Edgardo Cozarinsky (1939-2024)

Contador pródigo de anécdotas, colosal memorioso, Edgardo Cozarinsky fue ante todo un curioso e incansable viajero.
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Edgardo Cozarinsky falleció en su ciudad, Buenos Aires, el pasado 2 de junio. Escritor y cineasta, cineasta-escritor o solo escritor, pues consideraba al montaje como el momento clave del cine –“las películas se escriben durante el montaje”, decía–. Difícil arrojar una única luz sobre este contador pródigo de anécdotas, colosal memorioso, figura siempre en búsqueda y abierta a la experiencia, a los encuentros fortuitos, a lo imprevisible, amante de la nocturnidad, de las sombras y las elipsis, generoso con sus interlocutores. Tal vez todas estas imágenes se reúnan en una sola: la del viajero. Sí, Cozarinsky fue ante todo un curioso e incansable viajero.

Nieto de inmigrantes judíos que llegaron a la Argentina desde Ucrania y Moldavia a fines del siglo XIX, Cozarinsky nació en 1939 en Buenos Aires (acaso dos años antes, pero esa era una anécdota que reservaba para sus íntimos). En su juventud, ávido por las nuevas olas del cine, fue un gran lector de Cahiers du Cinéma. Y por supuesto de Borges: su magnífico Borges y el cine es una muestra del persistente cruce entre el cine y la literatura. Por aquellos años, logró codearse con algunos miembros destacados del círculo de Victoria Ocampo y ser colaborador de la revista Sur con traducciones y reseñas. Durante 1966, gracias a una beca que obtuvo para realizar una investigación sobre la obra de Ingmar Bergman, pasó unos meses por diversas ciudades europeas que alimentaron sus ansias de cine. A su regreso, filmó su primera película …, título de difícil lectura, o Puntos suspensivos. Esperando a los bárbaros (1971, el subtítulo pertenece a un poema de Cavafis), una suerte de ensayo, en el sentido literario del término, que se alejaba claramente del cine industrial y que no logró difundirse en Argentina debido a la censura. Aunque muy distintas a …, las cintas posteriores conservan una clara tendencia hacia lo fortuito: filmar, sostenía Cozarinsky, significaba abrirse a la experimentación; un filme jamás debía ser la ilustración del guion, de lo contrario el resultado no sería algo vivo.

Siempre en búsqueda de lo novedoso, agobiado por el clima político, en 1974 abandonó la Argentina y se instaló en París. Pero eso no lo convirtió en un exiliado: no lo fue, como tantas veces se ha dicho, y él nunca se reconoció como tal. Fue estudiante de Roland Barthes, a quien le presentó su ensayo “El relato indefendible” –una brillante defensa del chisme como origen de la novela–, en una versión más extensa que la publicada y premiada en 1973 por el diario La Nación, y que más tarde incluyó en su famoso y desopilante Museo del chisme (2005). Fue allí, en esa ciudad de “personas desplazadas”, como dijo más de una vez, que pudo por fin sentirse argentino, pero un argentino que elegía solo los aspectos positivos y preciados de esa “argentinidad”. Francia le permitía seguir siendo extranjero sin obligarlo a ceñirse a modelos o a filmar como un cineasta francés. Pero hay más. Porque al elegir ciertos rasgos y recuerdos, al recortarlos, eliminarlos y recuperarlos, al pergeñar entonces una idiosincrasia singular, Cozarinsky estaba haciendo un montaje de su propia argentinidad.

La libertad que le ofrecía el país galo y el constante interés por lo experimental están en el germen de La guerra de un solo hombre (1981), filme-documental emblemático en el que los acontecimientos históricos –la Ocupación de Francia– son relatados desde la intimidad de los Diarios de Ernst Jünger leídos por Niels Arestrup. Se trataba entonces de una novedosa “puesta en conversación” entre distintos materiales que nada tenía que ver con la clásica “puesta en escena”. El filme, que avanza como si fuera un libro hecho de citas, un “libro montado”, fue el inicio no tanto de una circulación más amplia como de un reconocimiento por parte de la crítica especializada. Le siguieron títulos con los que participó en muchos festivales internacionales de cine: Jean Cocteau: autorretrato de un desconocido (1983), Guerreros y cautivas (1989), Bulevares del crepúsculo (1992, en francés tiene un título más sugestivo, BoulevardS du crépuscule. Sur Falconetti, Le Vigan et quelques autres… en Argentine), Portrait de Borges en Aleph (1992), Ciudadano Langlois (1995, acerca del fundador de la Cinemateca francesa Henri Langlois), Un siglo de escritores: Italo Calvino (1995), El violín de Rothschild (1996), Fantasmas de Tánger (1997), Le cinéma des Cahiers (2001), Scarlatti en Sevilla (2001), Medium (2020), o la trilogía tan aplaudida Apuntes para una biografía imaginaria (2010), Nocturnos (2011) y Carta a un padre (2013), entre muchos otros.

Estuvo once años sin regresar a su país. Volvió a pisar suelo argentino solo en 1985, invitado por el Instituto del Cine. Curiosamente o no, durante su estadía decidió hospedarse en un hotel. Ese mismo año también regresó, pero en la literatura, con su primera ficción: Vudú urbano, prologado por Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante. El libro fue saludado por la crítica y reconocido como una pequeña gema inclasificable, tal vez por su estatuto ambiguo entre imagen y palabra como lo es, por cierto, su cine. Si bien se lo leyó como una “narrativa del regreso”, a decir verdad en Cozarinsky persistía el deseo por el movimiento, el viaje, el vagabundeo, como solía repetir. No debe sorprendernos entonces que la segunda parte de Vudú lleve por título “El álbum de tarjetas postales del viaje”.

Sin embargo, sí es verdad que este primer regreso fue el lento comienzo de muchos otros. El año de 1999 fue decisivo porque el autor plantó bandera, no en una tierra ni en un país, sino en la literatura. Luego de recibir un diagnóstico abrumador en un hospital de París, ciudad en la que siempre residía, Cozarinsky decidió que no debía perder más tiempo y comenzó a escribir, todavía en el hospital, los primeros cuentos que integran La novia de Odessa (2001). A partir de ese momento, no dejó de escribir y publicar textos de una belleza incisiva como El pase del testigo, El rufián moldavo, Palacios plebeyos, Tres fronteras, Maniobras nocturnas, Lejos de dónde, Blues, La tercera mañana, Dinero para fantasmas, En ausencia de guerra, Disparos en la oscuridad, Dark, En el último trago nos vamos, Los libros y la calle, Variaciones Joseph Roth, entre tantos otros. Casi todos los títulos comparten la predilección de su autor por la forma breve y por una escritura ante todo intuitiva –como su cine– que, al cultivar la contemplación, se dispara en varias direcciones a partir de encuentros fortuitos al estilo de su admirado W. G. Sebald.

Judío de la diáspora, como se definía –y defensor de la causa palestina–, solo se reconoció como tal fuera de su país, viajando. Todas las cosmópolis lo seducían y despertaban sus sentidos, como Buenos Aires. Cozarinsky fue un testigo sensible del siglo XX que se sumergió en el ritmo de las grandes ciudades captando su palpitar. Se despidió escribiendo estos versos: “Recuérdame, murmura el polvo / y lo dispersa el viento.” Después de todo, y más aún si el ansia de movimiento persiste en el viajero, la escritura, la traducción y el recuerdo son otras formas y desafíos del viaje. ~

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(Lovaina, Bélgica, 1977) es traductora y doctora en estudios hispanoamericanos por la Université Paris 8. Actualmente se desempeña como investigadora del Conicet. (Argentina)


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