Devenires de la forma y el espacio

La exposición “Deriva de la forma escultórica: irrupción y densidad”, en el Museo de Arte Moderno, con obras de Ángela Gurría, Hilda Palafox y otras artistas, permite el diálogo entre materiales y temporalidades, ofreciendo experiencias que expanden la noción de lo tridimensional.
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Esta vez el recorrido por la sala de exhibición se sintió diferente. El camino hacia el museo resultó familiar, pero la distribución de las piezas en la galería y, por tanto, nuestro andar en ella fue distinto. Esta vez había un quiebre en la noción del cubo blanco como un espacio expositivo de muros rectos y mamparas de un blanco impecable; en la planta alta del Museo de Arte Moderno (MAM), nos adentramos en una sala circular con ventanales que reflejan constantemente lo que sucede dentro y fuera, la aparente quietud de la obra y el dinamismo de los árboles, el movimiento de los cuerpos que visitan la exposición y los pájaros que se posan delicadamente sobre las ramas.

De manera intuitiva comenzamos el recorrido de la sala con cierta soltura, permitiéndonos situarnos entre las obras para que las esculturas fueran apareciendo desde su potencia espacial y corpórea. Suceden cosas muy interesantes en las exposiciones como Deriva de la forma escultórica: irrupción y densidad porque hay mucho por aprehender: por una parte, reconocer el acervo de un museo como el MAM que jugó un papel relevante para la producción escultórica de los años setenta, ya que fue sede de las bienales de escultura y prestó especial atención a la promoción de escultura libre, monumental e integrada a la arquitectura; también asimilar la construcción de una sensibilidad a partir de la colección porque, como dice la escritora argentina María Gainza en un relato reciente, “una de las maneras en que los seres humanos tendemos a organizar el caos de la vida es armando una colección”; asimismo, vislumbrar el desarrollo de una línea de producción artística como la escultura e instalación en México; y, por supuesto, distinguir la presencia de las mujeres artistas que han trabajado la escultura y han abierto puertas para futuras generaciones, entre otros motivos que se entrecruzan.

Entrar a la sala fue como participar en un espacio donde las reglas se estuvieran reescribiendo, justo como lo que ha hecho la escultura desde la tercera década del siglo XX hasta la actualidad. Así lo sostendría también el equipo curatorial de la muestra, Katnira Bello y Silverio Orduña, quienes pensaron que la disposición de las obras se planteara como una danza de los espectadores con ellas y que, más que una muestra historiográfica, fuera una exposición de escultura desde la escultura misma.

“La conformación del acervo escultórico del Museo de Arte Moderno representa un proceso histórico fundamental para comprender el desarrollo de la escultura en México”, se lee en el primer texto de sala de la exposición. La muestra está compuesta por piezas que pertenecen a la colección del MAM y otras que provienen de distintos sitios para, en conjunto, generar confluencias y tensiones en el desarrollo de este oficio. Ya sea por el uso de materiales como el mármol en la obra de Ángela Gurría, la cantera en el trabajo de Perla Krauze o el barro de Paloma Torres, por las dimensiones de las obras que comprometen nuestra experiencia frente al mundo –como el Instrumento de viento (1990) de Gabriel Orozco y La ciudad sin fin, homenaje a Frederick Kiesler (1961) de Mathias Goeritz– o por las resoluciones abstractas o figurativas de las piezas que representan múltiples posibilidades de creación y representación en el campo escultórico; por ejemplo, por un momento conviven La hamaca (1957) de Francisco Zúñiga y Cabeza en mano (2023) de Hilda Palafox, ambas representando cuerpos femeninos en reposo, junto a Lluvia en el río (1994) de Laura Anderson Barbata, una instalación compuesta por cuatro escobas de ramas.

Lo que sucede en esta exposición es una mezcla de temporalidades y modos de entender la escultura y sus resoluciones en estados liminales que se acercan al diseño industrial o a la instalación, cuestionando los alcances de lo escultórico como medio artístico. Mientras nos acercábamos a las piezas y las íbamos descubriendo desde distintos sitios –característica que me fascina de la escultura y su manera de ocupar, crear y expandir los espacios que habitamos y recorremos–, repasé los 38 nombres de artistas que participan en la exposición, reconociendo con genuina alegría la aparición de las mujeres –diecisiete en total– pues es sabido que, históricamente, han luchado por el desarrollo de una producción artística como la escultura, especialmente en obra monumental. Destacan nombres como Helen Escobedo o Naomi Siegmann, quienes construyeron, desde las peculiaridades de sus lenguajes, puertas hacia otros universos en obras como Oda a las cuatro estaciones (1970) y Double door (1992), respectivamente, realizadas una con madera pintada y la otra con talla en caoba. También participan Geles Cabrera, Ana Pellicer, Rosario Guillermo, Maribel Portela, Yvonne Domenge, Claudia Luna, María Lagunes, Elizabeth Catlett y Aurora Noreña, entre otras.

Aunque la insistencia en un recorrido libre es inevitable, la museografía de la exposición está organizada en cuatro ejes que resaltan el diálogo constante entre los y las artistas. En estos núcleos se contempla la exploración de la forma escultórica, es decir la transformación de los cánones figurativos tradicionales y “la pugna entre la definición nacionalista y la abstracción de la escultura moderna”, como mencionan los curadores; las aproximaciones al cuerpo escultórico con una serie de acciones que construyen –acaso descubren– la obra como tallar, ensamblar, cortar, cocer o forjar; la concepción de un “medio tridimensional con un efecto directo en el tiempo y el espacio”, y el cuestionamiento de su capacidad de modificar objetos utilitarios para resignificarlos y sumar otras áreas de conocimiento como la poesía tridimensional o la arquitectura, tal como sucede en Música de cámara (James Joyce). Negro (2015) de Jorge Méndez Blake.

La escultura es un detonador de encuentros cuyo origen es complejo reconocer. Puede ser el momento en que el o la artista se enfrentan con el material por primera vez, pero también radica en el proceso de creación de la obra porque a veces los caminos de producción son insospechados –el barro se truena en el horno, la madera se quiebra, el metal se funde– y el resultado no siempre está controlado. Incluso, hay un origen cuando la obra se encuentra con su público porque, si bien la experiencia se encarna en lo físico, puede extenderse hacia muchas otras latitudes.

Por ejemplo, además de la exploración matérica y formal, algunas piezas están atravesadas por denuncias sociales, mismas que nos hacen pensar en la escultura como un motivo para interpretar nuestra realidad. Tal es el caso de El mundo entero es como una tierra extranjera (2024) de Cynthia Gutiérrez, compuesta por una red de pesca suspendida desde el techo de la sala y que carga réplicas de chayotes hechos con cerámica de distintos tonos. La investigación que acompaña esta pieza se relaciona con la comunidad Coca de Mezcala que vive en la ribera del lago de Chapala y que se ha enfrentado a la pérdida de lengua, vestimenta y tradiciones –incluida la elaboración de piezas de cerámica– por una suma de factores históricos, políticos, sociales y económicos; además, al replicar esos frutos, la artista busca hacer un paralelismo a los complejos procesos de hibridación cultural producto de la colonia, tratados de comercio y procesos migratorios.

La disposición de las piezas en esta exposición nos permitió un recorrido libre en el que nuestros cuerpos podían establecer su proximidad con la obra. Quizá en esto radica la manera en que la escultura nos ayuda a relacionarnos con nuestra realidad desde escalas y sensaciones diversas. Pienso, tras recorrer la sala un par de veces por caminos distintos, que el acto de andar y el de crear piezas tridimensionales son, en este contexto, dos formas creativas de habitar el espacio. ~


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