Un actor se prepara (para dirigir)

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Un día, hace exactamente un año y nueve meses, me senté en una butaca de la arena del Mandalay Bay en Las Vegas, Nevada. Estaba a punto de pelear José Luis Castillo, el boxeador sonorense en activo más importante del Consejo Mundial de Boxeo. Nunca había visto una pelea de box en vivo y ahí estaba, a pocos metros de dos hombres que, con el coraje y la inteligencia en los puños, actualizaban el ritual antiguo de la defensa y el ataque.

Desde las gradas, la pelea se vive como una experiencia intensa de la que nadie puede salir indiferente, significa un cúmulo de imágenes que se graban en la mente para siempre, un espectáculo que perturba. En fin, una noche que me rebasó en todos sentidos. Yo no conocía a Castillo y deseaba que su rival terminara lo antes posible en la lona; gritaba y coreaba hasta sus fintas; sufría a niveles que nunca creí posibles de sufrir por afición a un desconocido. No había modo de quitarle los ojos de encima a ese espectáculo casi animal que me atrapó y no me dio tregua.

Había aceptado la invitación a Las Vegas porque me interesaba, quizás por las razones incorrectas, hacerme de los derechos de la vida de Castillo y, algún día no muy lejano, llegar a producir una película en la que representara a un boxeador mexicano viviendo en la frontera, peleando por un país que de alguna manera lo estaba expulsando; un joven obligado a defenderse y satisfacer con sus puños –“a moquetes” como diría José Agustín– sus necesidades más inmediatas.

Esa noche, sentado a mi derecha, estaba un personaje que no me ha dejado en paz desde entonces: el boxeador más importante que ha tenido Sonora –lugar donde nació–, Sinaloa –su tierra adoptiva– y México, que lo llevó en hombros por más de once años: el gran Julio César Chávez. Platicamos antes del comienzo de la pelea y luego me condujo por ella a saltos: durante los tres minutos de cada round se metía al cuadrilátero con toda intensidad, aconsejando a gritos a Castillo. Esa noche fui el hombre más afortunado de Nevada.

Fue ahí, entre un encuentro y otro, que me dijo: “¿Que le vas a hacer una película al Castillo?, ¿por qué no me la haces a mí?…” Pensé en las posibles respuestas. Había que tener mucho cuidado: ¿cómo se le dice que no a un hombre que, con su gancho de izquierda y el remate arriba, dejó a más de ochenta en la lona?, ¿quién querría desairar al Campeonísimo?, ¿a la figura más importante nacional del nacional deporte? Mi bocota y yo le dijimos que sí, que por supuesto, que sería un honor.

Cuando llegué a mi habitación me di cuenta de que Chávez había estado conmigo en momentos muy importantes de mi vida. Su nombre estaba en boca de todos cuando Miguel de la Madrid era nuestro presidente, fue la primera buena noticia que me dieron después del temblor de 85, era el boxeador que querían vencer todos los que soñaban con figurar en el boxeo, vivía por decisión propia en este país que estaba “a nada” de ser del Primer Mundo, cuando Salinas, la Quina y el TLC; cuando Marcos apareció y Colosio sonaba como ya mero nuestro presidente, y cuando en Lomas Taurinas nos demostraron que hasta lo inimaginable era posible. Sobre todo, cuando yo empezaba a tener una opinión sobre lo que me rodeaba.

Me di cuenta de que tenía algo que contar, y una razón para hacer uno de los actos más irresponsables de mi vida: invertir mi tiempo y dinero en dirigir una película, convencer a un mundo de gente de seguirme, asesorarme y confiar en mí para contar una historia que, en realidad, sólo a mí me interesaba. Algo con lo que quizás ya había fantaseado, pero nunca me había tomado realmente en serio.

La situación era perfecta. La historia estaba ahí, el personaje deseaba hablar y sólo tenía que descubrir una voz que contara la historia desde mi interior, la increíble historia de un personaje infinitamente complejo: su relación con el poder, la fama y los monstruos que lleva dentro. Su batalla diaria consigo mismo y, por qué no, una oportunidad de conocer al Campeón de cerquita. Le prometí a Julio César y a mí mismo que podía. Y me aventuré a hacerlo.

Durante los primeros meses del proyecto, una extraña confianza se apoderó de mí, como si hubiera estado listo desde antes sin haberlo sabido. Empecé entrevistando gente y me daba cuenta de lo interesante que se podía poner, pero también de lo mucho que me costaría: ser actor, por momentos, se convirtió en un estorbo. No me costaba a mí, sino con aquellos con que me relacionaba. ¿Preconcepciones?, ¿prejuicios?, quién sabe: la gente, cuando te ve, se siente con la responsabilidad de decirte algo porque cree que te conoce, les cuesta relajarse y termina estando muy conciente de sí misma. Comprobé que, de alguna manera, hacer una película documental donde fuera yo el director resultaba un arma de doble filo: por una parte me abría puertas con personajes difíciles de convencer, pero por la otra los entrevistados creaban un personaje que se enfrentaría conmigo –¡se volvían actores! Pasaba mucho tiempo en conseguir la confianza suficiente para que fueran sinceros conmigo, eso que a los actores se nos pide en cuanto entramos al casting.

Por otro lado estaba lo complicado de la relación con el equipo de trabajo. Estoy seguro de que hasta la fecha se preguntan si de verdad sé lo que estoy haciendo. Me di cuenta de inmediato de que, muchas veces, el respeto que se guarda por los actores es simplemente una extensión del que el director se forja durante toda la preparación de un rodaje. La realidad en que vivimos es otra, más cómoda e irreal que la que se vive en un set. Para actuar, encuentro vital que te solucionen la vida, que te alejen lo más posible de problemas prácticos, como quién va a lavar la ropa o a qué hora es la comida. Un actor es una especie protegida: si está cerca de lo que a la vista parece fuego y al tacto quema, la versión que le darán es que es sólo una prueba de efectos especiales, el caos más estrepitoso se le presenta como pura calma. Nos generan un mundo mágico, nos separan para que nada nos desanime y, en cuanto escuchemos la palabra “acción”, nuestra cabeza y energía estén sólo al servicio del argumento, la historia. Por la cabeza del director –o por lo menos en la mía, mientras lo fui– pasa de todo: hay que tomar decisiones a una velocidad estúpida, una tras otra, y hay que decir con muchísima seguridad “Es por aquí”, y el ímpetu de la respuesta de los colegas depende de la sensación de certeza que puedas producir. Y nada se compara con el momento en que se aclaran las cosas: el día en que todo se vuelve sencillo y la voz fluye de una manera natural, cuando las decisiones que tomas traen alivio. No hay nada mejor que sentir que la historia, finalmente, se aclara. ~

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