Daniel Mendelsohn
Una Odisea
Traducción de Ramón Buenaventura
Barcelona, Seix Barral, 416 pp.
La historia que cuenta la Odisea, uno de los documentos literarios más viejos e influyentes de la civilización occidental, es de sobra conocida. Aristóteles la resumió así en la Poética: “Un hombre ha permanecido lejos de su hogar durante muchos años; Poseidón no lo pierde de vista ni por un momento; está solo. La situación en su casa es como sigue: los pretendientes malgastan sus bienes y conspiran contra su hijo.” Ese hombre es Ulises y su hijo, Telémaco, es al principio del poema apenas un niño, a quien la situación y su propio viaje personal endurecen. Pero tal vez no lo suficiente como para ser el guardián de su hogar y proteger a su madre, Penélope, de unos pretendientes que, como dice Aristóteles, agotan las riquezas de la casa con su glotonería y ociosidad. Mientras tanto, Ulises intenta volver a casa. Pero se encuentra con innumerables obstáculos; mueren los hombres que le acompañan de regreso tras asolar Troya, y en el camino se mezclan su ansia de volver al lado de Penélope con una cierta predisposición a las aventuras, no solo marinas y bélicas, sino también románticas. La guerra duró diez años. El viaje de vuelta durará otros diez. Al final, dice Aristóteles, “Tras un proceloso viaje, vuelve a casa, se presenta, destruye a sus enemigos y se salva.”
Eso es más o menos lo que Daniel Mendelsohn, un profesor de clásicas del Bard College de Nueva York, que además ha escrito mucho y muy bien en la revista The New Yorker, debía explicar a sus alumnos de diecisiete y dieciocho años en un seminario dedicado a la Odisea. Pero surgió algo inesperado que acabaría dando lugar a este libro memorable, brillante y de una extraordinaria riqueza: su padre, un viejo y áspero matemático e ingeniero de 81 años, con el que Mendelsohn siempre había tenido una relación ambivalente, le pregunta si puede sumarse al seminario. Su hijo le dice que sí. Durante las siguientes dieciséis semanas, transcurridas en el invierno y la primavera de 2011, Jay Mendelsohn asistió a las clases de su hijo y demostró no solo su escepticismo ante las enseñanzas de Daniel sino ante el mérito del propio Ulises: ¿cómo iba a ser ese hombre un héroe? “¡Es un embustero y ha engañado a su mujer!”, dice Jay, en una de tantas intervenciones que dejan perplejos al resto de los estudiantes.
A partir de ahí el libro se desarrolla con una impresionante fluidez y habilidad: no solo reconstruye la Odisea, sus giros argumentales y mensajes morales, sino que entrecruza ese relato con el de las clases y la relación, pasada y presente, de Daniel con su padre. Si Daniel es un urbanita culto, sofisticado, gay y con intereses artísticos y literarios, Jay es un científico que tiene acento del Bronx, no quiere saber nada de ambigüedades morales y no está interesado en ninguna clase de refinamiento. Si Daniel vive entre tres casas –una en el campus rural de la universidad, otra en Nueva Jersey donde viven sus hijos y la madre de estos, y otra en el centro de Nueva York–, “mi padre vivió durante casi toda su vida en una sola casa, a la que se mudó un mes antes de que yo naciera”. Como esa casa está lejos de la universidad y Jay no quiere hacer el viaje de ida y vuelta en un mismo día, pasa la noche anterior a las clases en casa de Daniel.
Y así se va desarrollando su relación, una relación que vuelve al pasado constantemente, en la que van aflorando secretos familiares, en la que padre e hijo intentan comprender sus numerosas diferencias. Un proceso cuyo trasfondo son la relación entre Ulises y Telémaco, el papel del heroísmo en la vida, la fidelidad debida a la esposa, el respeto del hijo al padre y del ejemplo que este debe inculcarle o, simplemente, el contraste del paisaje mediterráneo con la crudeza del invierno neoyorquino.
La relación entre ambos se describe de manera fascinante y cambiante. Sobre todo a medida que Daniel va descubriendo aspectos de su padre que le permiten comprender retrospectivamente las frustraciones de Jay y su relación pasada. Y se vuelve aún más profunda cuando Daniel le propone que, inmediatamente después del seminario universitario, viajen juntos a las islas que fueron el escenario de la Odisea, en un crucero en el que profesores e investigadores explicarán el libro en los lugares donde supuestamente tuvieron lugar sus aventuras (una clase de viaje que es habitual en Estados Unidos). Daniel sabe desde el principio que puede ser muy mala idea; en teoría, Jay detesta esa clase de actividades, a pesar de la importancia que concede a todo lo que tenga que ver con aprender y educarse. Pero durante el crucero aparece otro Jay distinto, más profundo; incluso, para sorpresa de Daniel, seductor. Ulises llegó finalmente a Ítaca. El crucero de Daniel y Jay por el Mediterráneo nunca llegó a Ítaca por problemas de navegación. “Muchas veces bromeábamos papá y yo” sobre el viaje juntos; en cierto sentido, “podíamos considerar[lo] incompleto, porque no habíamos llegado al final”.
Pero como cuenta Daniel muy al principio del libro, aunque no por ello el desarrollo final resulta menos conmovedor, ese viaje acaba tan solo un año después de que empezaran su aventura homérica, cuando un acontecimiento nimio acaba en la muerte de Jay, de la misma manera, dice Mendelsohn, que la huida de Paris con Elena desencadenó toda clase de tragedias. Mezcla de memorias, de reinterpretación de una obra clásica, de novela familiar y de reconocimiento tardío entre un padre y un hijo (lo que Aristóteles llamó “anagnórisis”: el paso de la ignorancia al conocimiento), Una Odisea es un libro excepcional, una obra de arte extraña y memorable. ~
(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).