Nadie diría que el pequeño Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), fundado en Barcelona en 1935 por Andreu Nin y dirigido inicialmente por Joaquín Maurín, estaba destinado a protagonizar una larga y controvertida historia plagada de acusaciones e infamias que, desmentidas, matizadas o actualizadas, han llegado hasta nuestros días. A la leyenda negra creada por sus adversarios estalinistas en la guerra civil española, que acusó al POUM de ser un montaje fascista, se ha opuesto con frecuencia una leyenda rosa, divulgada por George Orwell en Homenaje a Cataluña y llevada al cine por Ken Loach en Tierra y libertad (1995), que lo presenta como un partido genuinamente revolucionario, víctima de los enemigos de la revolución teledirigidos desde Moscú. Los tres principales elementos de la polémica en torno al POUM son los llamados hechos de mayo de 1937 en Barcelona –el enfrentamiento armado entre el POUM y la cnt, por un lado, y los comunistas del psuc y las fuerzas de la Generalitat, por otro–, el posterior secuestro y desaparición de Andreu Nin y el papel que los supervivientes del partido desempeñaron en el exilio durante la Guerra Fría, actuando supuestamente como correa de transmisión de la CIA en la creación de un estado de opinión proamericano y antisoviético. Era la versión renovada de la vieja teoría conspirativa creada por el estalinismo, que atribuía al POUM un papel desestabilizador en la retaguardia republicana al servicio del fascismo nacional o internacional. De ahí la pregunta de los compañeros de Andreu Nin tras su desaparición en junio de 1937, “Gobierno Negrín: ¿dónde está Nin?”, y la respuesta de sus adversarios del psuc: “En Salamanca o en Berlín.”
Ni en Salamanca, sede del cuartel general de Franco; ni en Berlín, capital del III Reich. La última localización de Andreu Nin se sitúa en el kilómetro 17 de la carretera que une Alcalá de Henares y Perales de Tajuña (Madrid), adonde fue trasladado en coche por agentes comunistas tras torturarlo en una checa sin conseguir que confesara ser un agente fascista. Allí fue rematado y posteriormente enterrado a unos metros de la carretera. Todos los detalles de su asesinato, incluyendo las personas que intervinieron en él, fueron revelados por un documental televisivo de tv3 titulado Operació Nikolai (1992), basado en documentación soviética recién desclasificada, que cerró definitivamente el caso 55 años después. Lo que no consiguió aquella investigación ejemplar fue acabar con la mala fama que persiguió siempre al POUM en medios comunistas. Bien, de acuerdo, puede que Nin no fuera un agente fascista en 1937, pero ¿qué hay de aquellos compañeros suyos que le sobrevivieron y participaron en la llamada Guerra Fría cultural, promovida y financiada por la CIA, con insidias y calumnias contra la Unión Soviética?
Aquí es donde entra en juego el aragonés Joaquín Maurín, antiguo militante de la cnt, conocedor directo de la realidad soviética en un viaje a la URSS en 1921, militante del PCE durante un breve periodo y fundador en 1930 del Bloc Obrer i Camperol (BOC), grupúsculo revolucionario que en 1935 se integró en el POUM. Meses después, Maurín era elegido diputado por Barcelona como representante del nuevo partido en el Frente Popular, coalición en la que coincidió con sus viejos camaradas y pronto enemigos recalcitrantes del PCE. Como el estallido de la Guerra Civil le sorprendió en Galicia, realizando tareas de propaganda, y acabó siendo detenido por los sublevados, no hubo forma de que el estalinismo lo implicara en los hechos de mayo de 1937, ni en la llamada quinta columna, ni en cualquier otra supuesta confabulación antirrepublicana. Inasequibles al desaliento, sus adversarios no tardaron, sin embargo, en encontrar nuevos motivos para alentar la sospecha contra él, ya fuera la coincidencia de encontrarse al comienzo de la guerra en la zona en que triunfó la sublevación o el hecho de que Maurín no llegara a ser ejecutado por sus captores cuando fue descubierto en territorio enemigo. Solo sus servicios prestados al golpe militar y sus secuaces explicarían, según los comunistas, que saliera con vida de aquel trance.
La biografía que le acaba de dedicar Alberto Sabio, catedrático de historia contemporánea en la Universidad de Zaragoza, abarca toda la trayectoria del personaje, con especial atención al último cuarto de siglo de su vida, que discurre entre su liberación de las cárceles franquistas en 1947 y su muerte en Nueva York en 1973. La razón de ello, además de la influencia de la Guerra Fría en su actuación y en la de sus antiguos camaradas del POUM, estriba en la naturaleza de las principales fuentes consultadas, tanto el archivo de la American Literary Agency (ALA), depositado en la Universidad de Miami, como sus papeles personales, conservados en la Hoover Institution en Stanford (California), particularmente ricos para su etapa norteamericana y para el conocimiento de sus relaciones con el exilio republicano. El estudio detenido de esta documentación permite al autor reconstruir con la máxima fiabilidad su peripecia de aquellos años, en los que el antiguo dirigente poumista se ganó la vida al frente de la ala, una pequeña empresa periodística fundada por él, que distribuía artículos de prensa en América Latina escritos por algunas de las firmas más cotizadas del periodismo en español, incluidos no pocos exiliados. Dada la pertenencia de muchos de ellos, como el propio Maurín, a la izquierda antiestalinista y las concomitancias entre la ala y el Congreso por la Libertad de la Cultura, plataforma liberal y anticomunista promovida por Estados Unidos, era inevitable que este grupo de antiguos poumistas, socialistas y anarquistas despertara todas las suspicacias del viejo estalinismo y de sus actuales terminales historiográficas.
Frente a los detractores del personaje, Alberto Sabio subraya las diferencias que existen entre Maurín y algunos de sus antiguos compañeros de partido, como Julián Gorkin o Víctor Alba, y desmonta las acusaciones más graves –y más inverosímiles– lanzadas contra él por los comunistas españoles. No pudo ser un agente doble en la Guerra Civil porque fue encarcelado al principio de la contienda. No sirvió al franquismo después porque pasó diez años en las cárceles de la dictadura. Es cierto que finalmente fue liberado y pudo salir de España para rehacer su vida en el exilio, pero las razones aportadas por el autor, tales como su evidente falta de responsabilidades políticas durante la guerra y alguna mediación a su favor, resuelven cualquier duda al respecto, aunque no para sus enemigos. El solo hecho de que sobreviviera a la cárcel sería, según ellos, la prueba de su culpabilidad, agravada por la nueva vida que llevó en Estados Unidos al frente de una agencia de noticias que prestaba servicio a medios abiertamente anticomunistas. Es la vieja historia de la Guerra Fría en su dimensión cultural y propagandística, estudiada por Frances Stonor Saunders en un libro que se ha convertido en clásico (Who paid the piper?: The CIA and the cultural Cold War, 1999)1 y que pone de manifiesto la implicación de la izquierda no estalinista, calificada con mayor o menor rigor de trotskista, en la política de agitación cultural promovida por la CIAdurante la Guerra Fría. Del trotskismo al anticomunismo mercenario: tal sería, según Saunders, la evolución que siguió un amplio sector de la izquierda occidental, con George Orwell a la cabeza, entre los años treinta y cincuenta.
El libro de Alberto Sabio sigue, en líneas generales, la interpretación de la historiadora y periodista británica –“the cia was in effect acting as America’s Ministry of Culture”, afirmaba en su libro citado antes–, pero estableciendo importantes diferencias entre Maurín y sus viejos camaradas del POUM, que se habrían beneficiado en la posguerra mundial de la ayuda económica de la CIA, canalizada a través de la Fundación Ford. No es el caso del escritor y político aragonés, cuya agencia periodística le permitió ganarse la vida razonablemente y vivir libre de subvenciones que hubieran podido mediatizar su labor. En general, Maurín queda mejor que la mayoría de sus antiguos compañeros, revolucionarios extremistas en los treinta y anticomunistas furibundos en la Guerra Fría. Ni tan radical en su anticomunismo de la posguerra ni tan maximalista en su proyecto revolucionario anterior, la colaboración del dirigente del POUM en la revista socialista Leviatán (1934-1936) sería una prueba temprana, según el autor, de la querencia de Maurín hacia la socialdemocracia que marcó su evolución ideológica en los años del exilio. En realidad, si conocemos el contenido de Leviatán y la personalidad de su director, el socialista Luis Araquistáin, principal artífice de la bolchevización del PSOE a partir de 1933, la participación en ella de Maurín no sería tanto una prueba de su (inexistente) moderación de entonces como del radicalismo de la revista, exponente de un socialismo abiertamente revolucionario que desbordaba al PCE por su izquierda, como el propio POUM.
Cierto empeño en atribuir al personaje una trayectoria más coherente y moderada de lo que probablemente fue se ve en todo caso compensado por el compromiso con la verdad que alienta la obra. Alberto Sabio señala los ligeros, pero significativos, cambios que introdujo Maurín en su ensayo Revolución y contrarrevolución en España (1935), suprimiendo las alusiones a la dictadura del proletariado y suavizando sus críticas al psoe, para que su reedición en 1966 encajara mejor en su posición política de aquel momento. La honestidad del libro de Alberto Sabio es una de las razones que hacen recomendable su lectura, junto a su robusta base documental y su redacción clara y fluida, de una calidad muy superior a la media de la actual historiografía española. Es inevitable, en todo caso, que una obra como esta, sobre una época y un tema tan controvertidos, deje alguna apreciación discutible, como cuando el autor afirma que Maurín se anticipó en su día a “lo que hoy nadie discute: [que] el estalinismo fue un régimen totalitario, contrarrevolucionario, basado en el pensamiento dirigido, la supresión del disenso y el trabajo forzado”. No es tan evidente que los horrores del estalinismo merezcan en la actualidad el rechazo de todo el mundo. En tiempos en que fascismo y antifascismo vuelven a ser, como en los años treinta, las palabras fetiche de la izquierda, una parte de ella podría ver en el estalinismo la expresión de un antifascismo irredento que hoy tendría más sentido que nunca. Además de olvidar el pacto germanosoviético, que convirtió a las dos dictaduras en aliadas durante casi dos años –por cierto, la palabra fascismo desapareció de las páginas de Pravda mientras estuvo en vigor el pacto–, los nostálgicos del estalinismo pasan por alto, minimizan o justifican el régimen de terror impuesto por Stalin durante su brutal autocracia. La doble vara de medir de la izquierda comunista ante los crímenes de los suyos y los del enemigo no es, por otro lado, ninguna novedad, como recordaba en su libro Frances Stonor Saunders, autora nada sospechosa de anticomunismo, cuando comparaba las protestas organizadas por los comunistas occidentales a finales de los años cuarenta contra la condena a muerte en Estados Unidos del matrimonio Rosenberg y su silencio ante la represión desatada al otro lado del telón de acero. El mismo día en que se creó en Francia el Comité de Defensa Rosenberg, once dirigentes comunistas eran ejecutados en la Checoslovaquia estalinista sin que sus camaradas occidentales alzaran la voz por ellos. Tampoco lo hicieron, añade Saunders, para protestar por los campos de trabajo soviéticos o por el hecho de que Stalin matara a más comunistas en la urss que cualquier dictadura fascista fuera de la patria del socialismo.
Más allá de las consideraciones que merezca esa doble moral, característica del movimiento comunista ante la represión y la guerra, cabe preguntarse qué diferenció a la izquierda no estalinista en los años treinta de sus adversarios de la III Internacional. Sería un error proyectar hacia la etapa anterior a la Guerra Civil la personalidad del Maurín pragmático y desencantado de la posguerra. La suya es la misma evolución que siguieron muchos de aquellos que hasta 1939 militaron en una izquierda revolucionaria nada moderada que acabó siendo víctima del comunismo ortodoxo, partidario de anteponer los objetivos militares de la guerra civil española a los ideales supremos de la revolución, al contrario que anarquistas y poumistas. A algunos de ellos se les podría aplicar la crítica que Indalecio Prieto lanzó contra su compañero de partido Luis Araquistáin por su “arrepentimiento extremoso” de la posguerra, que le llevó de su “giro bolchevique” en 1933 a su proatlantismo y anticomunismo militante de la Guerra Fría. La mutación de Maurín pudo no ser tan “extremosa”, pero el resultado no fue muy distinto.
El fenómeno que encarna el protagonista de este libro plantea, en realidad, dos cuestiones colaterales que el autor no llega a formular abiertamente. La primera es hasta qué punto la izquierda obrera anterior a la Guerra Civil, desde la CNT hasta el POUM pasando por el sector radicalizado –y mayoritario– del PSOE, era mejor que el comunismo ortodoxo, que matara menos y que respetara más la vida y la libertad de sus enemigos. Es muy discutible que así fuera, por más esfuerzos que se hagan por justificar y romantizar su postura como una opción utópica, ingenua si se quiere, prescindiendo de su pulsión exterminadora. Que la violencia revolucionaria se volviera en su contra no los hace necesariamente mejores que aquellos que se convirtieron en sus verdugos. Es lo que el destino tenía reservado a Trotski y antes a Robespierre, que defendieron sin tapujos el terror cuando eran ellos quienes controlaban la máquina de matar. Como me dijo Ernest Lluch a propósito de Operació Nikolai, el documental de TV3 sobre el asesinato de Andreu Nin, “lo que hace que Trotski nos caiga mejor que Stalin es que fue Stalin el que mató a Trotski, pero podía haber sido al revés”. Simplemente, desenfundó primero.
Los métodos de los comunistas soviéticos no eran, pues, muy distintos de los de sus rivales de la izquierda revolucionaria, que no ocultaban su fe en la fuerza purificadora de la violencia, siempre y cuando no se utilizara contra ellos. De ahí una segunda pregunta: ¿por qué una parte de la izquierda de los años treinta evolucionó, no solo en España, hacia un anticomunismo activo que la situó en la órbita de la CIA y de su entramado cultural-propagandístico? Al quedar Joaquín Maurín fuera, aunque no lejos, de los círculos de influencia de la CIA se entiende que la cuestión no interpele directamente al autor de este libro. Pero el caso del antiguo dirigente del POUM parece una buena ocasión para interrogarnos sobre la sorprendente transformación de esos excomunistas que dan título a la obra. La historia comparada ofrece una respuesta que tal vez nos ayude a entender mejor la trayectoria de aquel pequeño partido marxista-leninista perseguido por la polémica. En sus estudios sobre el liberalismo español del siglo XIX, el historiador Alberto Gil Novales, oscense como Maurín, se refirió a lo que él denominó “el complejo Van Hembyze” para explicar el tránsito de la revolución a la contrarrevolución que se observa en la biografía de algunos liberales españoles de primera hora. La expresión acuñada por Gil Novales tomaba el nombre de un revolucionario holandés del siglo XVI (Jan van Hembyse, o Hembyze, 1513-1584) que al verse condenado al ostracismo por la revolución triunfante se acabó pasando al enemigo. La explicación podría aplicarse a los excomunistas de la Guerra Fría, para los que el estalinismo y sus secuaces, que los habían sometido a una persecución implacable, se convirtieron en el mayor enemigo del género humano. Por el contrario, para sus adversarios estalinistas aquello no hacía más que confirmar sus acusaciones de los años treinta, que en realidad funcionaron como una profecía autocumplida. Quintacolumnistas en la Guerra Civil, cuando saboteaban la República desde dentro, la Guerra Fría los habría convertido en agentes del imperialismo yanqui.
Esta buena biografía de Joaquín Maurín es rica, como se ve, en encrucijadas históricas y episodios trascendentales para la historia de España y del mundo en el segundo tercio del siglo XX. La Guerra Civil es uno de ellos, pero también el llamado, por la propaganda franquista, contubernio de Múnich, al que no asistió Maurín, pero sí algunos de sus camaradas del POUM y de los colaboradores de la ala, que lo eran también, en no pocos casos, del Congreso por la Libertad de la Cultura. Alberto Sabio recuerda el escándalo que supuso la revelación por The New York Times, en 1967, de la verdadera fuente de financiación del Congreso, que no era otra que la CIA a través de la Fundación Ford. Lo contaba ya profusamente Frances Saunders, que respondía así a la pregunta que encabezaba su libro: Who paid the piper?, ¿de dónde salió el dinero que pagó la “Guerra Fría cultural”? El asunto incomodó a Maurín, ya en los años finales de su vida, al verse salpicado por la estrecha relación que mantenía con algunos autores que, ellos sí, cobraban del Congreso por la Libertad de la Cultura. El veterano escritor y periodista murió en Nueva York pocos años después, dejándole a su viuda, Jeanne Souvarine, una empresa relativamente saneada, la ala, que acabó siendo comprada por un grupo de cubanos exiliados en Estados Unidos. Más madera para la leyenda negra del viejo POUM. ~
- La CIA y la guerra fría cultural, Barcelona, Debate, 2013. ↩︎