Mi madre cheyene

Una manera de educar a los niños es dejarles las cosas a mano para que se encuentren con ellas como si fuera por casualidad, como si el hallazgo fuera mérito suyo, y que luego ellos las manejen a su aire.
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Es verdad que la forma de hablar revela la forma de ver el mundo. Debió de ser hace unos quince o veinte años cuando la expresión “vamos a ser padres” sustituyó a “vamos a tener un hijo”. A mí la nueva aún me sigue sonando a traducción aparatosa. La fórmula actual tiene un deje ontológico, mientras que la anterior no presupone una transformación esencial: sencillamente hay algo, alguien, que se te confía y a quien tú tienes que cuidar. Entre la mutación identitaria y el actuar como depositario y conservador de un legado media un gran trecho en la forma de ver las cosas, y creo que en rasgos como ese se advierten las diferencias entre el mundo de antes y el de ahora.

Oí una vez decir a mi madre que no se le ocurría mayor privilegio que el de educar a una persona.

Encuentro una foto de mi madre, de cuando nosotras no habíamos nacido todavía. Está muy joven y sonrientísima. Cuando se la mando me contesta que está tomada en la Cueva de María la Canastera, en el Sacromonte, y lo hace inmediatamente, como si el recuerdo de la visita a aquel lugar maravilloso, legendario, propio casi de Las mil y una noches, hubiese estado todos estos años a mano, esperando a que lo llamasen por su nombre. Dice María la Canastera con la naturalidad de quien habla de alguien con quien se ha criado.

En el verano de sus trece o catorce años, mis abuelos mandaron a mi madre a un internado en Burgos, porque había sacado muy malas notas. Ella se rebeló, y los primeros días les escribía cartas advirtiéndoles de que estaban cometiendo con ella una gran crueldad y preguntándose cómo habían podido hacerle eso. En el reverso de los sobres dibujaba por ejemplo a un ahorcado, o a un preso detrás de unos barrotes, con la leyenda el preso número 9 debajo. Así que al cabo de unos días mis abuelos, espantados, decidieron que quizá era mejor tener una hija repetidora pero contenta, y se plantaron en el colegio por sorpresa dispuestos a llevársela a casa. ¿Qué encontraron? No a una adolescente quejumbrosa mordiéndose los padrastros en un rincón sombrío, sino a una bailaora flamenca dando vueltas y zapateando subida a una mesa y a todo el resto del colegio, todo el público de presas número 9 a las que sus padres habían mandado internas, dando palmas alrededor. No recuerdo exactamente cuándo conocí esta historia ni si la primera vez nos la contó mi madre, pero recuerdo a mi abuela contarla llorando de la risa, aunque en el momento no le hizo tanta gracia. Por otro lado, a mi hermana y a mí mi madre nos contaba que ella en el colegio sacaba muy buenas notas, sin duda para darnos buen ejemplo, aunque ahora que hago el esfuerzo me parece distinguir en el recuerdo que nos lo decía con una sonrisilla de medio lado, como quien cruza los dedos detrás de la espalda para contar una trola.

A veces ocultamos nuestras mayores virtudes, también a nosotros mismos.

El nombre que se pedía para jugar con sus hermanos era Estrella Matutina, que es el nombre de un gran jefe cheyene. Si se hacían heridas en el curso de sus juegos se las curaban entre ellos, ocultándoselas a sus padres. En el número de noviembre de 2023 de esta revista, Gabriel Zaid les dedicaba una página a los cheyenes. En ella cuenta que un grupo de cheyenes y de arapajoes, liderados por Estrella Matutina, se escapó de una reserva en Oklahoma en la que los habían confinado los colonos, para volver a ser libres.

Una vez en el colegio nos pusieron un ejercicio en el que teníamos que dibujar a nuestros padres y describirlos mediante dos columnas, una de “le gusta” y otra de “no le gusta”. No sé qué esperaban, pero yo en las columnas de ella puse “le gusta: tomar copas”, “no le gusta: madrugar”. Cuando lo llevé a casa tan contenta para enseñárselo mi madre se quedó horrorizada. Ahora nos reímos mucho. Aquí la revista, al pedirnos que hablemos de nuestras madres, nos ha propuesto un juego similar. Si ha parecido hasta el momento que mi madre es una frívola, qué se le va a hacer. También le he oído que a veces le han dicho que se han llevado una sorpresa al conocerla más, que de entrada les había parecido frívola. Quizá la consideraban así por bailar bulerías estando presa, y sin duda por su belleza magnética y por lo matutino de su estrella, pero a mí la frivolidad me parece haber hecho el juicio superficial de que en este mundo algo luminoso no puede tener fondo.

Esto me lo contó un amigo: una vez se sentó en Florencia en un restaurante de mesas corridas, donde te sientas con los demás comensales aunque sean desconocidos, y resulta que al tipo que tenía al lado se le veía un poco compungido. Así que mi amigo le preguntó, o más bien me pega que el otro hizo mucho teatro para poder contarlo, qué le pasaba, y el otro, que era napolitano, declaró que echaba de menos a su madre. “Ah, te entiendo, yo también tengo madre”, y el otro contestó “Sì, ma…” (“bueno, ya, pero…”), poniendo los ojos en blanco, como si más allá de los límites del Barrio Español de Nápoles la reproducción fuese por esporas.

Cuando yo nací mi madre no trabajaba. Algunas mañanas yo le decía que no quería ir al colegio, y entonces mi madre me respondía “pues no vayas”, y nos quedábamos en la cama hasta que mi padre volvía de trabajar. Mi padre se reía; por lo visto todos compartimos el mismo sentido del humor. Luego mi madre se ha preguntado con remordimientos si eso no habrá sido a la postre una mala educación. Es posible. Pero a fin de cuentas yo ya sabía leer, porque me había enseñado ella, y el colegio me parecía una insustancialidad. Antes del colegio yo iba a la guardería. Estaba en uno entre una pequeña fila de chalecitos. Todos los días mis padres, al llevarme, me gastaban la broma de que no se acordaban bien de cuál era: “¿Es aquí?” “¡No!” “¿Es esta?” “¡¡No!!”. Joé, qué despistados, menos mal que los llevaba de la mano. Una vez tardó mucho en venir a buscarme. Se había hecho ya de noche. Me quedé la última, pero cuando me recogió me llevó al cine a ver et.

Mi madre me enseñó a leer. En la mesa donde escribo, apoyado contra la pared, tengo un libro que trajo cuando yo no tenía ni dientes de “la librería más alucinante en la que he estado”, en Londres, un pop-up facsímil que cuando se despliega forma un circo de varias pistas. Es uno de los libros más antiguos que recuerdo. Ahora miro entre frase y frase a los coloridos trapecistas y forzudos de la portada. También recuerdo como si los tuviese delante los de Richard Scarry, que eran de gatos bípedos que vivían a la manera humana, que llevaban pantalones y tirantes y conducían coches deportivos, y por supuesto las antologías de rimas populares de Carmen Bravo Villasante (¡Una dola tela catola!), cuyo nombre llega ahora a mi memoria con el ritmo de mi propia María la Canastera, con su canto duro y plateado. O La sombra y otros cuentos, una antología de Alianza de Andersen, que acabó domésticamente desencuadernada, con un gracioso hombrecillo en la cubierta, y llega también un libro apaisado de Helen Bradley, Miss Carter came with us, con ilustraciones a toda página plagadas de sufragistas dando porrazos y señores vestidos de negro delante de edificios de ladrillos rojos o en bulliciosas estaciones llenas del vapor de los trenes. Yo miraba los dibujos y entendía todo menos lo que ponía debajo. Me sabía de memoria el título pero no aprendí lo que quería decir hasta años más tarde, cuando ya estudiaba inglés, y fue como si me hubiesen dado una llave para abrir un cofre guardado en casa durante años.

Los libros estaban en casa, pero alguien habría tenido que comprarlos. Se me ocurre ahora que una manera de educar a los niños es dejarles las cosas a mano para que se encuentren con ellas como si fuera por casualidad, como si el hallazgo fuese mérito suyo por una innata capacidad encontradiza, que un poco la tienen, y ya ellos que las manejen a su aire. Los verdaderos dueños de las casas son los niños, aunque no tengan dinero para pagar nada, porque las conocen desde puntos de vista no convencionales, y todo en ellas les parece necesario y lleno de sentido y no casual, y porque para ellos significan el mundo y no un refugio contingente del mundo, y porque las habitan con el aire alucinado con que las recordarán décadas después, cuando sean ya viejos y las casas se hayan derrumbado. Los niños viven en las casas a cargo de adultos que llevan a su vez otras casas alucinatorias dentro. Así que había los libros de casa, pero además todos los domingos mi madre me compraba en un quiosco un Don Miki, que era una revista de historietas, y con los golfos apandadores en la mano volvía yo ufana como un procurador de un metro de altura que estuviera suscrito al Boletín semanal de jurisprudencia.

Mi madre cantaba mucho. Para que nos durmiésemos nos cantaba El preso número 9 (“ya lo van a ajusticiar”) o Anda jaleo (“y comienza el tiroteo”)y muchas otras canciones. Cuando yo iba a nacer les preguntó a los médicos si podía cantar, para despistar el dolor, así que cuando me dio a luz mi madre estaba cantando. No la llamo mamá, sino que la llamo por su nombre. Cuando oigo la palabra de su nombre referida a otra persona o cosa no la asocio a ella, y aunque sean las mismas sílabas dentro de mí se enciende una lámpara diferente, y cuando digo su nombre refiriéndome a ella se enciende en mí la lámpara filial. Dejo esta información aquí a beneficio de la neurología.

Mi madre es capaz de ponerse en la piel de los demás con la audacia espiritual de un gran jefe cheyene. ~

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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