Empecemos con una idea aparentemente concreta: la idea de hogar. O más bien de un nuevo hogar. ¿Cuándo nace un hogar? Desde un punto de vista sociológico, demográfico, estadístico incluso, un hogar surge cuando una persona joven se independiza de sus progenitores. O cuando una pareja se separa. También, cuando alguien llega desde fuera a vivir aquí. Pero, en el imaginario colectivo, del que forma parte tu cabeza y lo que esta ha esbozado al leer las palabras “nuevo hogar”, un hogar es, sobre todo, un lugar.
La vivienda es la plasmación física del hogar. Es la plataforma sobre y en la que descansa. Históricamente, esto ha significado sobre todo refugio. Cuatro paredes y un techo para protegerte a ti y a los tuyos (si los tienes: si no, igualmente es un hogar, claro está) de tormentas, tigres, ladrones e invasores. Pero en algún momento de los últimos siglos la vivienda pasó a ser también la plataforma desde la que hacer cosas (idea que, por cierto, le tomo prestada a Fernando Caballero, que la usa en su Madrid DF para hablar de las ciudades como plataformas). Esto sucedió más o menos cuando consolidamos las ciudades como la manera por defecto de enfrentarnos a las distancias. Esta idea no es mía, sino que la recojo de los autores Ezra Klein y Derek Thompson. En su libro Abundance se preguntan: ¿por qué, si ahora tenemos otras maneras mucho más eficientes de vencer las distancias, cada vez se muda más gente a las ciudades? ¿Por qué los aviones y las videollamadas no reemplazan a las ciudades? Podría haber ocurrido como en aquella novela menor de Isaac Asimov en la que hay un planeta habitado por poca gente que vive en grandes territorios aislados de los demás, simplemente porque hay la suficiente tecnología como para no tener que encontrarse físicamente con otros, no digamos ya vivir cerca de ellos. Klein y Thompson recurren a Ed Glaeser, el economista más brillante de nuestro tiempo en materia de ciudades, para responder a esta paradoja: porque la economía en la que vivimos basa su crecimiento, el valor añadido, en las ideas. Los dos autores usan el ejemplo del iPhone: el lugar donde se hace es más intercambiable que dónde se diseña. Y las interacciones uno a uno, semifortuitas, en espacios formales o informales, profesionales o personales, que suceden en las ciudades son las que favorecen tanto la cooperación como la competición que fomentan esas ideas. Queremos vivir donde suceden las cosas. Porque allí están las oportunidades.
Otro economista igual de brillante, Raj Chetty, viene desde hace unos años trabajando a fondo la idea de “moverse hacia las oportunidades”. En una batería de investigaciones hechas con datos que contrastan cómo le va a un hogar si se muda a un barrio de mayores ingresos o interactúa con gente con mayor capital (económico o relacional), Chetty y sus diversos coautores encuentran que le va mejor que al hogar equivalente que no hace ese movimiento.
La vivienda sigue siendo un refugio, pero ahora es ante todo una plataforma de oportunidades para que los hogares elijan de manera autónoma de qué manera conformarse y cómo perseguir esas oportunidades. Por eso cuando la vivienda accesible escasea también lo hacen las oportunidades. La edad media de emancipación en España es de 30,3 años, mientras que la media en la ue se sitúa en 26,4 años. Para el grupo de 18 a 34 años, España registraba en 2023 un 16% más de personas viviendo con –o dependiendo económicamente de– sus progenitores que la media de la Unión Europea: un 65,6% frente a un 49,6%. Esto representa casi 1,4 millones de personas que, presumiblemente, se habrían emancipado en otro contexto. El cis reveló en octubre de 2024 que el 77% de los españoles considera que la falta de medios económicos es la razón principal para no tener hijos, y la vivienda es el mayor condicionante junto a los ingresos laborales irregulares; de hecho, el 40,7% señala específicamente el alto precio de la vivienda como factor determinante. Más de la mitad de quienes comparten piso afirman hacerlo porque no pueden permitirse una vivienda completa. Por si todo esto fuera poco, actualmente en España hay miles de personas cuyas condiciones habitacionales son material y físicamente precarias: 23.419 familias habitan en infraviviendas (distribuidas en 4.584 alojamientos) y aproximadamente 28.500 personas se encuentran en situación de sinhogarismo.
Esto refleja nuestro presente, pero el futuro cercano dibuja un panorama aún más desafiante. Las proyecciones del ine para la década y media que acaba de comenzar (del 1 de enero de 2024 al 1 de enero de 2039) prevén la creación neta de 3.700.000 hogares que se sumarán al total actual de más de diecinueve millones. En promedio, un cuarto de millón cada año. Repito la cifra: 3,7 millones. Este fenómeno tiene diversas fuentes: longevidad, migración y, sobre todo, la tendencia hacia hogares cada vez más pequeños. Vivimos con menos personas y, consecuentemente, ocupamos más viviendas. La mayoría de estos nuevos hogares se concentrarán en Cataluña (717.000 hogares nuevos, según el ine, de 2024 a 2039), Andalucía (654.000), Madrid (576.000) y la Comunidad Valenciana (552.000). Sin embargo, frente a esta demanda proyectada, en 2024 apenas se concedieron 130.000 visados de obra nueva. La magnitud del déficit se hace patente al comparar: entre 2008 y 2022, España construyó apenas 0,6 viviendas por cada nuevo hogar, mientras que, en ese mismo periodo, países como Suecia, Francia o Finlandia edificaron el doble.
La burbuja
¿Qué ocurrió antes de 2008? La burbuja. Construíamos esa cifra de viviendas multiplicada por cinco, por seis. ¿Y el precio? El precio bajó. Claro que bajó. Tuvo que estallar la burbuja, eso sí. Porque lo que caracteriza a cualquier burbuja, sea de casas o de tulipanes, es siempre lo mismo: el fomo (fear of missing out), el miedo a quedarse fuera de la oportunidad de revalorización. No es que la gente sea ingenua ni que carezca de intuición sobre la existencia de una burbuja. Es que no quiere quedarse sin acceso a lo que puede traerle beneficios. Pero claro, para acceder necesita capital. Y una vivienda es un bien extraordinariamente costoso. Por eso, la otra pieza fundamental de una burbuja con un bien oneroso como las viviendas (a diferencia de los tulipanes) es la financiación. En aquella época se prestaba con enorme facilidad y volumen: en el lado de la demanda proliferaban los créditos que cubrían casi el 100% del valor de compraventa, y en el lado de la oferta, los promotores inmobiliarios completaban el vértice de un triángulo junto a políticos locales y autonómicos –ávidos de pelotazos urbanísticos para generar empleo y recursos para las arcas públicas (y alguna que otra comisión ilegal para el partido, para ellos mismos o para ambos)– y las cajas de ahorro como entidades políticamente motivadas por su modelo de gobierno para irrigar de crédito todo lo anterior. Este ecosistema calibraba la oferta hacia una demanda fundamentada en el fomo y en aquellos territorios donde este “triángulo viscoso” encontraba su camino de menor resistencia (soy valenciano y estoy pensando en mi tierra).
Cuando estalló la crisis financiera mundial, el fomo se transformó en miedo a ser el último en abandonar aquella gigantesca dinámica de endeudamiento. Como el valor de esos activos inmobiliarios se sustentaba únicamente en esa lógica burbujil, quien más acumulaba de ellos lo padeció con mayor intensidad. Por eso tuvimos que liquidar, rescatar, fusionar entidades y crear un banco malo que absorbió un sinfín de inmuebles. Aún hoy, según datos oficiales, contamos con casi 450.000 viviendas de obra nueva –cifra prácticamente idéntica a la de hace una década–. Pero hay muy poca demanda para ellas. La escasez de viviendas está donde la gente efectivamente desea vivir, o pasar un tiempo. En cambio, en las localizaciones de disfrute (turismo, teletrabajo) o de oportunidades temporales (estudio) se produce un solapamiento entre la demanda para turismo vacacional, estancias temporales y arrendamientos a largo plazo, todas incrementándose simultáneamente. Como el bien continúa siendo escaso, además, el incentivo para invertir se intensifica.
Claro, quienes no disponemos de 500.000 euros en el banco lo tenemos considerablemente más difícil para adquirir un piso en estas ciudades que quien sí los tiene. Somos los últimos en una cola cada vez más extensa. Se alarga porque los hogares continúan multiplicándose, los turistas siguen llegando y la inversión permanecerá especialmente interesada mientras la vivienda sea un bien tan escaso. “La inversión”, por cierto, también eres tú (y con notable frecuencia, a la luz de datos como los récords de donaciones que vienen registrando los notarios): persona de cuarenta y pocos años que acaba de heredar o de recibir un anticipo de la herencia y está considerando comprar un piso “por si siguen subiendo; y total, si me voy a otra ciudad, pues lo alquilo”. No eres el malo de la película, como tampoco lo son los inversores profesionales ni los turistas o los estudiantes. Si queremos buscar un malo, fijémonos en la escasez. La escasez que nos atrapa en la idea de que tenemos que repartirnos las migajas. Es normal: el problema es acuciante, agudo y agobia mucho. Queremos una solución ya para poder acceder a nuestros refugios, a nuestras plataformas de oportunidades. Queremos que nos pongan los primeros de la cola.
Pero la realidad es que repartir lo poco que hay, ordenar la fila de la escasez, no nos resuelve el problema central. De hecho, a veces lo agrava, precisamente porque desincentiva la movilización de vivienda que de otra manera sí podría estar disponible. Pongo tres ejemplos recientes, los tres en Cataluña: el tope de los alquileres ha hecho bajar el volumen de contratos firmados (“eso quiere decir que hay menos rotación”, argumentan algunos: no lo podemos saber a ciencia cierta, pero lo primero que me sale es responderles que de ser así implicaría en cualquier caso un beneficio para los que ya están y un perjuicio para los que siguen a la cola de la escasez). Las sucesivas regulaciones de este tipo o del alquiler turístico han desplazado una gran proporción de la oferta a la modalidad “de temporada”: un indicio de ello es que ese desplazamiento parece relativamente mayor en Barcelona (donde el regulador ha sido mucho más activo) que en Madrid, a la luz de los datos que vienen de plataformas como Idealista o Airdna. Y los visados de obra nueva se han desplomado en la provincia de Barcelona en comparación con otras ciudades desde aproximadamente 2022, cuando se empezó a implementar de manera fehaciente el requisito de que el 30% de nuevas promociones se destinara a vivienda protegida. Tres maneras de ordenar la cola que producen el efecto contrario al deseado, y los mayores perjudicados acaban siendo los que están al final de la misma.
Mirar al futuro
¿Hay que volver a 2003, entonces? No. La demanda reprimida actual y prevista no indica que tengamos que ponernos a hacer medio millón de viviendas al año. Y, desde luego, lo último que necesitamos es eliminar por completo los guardarraíles que nos pusimos tras el estallido. Es verdad que implican algunas incomodidades importantes: que prácticamente cualquier banco te pida un 20% de una entrada de un piso retrasa mucho la compra, sobre todo si estás pagando un alquiler considerable. Ese gasto es el que te impide ahorrar, ya lo sabes. Pero claro, quieres asumirlo porque quieres vivir donde suceden las cosas. Pagas por una plataforma de oportunidades como servicio, pero no puedes adquirir esa plataforma como activo. La imposibilidad de endeudarte al nivel en el que están los precios actuales te hace elegir entre pertenecer a la nueva clase media ahora o que lo hagan tus hijos para siempre. Pero si abrimos demasiado la mano en la parte crediticia quizás nos quedemos sin ninguna clase media. Así que, sin renunciar a tocar ciertos aspectos del equilibrio financiero y flexibilizar algún punto concreto, la principal fuente de soluciones la tenemos que buscar en otro lado. Además, ¿por qué no íbamos a hacerlo, si hay otros países que viven bajo un régimen de regulación financiera prácticamente idéntico (al final, armonizado por regulación europea) y no tienen un problema de magnitud comparable, aunque enfrenten sus propias dificultades de gestión de la vivienda, especialmente en sus ciudades más exitosas?
Miremos, más bien, al futuro desde un principio distinto. Ese principio, para mí, es que tenemos que facilitar el acceso a la vivienda allá donde hay demanda por delante de todo lo demás. Eso significa liberar potencial en o lo más cerca posible de los núcleos tensionados. Utilicemos este principio para pensar en cómo serán nuestras ciudades: ¿por qué no? Creo, de hecho, que hay cierto consenso (que no es aparente en un primer momento) en qué aspecto deberían tener: vivibles, bien conectadas, con cierta mezcla de usos que permita una convivencia cómoda. Algo de comercio y de ocio cerca, un metro a mano, espacios donde pasear, algunas zonas verdes, equipamientos, cada vez menos contaminación, no tener que movernos tanto y cuando debamos hacerlo, que sea relativamente cómodo. En este principio encaja tanto “la ciudad de los quince minutos” de Jane Jacobs como la idea de metrópolis policéntricas que sugiere Fernando Caballero en su Madrid DF. Lo bonito es que esto multiplicaría también las apuestas por nuevas plataformas de oportunidades. ¿Por qué Getafe y Leganés, que acogen una de las universidades más pujantes del sur de Europa, no iban a convertirse (salvando las distancias) para Madrid en lo que es Cambridge para Boston? No es una pregunta retórica.
Si vamos a por un objetivo, debemos dotar de poder y herramientas a quien quiere avanzar hacia él, pero haciendo, no regulando. Esto significa tres cosas. Primero, eliminar regulaciones recientes que supongan un desincentivo a la creación de oferta. Segundo, revisar todas las normativas locales, autonómicas y estatales que hemos incorporado desde el estallido de la burbuja y que retrasan o dificultan el desarrollo de nueva vivienda. Hay que cuestionarlas de tres maneras. Para empezar: ¿hay otra norma o regulación que ya esté logrando ese objetivo? En nuestro estado multinivel, de federalismo a medio cocinar, tenemos solapamientos por doquier. No podemos ni debemos someter a exigencias similares por duplicado o por triplicado. Alguno de los tres niveles (local, autonómico, estatal) tiene que hacer de “adulto en la habitación” y renunciar a tal o cual poder. Si pasa la prueba de las duplicidades, preguntémonos si no habría otra manera de lograr el objetivo que no supusiera un impedimento a la creación de vivienda nueva. ¿Qué es mejor: exigir cierto número de aparcamientos o puntos de recarga para vehículos (¡o viviendas protegidas en una promoción!), o bonificar su incorporación a nuevos proyectos? ¿Limitar emisiones de ciertos productos necesarios para la construcción sobre el papel, o ponerles un precio? Si también pasa esta prueba, la definitiva será: la razón por la que existe ¿es más importante que la creación de nueva vivienda? Que te pidan que el piso que estás construyendo tenga ventilación o salida de emergencia lo es, sin duda. También que cumpla las normas de seguridad contra incendios, o que tenga una carretera y alumbrado a la hora de dar las llaves. Pero quizás no lo es tanto exigir que la altura no pase de x, o que para un suelo determinado sea más importante salvar un skate park que construir un edificio de viviendas (ejemplo, este último, basado en hechos reales, zaragozanos y googleables).
Idealmente, también deberíamos quitar poder a quien quiere bloquear. Tenemos intereses que se organizan para retrasar nuevos proyectos porque no cumplen alguna exigencia particular, partidos que a veces parece que solo saben decir “no basta” o “mejor yo” a esos mismos proyectos, y aquellos a los que no les va del todo mal que las cosas sigan como hasta ahora porque son los primeros en la fila de comprar o invertir. O porque así mantienen lo que tienen. Todos ellos pueden apoyarse en el sinfín de recursos al bloqueo y el retraso que ofrece el entramado burocrático español. Desde el propio recurso jurídico hasta el hecho de que el silencio administrativo en el ámbito urbanístico tiende a ser negativo, y que la no producción de un informe determinado o su resultado negativo o cuestionador puede tumbar un proyecto entero. De nuevo deberíamos aplicar la misma lógica: ¿es más importante preservar estos poderes particulares, ejercidos normalmente por quien ya no está esperando en la cola, o priorizar el interés más difuso, pero también más general, de quien todavía está en ella?
Dar poder a quien quiera hacer también significa dotar de presupuestos más abundantes a las magras asignaciones actuales al desarrollo de vivienda puramente pública o en regímenes mixtos, porque esta escasez no la vamos a resolver solamente con soluciones de mercado o de Estado. Necesitamos una buena y robusta combinación de ambas. Y necesitamos que quienes normalmente se oponen a ellas de lado y lado lleguen a puntos de encuentro, cedan algo, para que se puedan desarrollar. Que el sector privado sea capaz de responder a la demanda, y el público pueda contar con él para cubrir necesidades allá donde al privado no le sale a cuenta entrar por sí mismo. Y todo ello se deberá basar inevitablemente en una coalición política inexistente. Porque, si existiera, ya estaríamos viendo las nuevas casas emerger. Pero no. No tenemos ahora una coalición mayoritaria que favorezca explícitamente el plan que aquí propongo. Una de quienes ahora salen perdiendo y pueden salir ganando en el nuevo equilibrio. Es una alianza improbable o difícil de imaginar para algunos, lo sé: cómo me voy a juntar yo con el constructor o con el banco; cómo se va a juntar el constructor o el banco con el Estado intervencionista que quiere producir miles de viviendas públicas. Pero mientras no la construyamos seguiremos condenando a los nuevos hogares a dilemas imposibles, y a nuestras ciudades al crecimiento que pueden producir. Porque, por si no basta la perspectiva de combinar intereses particulares, podemos terminar aclarando una cosa: las viviendas son soportes físicos de proyectos vitales y carreras individuales, pero también de proyectos conjuntos, productivos; trampolines que conectan a las personas no solo con aquello que quieren y pueden llegar a ser, sino con aquello en lo que están interesadas contribuir. Este puede ser, por tanto y en última instancia, también un propósito de sociedad, un horizonte común. ~