Una niña lee la versión original de “La sirenita” y decide escribirle un final alternativo, uno feliz. La misma niña observa a las otras niñas y a las mujeres de su entorno; no sabe que no son “temas literarios”, así que escribe sobre ellas. No le falta confianza porque nadie le ha dicho sobre qué hay que hacer historias ni quiénes las hacen, en qué lugares. Cuando se entera, muchos años después, sigue escribiendo: roba momentos en los que sus hijas duermen o están en la escuela. No publica su primer libro hasta los 35 años, pero para entonces lleva ya décadas explorando el mundo interior de esas mujeres y niñas de su infancia.
Como todas las biografías, la de Alice Munro (1931-2024) se puede contar como una épica en la que una mujer criada en una zona rural por una familia de clase trabajadora gana el Premio Nobel de Literatura o como el aburrido recuento de las horas y los días, de las cenas preparadas y los años vividos en la misma área de Ontario, Canadá. Y así sucede con sus cuentos. Es fácil decir que en ellos “no pasa nada”, pero también puedo enlistar decenas de cosas que pasan: muchos viajes, muertes, abuso, violencia doméstica, enfermedades, corazones rotos, abandonos, encuentros sorpresivos. La trama está ahí, pero están también las obligaciones de las vidas poco emocionantes. Un excelente texto humorístico de Eve Asher titulado “Cómo saber si estás en un cuento de Alice Munro” lo resume a la perfección con la línea: “Asesinas a tu marido. Décadas después, te das cuenta de que apenas tuvo importancia.” Las heroínas de Munro siempre están viendo hacia atrás y dándose cuenta de que nada importó mucho y al mismo tiempo de que gestos casi imperceptibles cambiaron todo su rumbo. Sean esposas o académicas, médicas o costureras, da igual. Las cosas suceden continuamente y ellas ponen un pie detrás de otro.
En “Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio”, una broma cruel de dos adolescentes aburridas termina por darle una familia a una mujer solitaria, pero quizá la escena más memorable es cuando esa mujer solitaria compra un traje en la única boutique del pueblo y se ve en el espejo con satisfacción por primera vez en su vida. ¿Es esa interacción con la dueña de la tienda la que hace que todo cambie, más que las cartas falsas de un hombre que ni siquiera la recuerda? No sabemos. Tampoco sabemos si en “Ver las orejas al lobo” la mujer con alzhéimer que se enamora de un compañero del asilo está de alguna forma ejerciendo venganza por las constantes y ya lejanas infidelidades de su esposo. En un cuento de Munro nada es tan sencillo.
La escritora nació en Wingham, Ontario, el 10 de julio de 1931 y vivió casi toda su vida en la misma área, con excepción de un periodo de veinte años en su primer matrimonio en los que vivió con su familia en Vancouver y Victoria. Se crio en una granja de visones administrada por su padre y su madre vivía con enfermedad de Parkinson, elementos que pueden leerse en su única novela, Las vidas de las mujeres, aunque pasados por el filtro de la ficción. Estudió solo dos años en la universidad, porque era la duración de las becas en ese entonces, y después se casó. De su tiempo en los suburbios, dijo en su fascinante entrevista en The Paris Review que el tedio de las fiestas con divisiones entre hombres y mujeres era casi insoportable: “había muchas pláticas competitivas sobre aspirar y lavar la ropa”. De la etapa en la que ella y su esposo pusieron una librería en Victoria y ella escribía algunas noches en las que él se encargaba de la cena dijo que fue la más feliz de ese matrimonio.
Al hablar de su carrera, Munro por fuerza tenía que hablar de la etapa en el crecimiento de sus hijas, de su vida doméstica. Qué se escribió antes de que fueran a la escuela, qué después. Cómo estar absorbida por una nueva historia era tan real como tener que detenerse para poner la cena en la mesa y, años después, con hijas adultas, aún mencionaba las labores necesarias para sostener la vida y el hogar: “Creo que no comprendía que había unas condiciones mejores que otras para escribir. Lo único que alguna vez me detuvo en la escritura fue tener un trabajo, cuando fui definida públicamente como escritora y me dieron una oficina”, le dijo al Paris Review. Aunque nunca quiso ser una inspiración, sino más bien una escritora que hiciera historias disfrutables, como respondió al ser entrevistada por su Premio Nobel en 2013, no puedo evitar que la carrera de Munro sea para mí un faro.1 No tanto por los resultados de su trabajo, que son únicos e inigualables, como única e inigualable debe ser la obra de cualquier artista, sino porque su manera de hablar de las ambiciones creativas (y sí era ambiciosa) se siente como un mapa para repensar la idea de la clase intelectual y del Escritor con mayúscula. Alice Munro quería contar las historias de las personas entre las que vivió toda su vida y no le parecía un objeto de estudio menor, así como le era imposible hablar de su prosa y sus ideas acerca de la literatura sin mencionar el ancla (y a veces el lastre) de su vida doméstica.
El permanecer por más de setenta de sus 92 años de vida en Ontario (un paisaje que, dijo, llegó a considerar necesario) le dio también la oportunidad de ver cambiar los pueblos y ciudades, así como los valores de las comunidades. Lo podemos notar en libros como ¿Quién te crees que eres?, donde, a lo largo de varios relatos que abarcan décadas, vemos cómo la protagonista Rose intenta escapar del pueblo de Hanratty y de su madrastra Flo, con dudosos resultados. “Una vez que regresé y confronté la verdad, sentí que el mundo de mi infancia que había usado en mis historias era un recuerdo barnizado. Flo era una personificación de lo real, mucho más dura de lo que recordaba”, reconoció la cuentista.
Munro no quiso realmente escapar de la granja de visones, de la pobreza y de los chismes de pueblo, sino más bien acompañar a sus personajes, mostrarnos todas sus dimensiones y la hipocresía de la clase media al momento de observar el mundo rural. El material le llegaba siempre en la forma de anécdotas, conversaciones y también investigación histórica de su tierra y su familia (La vista desde Castle Rock es una recreación de la travesía de su familia paterna de Europa hasta Canadá), demostrando que unos pocos kilómetros en la misma provincia donde nació no eran cortos sino profundos, y profundamente suyos. ~
- El domingo 7 de julio de 2024, Andrea Robin Skinner, una de las hijas de Alice Munro, publicó un ensayo en The Toronto Star acerca del abuso sexual que vivió en la infancia, perpetrado por su padrastro Gerald Fremlin, quien fue condenado por la justicia canadiense décadas después. La escritora permaneció casada con él hasta su muerte en 2013 y no condenó sus acciones de forma pública ni privada. El ensayo de Robin Skinner puede leerse en este enlace. ↩︎
(Mérida, 1988) es una comunicadora especializada en medios digitales, responsabilidad corporativa y equidad de género. Twitter:@majos_eh