Pero hay también, al lado de estos generosos y frecuentemente exagerados visionarios, un coro de hombres cuerdos que permanecen en las playas y que desde allí sentencian la imposibilidad absoluta de que monstruos tan extraordinarios como las serpientes marinas y las mujeres cultas o creadoras de cultura, sean algo más que una alucinación, un espejismo, una morbosa pesadilla.
Rosario Castellanos
Continuamente escucho decir que las mujeres no eran eruditas, escritoras, lectoras o elaboradoras de libros sino hasta hace unas décadas e impulsadas por la liberación femenina. Antes de ello sabemos de unas cuantas mujeres “excepcionales” que contra corriente se apropiaron de la palabra escrita para expresarse y resistir la marginalización patriarcal en la producción de conocimiento. Ignorar al sinnúmero de mujeres que han participado en la expansión de la cultura del libro tiene quizá más que ver con cómo hemos estudiado la historia, qué preguntas se han hecho y quiénes las han hecho. Hace varios años empecé a cuestionarme sobre lo que nos han enseñado en las escuelas respecto a la historia de la mujer y cómo estos prejuicios moldean nuestra cultura del saber y nuestro sentido del presente. Por supuesto que una vez que profundicé en la historia de la escritura encontré a muchísimas mujeres que desde hace miles de años participan en la producción literaria. Los y las estudiosas se han dedicado durante décadas a desenterrar las múltiples experiencias de mujeres con la cultura escrita, el alfabetismo, la enseñanza y el intercambio de conocimiento. Sin embargo, en el conocimiento popular se ignoran aún muchos de sus nombres.
Gracias al trabajo meticuloso de historiadoras y arqueólogas, se ha encontrado un gran número de mujeres autoras, maestras y elaboradoras de libros desde inicios de la Edad Media en el contexto de los reinos cristianos en Europa. Las formas en que las mujeres participaron en la elaboración y circulación de libros no se limitaron a su papel como autoras o escribas, sino que sus funciones fueron múltiples: financiaron a historiadores y poetas, comisionaron libros para su estudio o para donaciones a instituciones de aprendizaje y a través de cartas circularon conocimiento. Hasta hace poco, una mujer lectora y escritora durante este periodo se consideraba un “caso único” o una mujer “excepcional” en la historia, pero poco a poco comprendemos que debemos mirar el pasado con otros ojos para descubrir a todas las mujeres que hasta ahora han sido ignoradas o pasadas por alto.
Si nos remontamos a los primeros siglos de la Edad Media –cuando se expande a pasos agigantados la cultura de la palabra escrita y la producción de manuscritos– encontramos a mujeres que junto a sus contrapartes masculinas crearon espacios para compartir y preservar conocimiento. Durante toda la Edad Media hubo mujeres que sabían escribir y leer y estaban interesadas en adquirir libros, estudiarlos, intercambiarlos, poseerlos y copiarlos; mujeres que mantuvieron bibliotecas y elaboraron libros. El problema de ignorarlas es más bien de tipo político y metodológico, como reconoce la investigadora medievalista Diana Arauz: “Se ha pretendido prolongar en el tiempo la imagen de una mujer que, por designio divino, debía permanecer casi imperceptible al lado de su compañero y, preferiblemente, en silencio, sin palabra.”
((Diana Arauz, “Imagen y palabra a través de las mujeres medievales (siglos IX-XV)”, Escritura e imagen 1, 2005, p. 200.))
A las mujeres se les asocia exclusivamente al espacio doméstico con roles administrativos del hogar, de crianza y cocina, sin reconocerles que precisamente en este espacio podían encontrar ciertas libertades para dedicarse al estudio y la escritura. Durante la Edad Media las madres tenían el papel vital de ser maestras de sus hijas e hijos, es decir, la crianza incluía la enseñanza de la escritura y la lectura, la religión y la moral. Las mujeres debían entonces ser ellas mismas sumamente alfabetizadas y estar involucradas de alguna forma con el círculo de intelectuales y escritores, red por la que circulaban libros. Las madres, inspiradas en las figuras de la Virgen María y santa Ana, enseñaban a sus hijos e hijas a leer y a escribir y los iniciaban en el estudio de las Sagradas Escrituras. Las madres daban también consejos políticos y bélicos. Para ello, debían tener una educación formal en latín y los textos sagrados, lo que requería mucho estudio y conocimiento, pues a pesar de que la mayor parte de la escritura durante estos siglos se realizaba exclusivamente en latín era una lengua que desaparecía rápidamente. Muchas de estas mujeres fueron iniciadas en conventos y casas de retiro seculares, a veces de forma intermitente a lo largo de sus vidas, donde aprendían a leer y compartían e intercambiaban obras de teatro, cartas, anales y hagiografías de santos y santas con otras mujeres.
En el reino merovingio (siglos V-VII), en lo que hoy es Francia, vivió una madre-maestra: Herchenefreda (m. 630). Se sabe muy poco de ella. Solo sobreviven tres cartas que escribió a su hijo Desiderius con consejos morales y espirituales.
{{Peter Dronke, Women writers of the Middle Ages. A critical study of texts from Perpetua [†203] to Marguerite Porete [†1310], Cambridge, Cambridge University Press, 1984, p. 29.}}
La palabra escrita le permitía compartir sus enseñanzas y consejos aun en la distancia. En sus cartas revela que les enseñó a sus tres hijos, Desiderius, Syagrius y Rusticus, a leer y escribir. Desiderius se convirtió en tesorero del palacio del rey Flothar II de Neustria; Syagrius fue gobernador de Marsella y Rusticus se convirtió en obispo de Cahors. Si lo vemos de esta forma, la educación formal de su madre les permitió a sus hijos avanzar en sus posiciones sociales y carreras políticas. Vale la pena entonces reconocer el poder y la influencia de una mujer alfabetizada para proveer a sus hijos de las herramientas necesarias para desempeñarse en un mundo políticamente caótico y en pleno desarrollo, y nos lleva a valorar a tantas otras madres educadoras sin nombre en el archivo, que no quedaron registradas en documentos textuales.
En la Inglaterra del siglo IX, en este momento dividida en distintos reinos, Osburh (m. 854), la madre de Alfredo el Grande (849-899), era letrada y tenía sus propios libros. En una anécdota narrada en las crónicas sobre la vida de Alfredo –rey de Wessex y célebre por defender su reino de los vikingos–, el autor cuenta que Osburh mostró el libro Carmina Saxonica (poemas sajones) a sus hijos y les dijo que se lo regalaría al primero que lo pudiera leer –es decir, memorizar–. Alfredo, atraído por la belleza de la letra inicial, adornada con tinta de oro, le preguntó: “¿En verdad regalarás este libro al primero de nosotros que lo entienda y te lo pueda recitar?” Osburh sonrió y le contestó que así lo haría.
{{ Sharon Turner, The history of the Anglo-Saxons. From the earliest period to the Norman conquest, París, Baudry’s European Library, 1840, p. 2.}}
La intención del autor de la crónica era resaltar las inquietudes intelectuales del propio rey en su niñez. Sin embargo, el fragmento es una prueba más de una madre que, además de ser una mujer letrada, era también maestra. A través de la lectura de diferentes libros, es muy probable que Osburh les enseñara a sus hijos a leer. Durante su reino, Alfredo tuvo especial interés en la traducción a lengua vernácula de libros provenientes de otros reinos, la producción de crónicas y la preservación de textos, como lo atestiguan los manuscritos sobrevivientes de su tiempo y las historias sobre su gran biblioteca personal. A partir del fragmento cabe preguntar: ¿qué papel tuvo Osburh en el florecimiento intelectual durante el reino de Wessex en el siglo IX? ¿Cuánto reconocimiento podemos darle por haber instruido a su hijo Alfredo? De nuevo, cualquier intento de negarle a Osburh su contribución a la cultura escrita y la circulación literaria de Wessex revelaría tan solo prejuicios sobre qué consideramos valioso para la memoria colectiva, ya que una pequeña referencia en un libro nos ha vislumbrado la identidad invisibilizada de tantas otras madres que no fueron nombradas de forma explícita en documentos escritos.
En los reinos francos vivió en el siglo IX otra madre conocida hoy por un libro de enseñanzas que escribió para sus hijos. El Liber manualis fue escrito por la condesa Dhuoda de Septimania (803-843) para su hijo Guillermo y sugiere, de manera similar, que las mujeres estaban a cargo de la educación literaria y espiritual de sus vástagos. Los hijos de Dhuoda fueron enviados a la corte de Carlos el Calvo (823-877) como prueba de la lealtad familiar. A través de la escritura, Dhuoda instó a su primogénito a leer el manual y los “dichos y las vidas de los santos Padres” y pidió que también se lo enseñara a su hermano menor cuando hubiese recibido el bautismo. En la carta escribe: “Y cuando tu hermano pequeño, de quien aún no sé su nombre, haya recibido la gracia del bautismo en Cristo, no dudes en enseñarle, educarlo, amarlo y llamarlo a progresar de bien a mejor. Cuando llegue el momento en que haya aprendido a hablar y leer, muéstrale este pequeño volumen reunido en un manual escrito por mí y escrito en tu nombre.”
{{Dhuoda, Handbook for William. A Carolingian woman’s counsel for her son, trad. de Carol Neel, Lincoln y Londres, University of Nebraska Press, 1991, p. 6.}}
A Dhuoda le arrebataron a su hijo menor sin aún saber su nombre, probablemente al momento de nacer. Este texto tiene significados múltiples: además de ser un manual educativo para sus hijos, en el que los inicia en los textos sagrados, fue un libro escrito por una madre que vive la peor tragedia. La última herramienta a su alcance para estar cerca de ellos fue un libro, y su proceso de escritura fue quizá también una forma para expresar y vivir su duelo.
La madre como la figura que educa a sus hijos en la lectura y la escritura se asocia con santa Ana. Hacia finales de la Edad Media, santa Ana comenzó a ser representada mientras enseña a leer a su hija María.
{{Revísese el trabajo de Pamela Sheingorn, “‘The wise mother’: The image of St. Anne teaching the Virgin Mary”, Gesta, vol. 32, núm. 1, 1993, pp. 69-80.}}
Es muy conocida una ilustración en la que santa Ana le entrega a la pequeña María un libro abierto en La leyenda dorada, compilación de relatos hagiográficos reunida por el dominico Santiago de la Vorágine en el siglo XIII. En esta copia del siglo XV, la joven María sostiene el libro mientras santa Ana guía su lectura. Al rastrear imágenes de santa Ana con María a fines de la Edad Media, la historiadora Pamela Sheingorn argumenta que estas imágenes demuestran que las madres medievales fueron las primeras maestras de sus hijos.
{{Sheingorn, p. 77.XX}}
De nuevo, la iconografía nos habla no solo del simbolismo, de la cultura material y las prácticas sociales, sino también de sus audiencias. En este sentido, podríamos preguntarnos por la interacción entre imagen y audiencia, en el sentido en el que santa Ana, representada como educadora de su hija, probablemente instó a otras madres a tomar el papel de maestras en casa. O, en una dirección contraria, la representación de santa Ana como maestra de su hija responde a que las mujeres medievales iniciaban a sus hijos e hijas en la lectura y la escritura, el estudio de los textos sagrados, la poesía y la literatura. Todo ello resulta fundamental para ayudarnos a comprender la cultura del aprendizaje en el que participaron las mujeres, el cual tiene, por supuesto, una relación directa con otros papeles que jugaron las mujeres en la preservación y circulación de conocimiento desde hace miles de años. ~
es investigadora, bibliotecaria y ceramista.
Estudia el doctorado en historia y literatura en la Universidad de Chicago. Lleva el proyecto Biblioteca Revelaciones.