retroceso (2017), habrían planteado para muchos intelectuales una estrategia más eficaz y ajustada al “momento de la ira” de Occidente.

El argumento teórico es un tanto perturbador: se afirma que al apelar a los distintos grupos sociales diferenciados nos olvidamos del todo. Pero, en realidad, el planteamiento significa lo siguiente: el “conjunto” siempre ha sido una parte que ha pretendido presentar su perspectiva particular como universal. Y ahora nos apresuramos a sentenciar la muerte del “liberalismo de la identidad” porque resulta que Trump supo apelar a la sociedad en su conjunto; ese “depredador sexual y racista confeso”, al parecer, fue más integrador. Mientras la izquierda seguía enfrascada con la celebración de la diferencia, el astuto magnate articuló magistralmente un bien común como resultado de la volonté général de todos los compatriotas americanos.

La marcha de mujeres en Washington después de la elección presidencial fue un vivo ejemplo de esta polémica. Un artículo publicado en The New Yorker por Jia Tolentino la catalogaría como “controvertida”8 debido a la división ocasionada por llamar a la representación diversa y a la comprensión interseccional del feminismo. Otro artículo escrito por Heather Wilhelm en National Review se refirió a la interseccionalidad como un “cliché” y “una de las razones por las cuales resultó elegido Donald Trump”.9

Al parecer, tratar de buscar fórmulas académicas y discursivas para construir sociedades e imaginarios más inclusivos es divisivo. Y siguiendo esa misma lógica, también se culpabilizó a Clinton de su mala campaña electoral aduciendo que 1) había fragmentado el voto con su “retórica de la diversidad moralista”, que 2) la política de la identidad nos había conducido a una situación absurda en la que los pobres hombres blancos perdedores de la globalización se habrían sentido abandonados por las instituciones, y que 3) había que volver a buscar la unidad ante esa distorsión del mensaje liberal fruto de la política de la identidad. Vayamos desbrozando por partes.

1. El objeto de la diversidad no es celebrarla

La diversidad no se celebra, porque antes que un ideal es un hecho. No desaparece por negarla. En todo caso, al negarse, reaparece pero como problema. Hablar de diversidad implica tomar conciencia de la posición relativa que uno ocupa en el mundo y por tanto mitigar los prejuicios propios. Especialmente los de quienes tienen posiciones de poder o toman decisiones políticas.

Las diferencias en términos de privilegios, de experiencias o del conocimiento situado que deriva de las posiciones sociales siguen existiendo por mucho que el espacio público aspire a ser homogéneo o a hablar con una sola voz. Garantizar la presencia de todas las voces en el espacio público es ganar en representatividad y en rendición de cuentas: si no pudiéramos enfrentar nuestras opiniones con valores, hechos sociales o perspectivas diferentes sobre esos hechos, tenderíamos a afirmar nuestra visión del mundo como universal.

El riesgo siempre es que quien tiene la posición de poder acabe “representando” al todo. Al final, como en el ejemplo de Mirren, lo que los movimientos de izquierda de los sesenta quisieron mostrar fue que esa voz se había reducido a la expresión pública del sujeto varón blanco que como un lord vigilaba atento el ideal rousseauniano del bien común. Lo curioso es que buena parte de esa izquierda haya replanteado su discurso para volver a poner en el centro a su electorado más ultra; esa clase trabajadora que siempre la representó frente a la nueva gauche caviar que quiso desviarse construyendo un discurso para integrar a todas las personas.

Acusando a esa izquierda de histeria moral, se vuelve curiosamente a la posición religiosa de la culpa: nos descarrilamos de la esencia de la izquierda, que tenía el potencial de unificar a la sociedad para gobernarla. A todo el entramado de la interseccionalidad que con tanto esmero planteó el feminismo para hablar de voces y de identidades que no se esencializaran y que fueran capaces de recoger todas las sensibilidades (incluida la del “hombre blanco”), se opone ahora un rancio nacionalpopulismo que vuelva a totalizar a la patria con una sola voz. La moneda de cambio será la de siempre: identificar a ese pobre hombre blanco heterosexual con el ciudadano universal.

2. ¿Por qué los llaman perdedores de la globalización cuando quieren decir trabajadores blancos desclasados?

Por supuesto que la “base material” estaba ahí, y como nos enseñó Marx, aquella lo condiciona todo. La desigualdad económica fruto de la globalización, junto a la disrupción tecnológica, habría generado una brecha entre esos “perdedores de la globalización” y trabajadores formados y empleados de sectores tecnológicos con mayor movilidad geográfica, que se habrían beneficiado de la globalización. Charles Murray10 se refirió a ellos como una “élite cognitiva” urbana, con buena formación educativa, valores progresistas compartidos y una alta consideración de sí mismos. Nancy Fraser lo llamó “neoliberalismo progresista”.11 La cara perdedora de esta moneda estaría compuesta por obreros manuales blancos desfavorecidos por la desindustrialización y deslocalización. Es decir, un grupo particular genéricamente denominado con el ostentoso calificativo de “perdedores de la globalización”, como si esta solo les hubiera afectado a ellos. Se les ha llamado así, pero lo que en realidad sufren es una pérdida de poder en términos de estatus y un desconcierto en clave existencial.

Sigue sin estar claro que “la gran clase media estadounidense” se vea afectada por el riesgo de caer en la pobreza, o que en realidad suceda que se siente resentida por el volumen insatisfecho de expectativas generadas por la globalización misma. Además, el feminismo y la inmigración han sentado mal a algunos sectores. No nos engañemos: lo que en el fondo subyace es una reacción provocada por la desorientación ante la pérdida de poder. Es Murray quien vuelve a explicar cómo los llamados “perdedores de la globalización” son quienes deben competir con inmigrantes por puestos de trabajo si se abren fronteras, o los que ven tambalearse su lugar en el mundo o el sentido que tienen de sí mismos cuando se aplican las políticas feministas que tratan de incorporar a las mujeres al mercado laboral. Estos trabajadores acaban dejando atrás ese estatus de pater familias, o la autoridad que dotaba de contenido y sentido a su identidad dentro de las comunidades que habitan.

Lo dijo también Bauman en Extraños llamando a la puerta (2016): ante este panorama “el nacionalismo les facilita ese soñado bote salvavidas para su ajada o difunta autoestima”. Frente a esa degradación insoportable, también ayuda el único privilegio que les queda: ser blancos. Gracias a la significación social que otorgan a la blancura, pueden situarse por encima de los extranjeros o los negros que están en condiciones de vida similares, con el consuelo de que todavía se puede estar más abajo.

3. El giro a la unidad siempre fracasa

Sobre las condiciones ventajosas que uno puede sacar del hecho de ser blanco hablaba Edward Said en obras como Orientalismo (1997). La idea de blancura se asoció incluso con la razón purificada, de la misma forma que el cuerpo se conectó con la negritud o con las mujeres. Por eso la política de la identidad ha planteado la diferencia como una diana de cuestionamiento de lo neutro. El escenario público que busca esa unidad común que represente a la totalidad subyuga en sociedades como la estadounidense a mujeres, negros, latinos y homosexuales a la condición de “otro”.

Los teóricos del contrato social desde Hobbes hasta Rousseau plantearon el interés colectivo en términos de igualdad como identidad, y de un punto de vista para adoptar el interés general que solo podía ser adoptado por un tipo determinado de individuo “universal” conforme a patrones guiados por el género, la raza o la clase social. Las virtudes del ciudadano universal que expresaba el interés general eran también las virtudes de la masculinidad. El ciudadano universal tenía los atributos de un sujeto con una clase social determinada y una raza.

Desde entonces, ha sido imposible no mirar con sospecha cualquier discurso con pretensión totalizadora, pues ese ciudadano universal nos acabó revelando que la clase, la raza, el género y otras formas de opresión estaban fundadas en los ideales modernos de lo cívico-público que se quieren recuperar en la actualidad. Los perdedores de la globalización sienten una angustiosa sensación de incertidumbre que avasalla la confianza y la cohesión social de las sociedades del llamado primer mundo. Y es legítimo que lo vivan así. Pero ¿acaso el racismo o el sexismo no son también una forma de dividir a las personas de clase trabajadora entre sí?

El dilema consiste en optar por un planteamiento discursivo y analítico que azuce a los buscadores de votos, o seguir apostando por lo mejor de una tradición teórica y activista que supo explicar por qué la unidad en realidad significaba exclusión. La nueva izquierda se encargó de descubrir la función ideológica de ese vetusto discurso: presentar la perspectiva particular de los grupos dominantes como universales y garantizar sus posiciones de poder. Pero ahora las posiciones de poder se tambalean, los grupos mayoritarios han dejado de serlo, y todo ha tornado en un gigantesco backlash convertido en la tentación que muy pocos políticos han podido resistir. ~

1 M. Verloo, y P. Meier, “Putting intersectionality into practice in different configurations of equality architecture: Belgium and the Netherlands”, Social Politics, vol. 19, no. 4, 2012, pp. 513-538.

2 M. Lugones y E. Spelman, “Have we got a theory for you! Feminist theory, cultural imperialism and the demand for ‘the woman’s voice’”, Women’s Studies International Forum, 6, 573-581, 1983.

3 I. Marion Young, “Deferring Group Representation”, Ethinicity and group rights. Nomos xxxix, I. Shapiro y W. Kymlicka (eds.), Nueva York y Londres, nyu Press, p. 355.

4 M. Reguera, “Alt-right: Radiografía de la extrema derecha del futuro”, Ctxt, 22 de febrero de 2017, en http://ctxt.es/es/20170222/Politica/11228/Movimiento-Alt-Right-EEUU-Ultraderecha-Marcos-Reguera.htm

5 Z. Bauman y L. Donskis, Ceguera moral, Barcelona, Paidós, 2015, p. 96.

6 K. Crenshaw, “Mapping the margins: Intersectionality, identity politics and violence against women of color”, Standford Law Review, vol. 43, no. 6, 1991, pp. 1241-1299.

7 J. Gray, “Brexit, la extraña muerte de la política liberal”, La Maleta de Portbou, septiembre-octubre de 2016, 36-41.

8 J. Tolentino, “The somehow controversial women’s march on Washington”, The New Yorker, 18 de enero de 2017.

9 H. Wilhelm, “Women’s march morphs into intersectional torture chamber”, National Review, 11 de enero de 2017.

10 C. Murray, Coming apart: The state of white America, 1960-2010, Nueva York, Crown Publishing Group, 2012.

11 N. Fraser, “The end of progressive neoliberalism”, Dissent, 2 de enero de 2017, en https://www.dissentmagazine.org/online_articles/progressive-neoliberalism-reactionary-populism-nancy-fraser

 

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Es profesora de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid y columnista de El País


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