En una escena del documental de Trisha Ziff El hombre que vio demasiado
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(2015), un hombre pálido, bajito y con expresión de asombro afirma que “para tomar estas fotografías hay que ser muy especial”. Se refiere a las fotos de nota roja que han aparecido a lo largo de la película; en el contexto de esa escena, a las que muestran decenas de muertos como saldo de un derrumbe, una explosión, una volcadura o el desplome de un avión. El desapego de su declaración es fascinante. Parecería que la hace alguien ajeno a esa profesión y sin el “carácter” necesario para pasar varias horas al día fotografiando cadáveres. Sin embargo, el hombre se está refiriendo a su propio trabajo. Se trata de Enrique Metinides, el fotógrafo de nota roja más reconocido de México, quien murió el pasado 10 de mayo a los 88 años de edad.
Metinides es célebre porque sus fotos ostentan el estatus de obra: han sido exhibidas en galerías alrededor del mundo y publicadas en libros cuidadosamente curados. Coleccionistas, críticos y admiradores alaban su composición inesperada, sus cualidades cinematográficas y otros elementos estéticos que parecería inapropiado aplicar a imágenes reales de quienes perdieron la vida en circunstancias horrendas. Quienes hablan de Metinides procuran no llamarlo “artista” o se esfuerzan en aclarar que sus fotos pueden o no ser vistas desde esa óptica –depende de cada quien–. Este titubeo quizá proviene del temor a ser considerado indiferente a la tragedia o a un pudor ético comprensible. Sin embargo, son imágenes bellas. Es casi inútil convencerse a uno mismo de que no lo son.
Tener que elegir entre apreciar las fotografías de Metinides o ser empático con los fotografiados es un falso dilema que desaparece cuando uno distingue entre el sobrecogimiento y el morbo. El primero es un tipo de asombro que genera emociones; lo segundo es curiosidad distanciada ante el espectáculo del dolor. Las imágenes de Metinides sobrecogen, no producen placer. Para justificar la atracción que ejercen sus fotografías se ha dicho, entre otras cosas, que no son perturbadoras –como si esto fuera sinónimo de “buen gusto” (y ello, a su vez, explicara por qué se exhiben en una galería)–. No concuerdo con esa supuesta defensa. Las imágenes de Metinides son claramente perturbadoras y es justo eso lo que las acerca al arte. No al arte decorativo, sino al que cuestiona nuestras certidumbres. Lo dice bien el editor de sonido Nic Ratner, entrevistado por Ziff en El hombre que vio demasiado durante una de las exposiciones de Metinides en Nueva York. Los sujetos de sus fotografías, explica Ratner, empezaron su día como si fuera cualquier otro en su vida: no eran personas condenadas a su muerte inminente. Lo que les hizo perder la vida, agrega, “fue producto de la aleatoriedad del universo. Y eso es lo que los conecta contigo y conmigo”.
El primero en reconocer esa aleatoriedad –y en temerle– fue el propio Metinides. A raíz de su muerte reciente, varios medios han publicado entrevistas que le hicieron una vez que sus fotografías comenzaron a ser valoradas con criterios extraperiodísticos (a finales de los noventa, tras el retiro forzado del fotógrafo). Todas esas entrevistas aportan piezas al rompecabezas, pero el documental de Ziff es lo que mejor revela que el trabajo de Metinides provenía de algo parecido a la vulnerabilidad existencial (en oposición a la circunstancial).
El hombre que vio demasiado comienza acercando al espectador al mundo de la nota roja. Se muestra el sitio de un posible homicidio, al que llegan ambulancias, policías y, por supuesto, fotógrafos. Mientras corren los créditos de inicio, se ve el proceso de impresión y distribución de diarios de nota roja que estarán a la venta en cualquier puesto de periódicos del país. Una escena muestra a Metinides caminando hacia uno de estos puestos y comprando varios ejemplares. En adelante, el fotógrafo protagonista hablará de sus inicios, de sus trabajos más arriesgados (y que lo confrontaron con su mortalidad) y, con más reticencia, de su fama inesperada. Rara vez Metinides habla de su estilo, aunque sí destaca los momentos en los que descubrió que prefería tal o cual composición. Por ejemplo, la inclusión de personas ajenas al accidente –desde mirones hasta rescatistas–, porque eso le daba “vida” a la foto (suele hablarse de “dar vida” para decir que se inyecta dinamismo a una imagen, pero en las fotos de Metinides la expresión es también literal). Muchas de sus mejores fotografías son, en el fondo, el retrato de esas personas: multitudes alrededor de uno o varios accidentados o en el sitio de una catástrofe que aún podría cobrar víctimas. Ya no miran el accidente sino la lente del fotógrafo. Algunos, recuerda Metinides, posaban para su cámara con la esperanza de aparecer en la fotografía publicada.
En el último tercio del documental Ziff incluye testimonios de quienes vieron sus fotos como algo más que un mero registro visual. Aparece Fabrizio León, quien con Alfonso Morales seleccionó y editó el primer libro sobre Metinides (El teatro de los hechos), así como los editores de sus siguientes libros, los curadores de sus exposiciones y algunos asistentes a las mismas. Ziff incluye también las reacciones de quienes, sin saberlo, son filmados cuando se acercan a ver una de sus fotos. La mayoría de estas reacciones son de asombro progresivo, como si quienes miran tardaran en descifrar qué están mirando. No porque la imagen sea críptica o confusa, sino porque las fotografías cuentan una historia cuyo desenlace está a la vista, pero no en un primer plano. De ahí viene el sobrecogimiento, muy distinto a la repulsión.
Pero el eje del documental son los diálogos con Metinides. La entrevista toma dos formas: con el fotógrafo sentado en un banco con un fondo negro (desprovisto de cosas que pueda usar para desviar la plática) y escenas en las que Metinides muestra los objetos que llenan su casa. Es en estas entrevistas que se revela su vulnerabilidad. No en las respuestas que suenan a un parlamento aprendido, sino en aquellos momentos que una entrevista impresa no alcanza a capturar: los gestos extraños que dejan ver que algo lo afecta de más; la incomodidad que le producen los silencios en la conversación y, lo más inesperado, su preocupación de no exponer a alguien al efecto de una imagen cruda, carente de humanidad. Si alguien piensa en Metinides como un fotógrafo sensacionalista, una secuencia lo sacará de su error: seguramente por indicación de Ziff, Metinides pone en su reproductor de video escenas de una de las tragedias que alguna vez cubrió. El invitado a ver el video es el coleccionista Michael Hoppen, poseedor de la famosa foto Adela Legarreta Rivas atropellada por un Datsun (donde una mujer de aspecto tan pulido que parece un maniquí se encuentra prensada entre un auto y un poste). Hoppen dice estar acostumbrado a explicar por qué encuentra hermosa esa foto, pero en esta escena se le ve tenso y haciendo un esfuerzo por no apartar los ojos de la pantalla. Metinides se percata de ello y le avisa a Ziff que va quitar el video. “Eso está muy feo”, dice, dejando en claro que lo suyo nunca fue la exhibición de vísceras.
Metinides no hizo fotoperiodismo gore, a pesar de que todo comenzó en las películas. Era un niño que disfrutaba ir al cine y –viene lo atípico– usaba la cámara que le regaló su padre para fotografiar las escenas de accidentes de auto. (Los muertos “del cine” –decía– no le daban miedo. Los verdaderos, sí.) De ahí empezó a fotografiar choques reales, y una cosa llevó a la otra. Ya que las oficinas del ministerio público estaban cerca del negocio de su padre, el juez y los policías acogieron al niño de nueve años y le propusieron darle material para aumentar su colección de fotos. En El hombre que vio demasiado, el fotógrafo cuenta que un día el vigilante de la morgue se apareció frente a él sujetando la cabeza de un cuerpo decapitado para que tomara la foto. Luego le permitirían ir en el camión de bomberos cuando recibían aviso de incendio y uno de ellos lo cargaba en los hombros para que pudiera fotografiar las llamas lo más cerca posible. La prensa comenzó a publicar sus fotos con el crédito correspondiente y el niño las mostraba a sus compañeritos de escuela. ¿La reacción de los maestros y del director? Felicitarlo y presumir que su alumno (¡de nueve años!) era todo un fotorreportero. Siempre me he preguntado si Metinides habría florecido de haber crecido en un país con otras nociones de pedagogía infantil.
A propósito de una vocación que se asomó desde la infancia, Metinides pasó sus últimos años rodeado de juguetes, figuritas de acción y álbumes de recortes de “explosiones” y “terrorismos”. El hombre que vio demasiado permite al espectador darse una idea superficial de sus colecciones, tantas y tan numerosas que apenas le dejan espacio para circular. Están las vírgenes de Guadalupe que, decía, lo protegían de los riesgos a los que se exponía, y las ranas a las que atribuía que sus fotografías gustaran tanto. Pero las colecciones que quitan el aliento son las que replican en pequeña escala el mundo en el que se desenvolvió: patrullas, ambulancias y carritos de bomberos (entre ellos, uno conducido por el muppet Elmo y que Metinides hace funcionar mientras mira a la cámara con seriedad). Igual de numerosos son los muñequitos que en unos casos representan enfermeros y rescatistas y, en otros, personas vendadas que ocupan camillas diminutas. Se dice que la principal diferencia entre un coleccionista y un acumulador es que el primero es ordenado y tiene sus objetos catalogados y limpios, mientras que el segundo no discrimina y termina sepultado bajo su montaña de “cosas”. Bajo esta definición, Metinides quedaría a salvo del estigma de patología mental asociado al acumulador. Esto les dará paz a muchos, pero impide entender de otra forma el apego del fotógrafo hacia sus extraordinarios juguetes. Los acumuladores, dicen los estudios, guardan objetos porque los quieren “salvar” o porque quieren que estos los salven a ellos –y los acompañen en su soledad–. Pienso esto en relación con el hombre de los ojos pasmados. No habría nada que explicar. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.