Lo primero que se escucha es esa voz aclarando un “I’m waiting for the man… Words and music, Lou Reed”. Y a continuación se oye esa canción que casi dos años después sonará en uno de los debuts discográficos más trascendentes e influyentes en la historia con una warholiana banana en su portada: The Velvet Underground & Nico. Se venderán unas 30.000 copias en el siguiente lustro, pero –ya asegurará ese original lugar común– “cada una de las personas que lo compró fundó su propia banda”.
Aunque ahora, antes, en mayo de 1965, la canción es la misma pero luce tan diferente. Antes, ahora, ahí ya está alguien esperando en su desierto privado a su camello y dealer de drogas; pero aún no está allí ese piano aporreado y ese ritmo insistente y anfetamínico. No: esta primera encarnación de “I’m waiting for the man” no tiene nada de terciopelo subterráneo y es más como cuero curtido sobre el que monta alguien que parece haberse escapado de los dedos de Robert Johnson o de la garganta de Johnny Cash. Y esto es solo el principio –a continuación se sucederán primorosas y primordiales versiones con versos alternativos de “Heroin” y “Pale blue eyes” y “Heroin” y “Wrap your troubles in dreams”, y canciones que hasta ahora eran rumores de leyenda como “Buttercup song”, y otras que se desconocían por completo, y hasta un cover interrumpido del “Don’t think twice, it’s all right” de Bob Dylan y aproximaciones do-wop de finales de los cincuenta a cargo de un quinceañero listo para la terapia de electro- shock– del no hace mucho descubierto y recién editado Words & music / May 1965. Primera dosis de la Lou Reed Archive Series tras la estela del reciente documental de Todd Haynes sobre The Velvet Underground y de un desde siempre y para siempre vigente interés por la banda. Y lo que aquí se escucha es acaso algo más arqueo-antropológicamente interesante que la certeza del genio consumado. Lo que aquí se escucha es la cierta promesa de la inminencia del genio por los días en los que Reed trabajaba como compositor a sueldo y para otros en la discográfica Pickwick y fue responsable de un dance hit menor como el baile del avestruz para sus más que apropiadamente nombrados The Primitives.
Y en este caso los esqueletos no estaban en el armario sino en una cinta de grabadora portátil. Sí: el cartero siempre llama dos veces. Y el remitente y el destinatario también. Y en esta historia el remitente y el destinatario son la misma persona dentro de un sobre cerrado y enviado por correo por Lewis Reed a Lewis Reed (la dirección del remitente y del destinatario era la de sus padres en Freeport, Nueva York) tramitando/registrando así lo que se conoce como “copyright de pobre”. Es decir: el nombre y la fecha del sello en el envoltorio precintado legitima propiedad y derecho sobre lo que allí se conserva (ahorrando el más costoso gasto del trámite ante la Copyright Office de la Library of Congress), y se conservó así por medio siglo.
Y en principio Don Fleming y Jason Stern –curadores de los archivos de Reed en Sister Ray Enterprises, luego de la muerte del músico en 2013, mientras catalogaban el ingente material a la New York Public Library of the Performing Arts– dudaron mucho en abrir ese sobre que apareció en un estante. Si su dueño no lo había hecho, quiénes eran ellos para profanar semejante reliquia que, además, podía albergar algún secreto terrible o maldición fatal, peor aún, nada digno de interés. Pero lo abrieron. Y, allí dentro, una cinta de cinco pulgadas grabada marca Scotch. Y llamaron a Laurie Anderson, viuda de Reed. Y al gran anto-compiladólogo Hal Willner (quien trabajaría en la edición de Words & music / May 1965 hasta su muerte por covid en 2020). Y a un experto en conservación y manipulación de viejas grabaciones. Y, con mucho cuidado y gran atención, todos se sentaron a oír lo que ahora oímos nosotros. Y lo que se oyó allí fue como una festiva visita del fantasma de las navidades pasadas: aquel folk record al que Reed se refería en una misiva a su mentor poético, el entonces maldito Delmore Schwartz. Ahí, de nuevo, el vivaz espectro de Reed interpretando desde su habitación lo que cantaba por las esquinas del Greenwich Village en compañía (suya es la segunda voz en la grabación solo reclamando protagonismo en la ya muy V. U. “Wrap your troubles”) de un colega que pronto se vuelve inseparable y uno de los tantos hermanos y hermanas de sangre a los que el cantautor de humor podrido maltratará a lo largo de décadas de reencuentros y desencuentros, incluyendo a esa cumbre réquiem-elegíaca por su mentor de peluca plateada, sangre de sopa de tomate, mitad Drácula y mitad elegía que fue, en 1990, Songs for Drella: un tal John Cale recién importado de Gales, ligado a la música más experimental de entonces bajo la tutela de John Cage y La Monte Young y, sí, quien ejecuta ese piano en la posterior y definitiva y velvetera versión under pero por todo lo alto de “I’m waiting for the man”.
Words & music / May 1965 –con cuidada presentación y exquisito diseño de Masaki Koike y notas de Greil Marcus– es también, con su frescura del todo por delante, involuntario recordatorio del amargado tramo final de la carrera de Reed y sus más que prescindibles aproximaciones a Poe y a Metallica y a la meditación tai-chi. Pero quién le quita lo bailado y, sí, todo lo suyo muy bueno continúa resplandeciendo y caminando por el wild side la Street Hassle de Nueva York.
Y la difusión anacrónica de esta joya ahora atemporal coincide con lo más nuevo de la segunda voz de primera: el formidable mercy de John Cale, su opus 17 y primer trabajo desde 2012. Nerviosos telegramas de un eterno vanguardista –el verdadero experimentador en la Velvet– quien aquí, octogenario pero por siempre no joven pero sí juvenil, despacha expreso y certificado un puñado de canciones crepusculares con la pandemia y el confinamiento como timbres. Y el ahora se funde con el omnipresente recuerdo de ausencias inolvidables como Nico y David Bowie, quien alguna vez definió a Cale como “uno de los más infravalorados músicos en la historia del rock”. Aquí Cale –productor de los estrenos de Patti Smith y The Stooges y The Modern Lovers y Happy Mondays, y quien ha avisado que ya tiene material para por lo menos dos álbumes más– se rodea de jóvenes talentos y productores cool-cult como Actress y Weyes Blood y Laurel Halo y Animal Collective y Tei Shi y Fat White Family entre otros para, sobre capas de danzantes sintetizadores glaciales y cadencias trip-hip-hop-drum and bass, enviar postales que muestran desde las piernas de Marilyn Monroe, pasando por el instante en que el tiempo se detiene, hasta la formidable “I know you’re happy”, donde se repite ese casi mantra acusatorio a la vez que resignado de “Yo sé que estás feliz cuando yo estoy triste”. Pero, con la inevitable consciencia de que se acerca la despedida, mercy –como los recientes y también cabalgando hacia el horizonte Rough and rowdy ways de Dylan, Blackstar de Bowie, You want it darker de Cohen y McCartney III de McCartney– es además potente evidencia de que contemplar el abismo es, también, seguir mirando adelante dentro de una disciplina y género que alguna vez conquistaron adolescentes y ahora son elaborados por y para patriarcas.
De este modo –los extremos se tocan, se saludan, se escriben y cartean entre ellos–, puede definirse Words & music / May 1965 como el registro de ese primer y dorado y exacto momento en el que Lewis se convierte en Lou, mientras que mercy reverdece los laureles del violento-vintage que siempre fue John insistiendo en que “no es el fin del mundo” pero que probablemente sea el principio del final.
Y uno y otro fueron y son ahora esos adictivos hombres al que esperaban y a los que nosotros, habiendo recibido sobre y postales, más nos vale no dejar esperando. ~
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).