Mad Max Ucrania: Serhiy Zhadan

La invasión criminal de Putin pretende someter a los ucranianos y borrar una cultura mestiza y vibrante. Zhadan, galardonado recientemente con el Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán, es uno de los escritores más destacados del país.
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EA ver Déjame pensar. Sí: estuvimos bien con los austriacos, peor con los rumanos y catastrófico con los soviéticos

(conversación en una tienda de alimentación, Chernivtsí).

Estamos en lo que fue una importante sinagoga en el centro de Chernivtsí (Chernovtsi, en ruso o Czernowitz, en alemán), hasta que la cerraron los soviéticos en 1940 y la quemaron soldados alemanes y rumanos, aliados con Hitler. Hoy es un cine-teatro. De mayoría ucraniana, la ciudad tiene población rusa, rumana, moldava, polaca y, en menor medida hoy, judía. Situada en el suroeste, en la histórica región de Bucovina, en el pasado conoció distintos gobernantes. Bajo los Habsburgo, Chernivtsí hablaba alemán hasta bien entrado el siglo XX, y los judíos llegaron a ser mayoría. Cuando sus habitantes dicen “esto es de la etapa de Franz Josef”, el emperador, significa que es bueno. Desde el siglo XX, rumanos y ucranianos chocaron aquí con sus respectivos proyectos nacionales. En el periodo de entreguerras, Chernivtsí formó parte de Rumanía; luego, tras un ultimátum de Moscú en 1940, la urss ocupó esta zona, Bucovina Norte –además de Besarabia–

{{ Los soviéticos ocuparon también la región de Besarabia, que se reparte entre Moldavia y la actual Ucrania.}}

, y los rumanos la recuperaron al año siguiente. Tras esa guerra, se reincorporó a la Ucrania soviética. El ruso es habitual en estas calles, otro factor que rompe el prisma simplista de un país partido en una mitad oeste donde solo se hablaría ucraniano y un este únicamente rusófono. Impresión común a otras ciudades ucranianas hoy, Chernivtsí respira la elegancia decadente de esplendores pasados y la vitalidad caótica de los nuevos tiempos.

Centro cultural en boga, la ciudad celebra el Festival Internacional Literario Meridian Czernowitz, evento que reúne a poetas de Ucrania, Rusia, Alemania y media Europa central. La sala está abarrotada de gente que aguarda expectante al bardo. Salen al escenario dos guitarristas, seguidos por Serhiy Zhadan, a quien Marci Shore bautizó en The New Yorker como “el Bardo de Ucrania Este”. Estallan las ovaciones. De riguroso negro, con pantalones camperos y sudadera, el pelo rapado a los lados y rasgos afilados, agarra el micrófono y, con un potente chorro de voz, invita a los asistentes en las escaleras del vomitorio a subir al escenario y sentarse a su alrededor. Durante las dos horas siguientes, Zhadan y su banda, Zhadan i Sobaky (“Zhadan y los Perros”), interpretan canciones ska, que son referencia musical para parte de la generación actual, y otras melodías que acompañan la poesía de Zhadan. Él canta y recita, a ratos usando programas de su ordenador. Se mueve con soltura por el escenario y crea tal atmósfera de comunión con el público que maldigo no poder seguir todo lo que dice para ser uno más. Tras el último bis, llama a continuar la noche en el Contrabanda, garito en una callejuela mal iluminada, cuyo aspecto abandonado en el exterior esconde la atmósfera vibrante dentro. Allí encuentro después a Zhadan e intento mantener la conversación entre el ruido y los empujones de fans impacientes y feligreses borrachísimos. A la mañana siguiente, coincidimos en el bufet en busca de café y líquidos con los que despejar la cabeza, e intercambiamos teléfonos. Tiene entrevistas, pero me hace un hueco para charlar un rato.

Zhadan podría ser una versión de James Dean, si este hubiera llegado a los cuarenta, y Dave Gahan, el cantante de Depeche Mode, con quien le une gusto musical y cierto parecido físico. Es escritor traducido a una veintena de idiomas, músico y activista comprometido con la naciente democracia de su país. Es un poeta popular. Pero más allá del camaleónico personaje de videoclips y autor de letras de sátira política y social, el Zhadan que voy conociendo entre Chernivtsí, Madrid y Járkiv, donde vive, es padre, un tipo con los pies en la tierra, directo, que habla con la misma claridad con la que miran sus ojos azules. Eso y sus convicciones políticas le valieron varios golpes en 2014 en Járkiv, en los choques entre grupos pro-Maidán y anti-Maidán. En un encuentro en el barrio de las Letras en Madrid, le llegan las preguntas habituales sobre “proeuropeos” (del oeste) y “prorrusos” (del este) como factor de la guerra. Con cierta impaciencia, como alguien a quien siempre se le pregunta lo mismo y da igual lo que responda, pues terminará recibiendo la misma pregunta, dice que él es un “ucraniano del Este” y partidario de Ucrania, “como muchos de mi región”. Sus palabras llenan la librería y deja que se posen entre la audiencia:

El problema no es tanto si se es “pro-UE” o “pro-Rusia”: el problema es que muchos [ucranianos] no saben ya qué creer. Hay nostalgia del pasado y la URSS, sobre todo en la generación anterior. A menudo es algo irracional que impulsa la propaganda, como en Rusia. También hay mucho miedo a la realidad y al futuro. Por eso idealizas el pasado. Yo tengo otros recuerdos de los ochenta y la urss: largas colas para comprar el pan, por ejemplo. No había nada.

La obra de Zhadan refleja la realidad distópica que dejan tras de sí las utopías fracasadas y esa nostalgia por el pasado de la que habla. Recrea el hundido entorno posindustrial del este y del Donbás, una de las regiones expuestas durante mayor tiempo al proyecto soviético, utopía muerta pero que pervive de alguna forma. Como esos bustos de Lenin que, tras ser derribados estos años, aparecen abandonados en solares, parques o cuartos traseros de edificios públicos. Los personajes que describe con un toque muy humano, aunque crudo, suelen venir de barrios deprimidos y ciudades en declive, o del mundo gansteril o semicriminal, hablando el lenguaje de la calle. Personajes imperfectos y cautivadores que uno encuentra en esta parte de Europa, como Herman, protagonista de su novela Voroshilovgrad, nombre con el que durante la urss se conocía a Luhánsk ciudad, de donde Zhadan es originario. Como dice su tarjeta de visita, Herman es un “experto independiente” que trabaja para un político de Járkiv a través de una plataforma que blanquea dinero. Treintañero, “con un título completamente inútil, un trabajo dudoso y suficiente dinero” para el estilo de vida al que está acostumbrado, pero “demasiado tarde para nada diferente”, su vida es “fantástica” hasta que de madrugada recibe una llamada de teléfono de Kocha, amigo de juventud. Su hermano Yura, que regenta una destartalada gasolinera en Voroshilovgrad, se ha “ido”. Kocha le pide que vuelva para hacerse cargo del negocio.

Así que Herman viaja a Voroshilovgrad pero con la idea de volver a Járkiv lo antes posible. Katarina, pitonisa de tez oscura, tras ofrecerle bebida en un extraño autobús, le susurra que “piensas que te irás enseguida porque has olvidado todas las experiencias que tuviste allí; cuando recuerdes, descubrirás que marcharte es más difícil de lo que piensas”, y Herman cae en una ensoñación. Desborda las pocas expectativas que todos tienen de él y se opone a los secuaces (“los chicos del maíz”) de un oligarca local del Partido Comunista que quiere controlar el negocio de gasolineras en el Donbás, por lo que le ofrece dinero por la suya. Solo tiene a su lado a Kocha, camorrista venido a menos y que se aferra a su trabajo en la gasolinera; al bajito y bigotudo Traumatizado, exfutbolista reconvertido en mecánico entrado en carnes y mujeriego notorio, y Olga, la contable pelirroja con la que va de un lado a otro en una scooter.

Voroshilovgrad, con elementos del realismo mágico que impregna parte de la literatura ucraniana moderna, combinando fantasmas y visiones con la cruda realidad, es casi una mezcla de Mad Max y Trainspotting. Herman tiene algo del policía Max Rockatansky de la primera, en un territorio sin ley pero con normas, y algo del heroinómano Renton de la segunda, que vive el placer del momento. La historia es tributo a la épica discreta de los que deciden quedarse, con todo en contra, pero absurda para el gánster Marlén Vladenóvich, frustrado por no haber podido comprar a Herman. En un tren en vía muerta, la cara salpicada de sangre de una oveja a la que, tras varios amagos de un esbirro, intenta matar a tiros para desayunar, Vladenóvich recrimina a Herman que no tienen “una mierda” a la que agarrarse.

Leí Voroshilovgrad años después de ese invierno en el que aterricé en el aeropuerto de Boryspil. Con Ucrania puede suceder como a Herman: pasan los días y las estaciones, y cada vez cuesta más marcharse. Sin idealismos, hay cosas que vuelven a tener sentido en este espacio entre los Cárpatos y las estepas, donde colisionan utopías y distopías, a veces de forma dramática, como el conflicto que engulliría a Voroshilovgrad/ Luhánsk tras publicarse la novela. Quizás son los Kochas, Traumatizados y Olgas en scooter y sin sujetador, o el mismo Zhadan. O quizá porque, como le sucede a Herman, el futuro puede estar en reconciliarse con el pasado que uno ha querido dejar atrás. ~

Este es un fragmento de Estación Ucrania. El país que fue, que este mes publica la editorial Libros del K.O..

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Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).


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