ยฟEs posible ser historiador de tu propia vida? ยฟVerte a ti mismo como una figura en la multitud, como un miembro de una generaciรณn que compartiรณ la misma porciรณn de tiempo? No podemos evitar pensar en nuestras propias vidas como si fueran solo nuestras, pero si miramos con detenimiento, percibimos cuรกnto compartimos con desconocidos de nuestra edad y posiciรณn. Si pudiรฉsemos olvidar un momento lo que era singular en nuestras vidas para concentrarnos en lo que experimentamos con todos los demรกs, ยฟserรญa posible vernos bajo una nueva luz, menos dramรกtica para nosotros mismos, pero posiblemente mรกs verdadera? ยฟQuรฉ ocurre cuando dejo de utilizar โyoโ y empiezo a utilizar โnosotrosโ?
ยฟDe quรฉ โnosotrosโ estamos hablando aquรญ? ยฟQuรฉ โnosotrosโ es mi โnosotrosโ? Un viejo chiste me viene a la mente. El Llanero Solitario y Tonto estรกn rodeados por guerreros indios. La situaciรณn es grave. El Llanero Solitario se gira hacia su compaรฑero: โยฟY quรฉ hacemos nosotros ahora?โ Tonto responde: โยฟQuรฉ quieres decir con โnosotrosโ, hombre blanco?โ El โnosotrosโ al que me refiero y pertenezco es la clase media blanca de mi generaciรณn, nacidos entre 1945 y 1960, y mi pregunta es quรฉ hicimos con nuestros privilegios, y, una vez que los entendemos como tales, quรฉ hicimos para defenderlos.
Fuimos, por un tiempo, notorios. Fuimos la mayor cohorte de nacimientos en la historia. Constituimos mรกs de la mitad de la poblaciรณn y detentamos todo el poder, nos apropiamos de toda la riqueza que pudimos, escribimos las novelas que la gente leรญa, hicimos las pelรญculas de las que se hablaba, decidimos el destino polรญtico de naciones. Ahora todo eso ha llegado a su fin casi por completo. Cada aรฑo desaparecen mรกs miembros de nuestra generaciรณn. Nos hemos encogido hasta constituir un cuarto del total de la poblaciรณn, y el poder se nos estรก escurriendo de las manos, si bien dos de los nuestros, ambos presidentes, se estรกn preparando para dar la batalla final. Para ellos serรก un รบltimo adiรณs, pero para nosotros tambiรฉn, un sรญmbolo de cuรกn implacablemente nos aferramos, aunque se nos haya acabado el tiempo.
Los mayores de nosotros nacieron cuando Harry Truman estaba en la Casa Blanca, Charles de Gaulle en el palacio del Elรญseo, Konrad Adenauer en la cancillerรญa en Bonn, Jorge VI en el trono del palacio de Buckingham y Iรณsif Stalin en el Kremlin. Fuimos los felices vรกstagos de un maremoto de amor y deseo, esperanzas y sueรฑos que inundรณ un mundo arruinado despuรฉs de una dรฉcada de depresiรณn y guerra. Mis padres, nacidos ambos durante la Primera Guerra Mundial, se conocieron en Londres durante la Segunda, dos canadienses que trabajaban ahรญ, mi padre en la Alta Comisiรณn Canadiense, mi madre en la inteligencia militar britรกnica. Habรญan sobrevivido al Blitz y los misiles V-2, se habรญan enamorado de otras personas y al final de la guerra decidieron regresar a Canadรก y casarse.
Una vez cometรญ el error de decirle a mi madre que envidiaba su experiencia durante la guerra. Habรญa tragedia en ella y la tragedia, a un niรฑo, le parece atractiva. Me parรณ en seco. No fue asรญ, me dijo dulcemente, yo no habรญa entendido nada. Ella sabรญa lo que significan la desolaciรณn y la pรฉrdida, y querรญa evitรกrnoslas a mi hermano y a mรญ todo lo que pudiese. Veo ahora que su reticencia era caracterรญstica de toda una generaciรณn: por ejemplo, las mujeres de los escombros en Berlรญn, Hamburgo, Dresde y otras ciudades alemanas que despejaban los escombros con sus propias manos y nunca hablaban sobre haber sido violadas por soldados rusos; los sobrevivientes de los campos de exterminio que ocultaban el tatuaje en su antebrazo; las mujeres que iban a la Estaciรณn del Este de Parรญs en el verano de 1945, esperando, muchas veces en vano, dar la bienvenida a amantes y esposos demacrados que regresaban de la deportaciรณn. Mi madre era una de las que esperaron a un hombre que no logrรณ regresar. Fue una presencia silenciosa en casa durante toda mi infancia, el hombre con el que ella se habrรญa casado si no hubiera muerto en Buchenwald. Se guardรณ su tristeza y encontrรณ a otra persona โmi padreโ y trajeron nueva vida al mundo.
Soy hijo de su esperanza y he llevado su optimismo conmigo toda mi vida. Ademรกs de esperanza, tambiรฉn nos dieron las casas y apartamentos donde dimos nuestros primeros pasos, las escuelas y universidades que nos educaron, la red de autopistas que todavรญa utilizamos, el sistema internacional โNaciones Unidas, la OTAN y las armas nuclearesโ que aรบn nos mantiene fuera de otra guerra mundial, el transporte aรฉreo masivo que encogiรณ el mundo, el alunizaje que nos hizo soรฑar una vida mรกs allรก de nuestro planeta y las inversiones gubernamentales en computaciรณn en las dรฉcadas de 1940 y 1950 que llevaron en la dรฉcada de 1990 al ordenador portรกtil, internet y el equivalente digital de la biblioteca de Alejandrรญa en nuestros telรฉfonos. Los pioneros digitales de mi generaciรณn โJobs, Wozniak, Gates, Ellison, Berners-Lee y varios mรกsโ crearon nuestro mundo digital sobre las inversiones pรบblicas hechas por la generaciรณn anterior.
Gracias a los hospitales y clรญnicas que construyeron nuestros padres, los grandes avances mรฉdicos que convirtieron enfermedades mortales en padecimientos manejables, junto con nuestras quisquillosas dietas y el culto al ejercicio, y el hecho de que no fumemos o bebamos como ellos, viviremos mรกs tiempo que ninguna otra generaciรณn hasta ahora. Tomo pastillas que no existรญan cuando mi padre estaba vivo y que habrรญan prolongado su vida. Puede ser que la medicina sea el รบltimo campo en el que aรบn se cree en el progreso. Los noventa, nos prometen nuestros entrenadores personales, serรกn los nuevos setenta. Lo cual estรก bien, pero hace que me pregunte cรณmo serรก eso de seguir y seguir y seguir.
Nuestro tiempo comenzรณ con la luz de mil soles sobre Alamogordo, Nuevo Mรฉxico, en julio de 1945. Estรก llegando a su fin en una era tan violenta y caรณtica que nuestras predicciones sobre el estado del mundo no parecen tener sentido. Pero es inรบtil preocuparse por eso ahora. Hemos vivido tantos cambios disruptivos que para nosotros se ha vuelto algo banal.
Mi primer trabajo de verano fue en una agencia de noticias que retumbaba con el sonido de mรกquinas de escribir y telรฉgrafos que repiqueteaban a toda velocidad, junto a un cuarto de prensa donde los tipos de plomo pasaban a travรฉs de un conducto de la mรกquina del cajista al cuarto de composiciรณn tipogrรกfica, donde las manos de los tipรณgrafos que unรญan las pรกginas estaban negras de carbรณn, grasa y tinta. Muchas dรฉcadas despuรฉs, sentado en una habitaciรณn limpia de mi casa, con la mirada fija en la pantalla del ordenador, me resulta fรกcil ponerme de mal humor al ver cuรกnto ha cambiado todo.
Pero lo que no cambiรณ en nuestro tiempo, lo que permaneciรณ tercamente igual, puede ser tan importante como lo que sรญ cambiรณ. The New York Times contรณ hace poco que en Estados Unidos nuestro grupo de edad, ante los primeros avisos de su mortalidad, estรก transfiriendo billones de dรณlares de bienes raรญces, acciones, bonos, casas en la playa, muebles, pinturas, joyas, todo ello, a nuestros hijos y nietos. El periรณdico la llamรณ โla mayor transferencia de riqueza de la historiaโ. Estamos elaborando testamentos para traspasar la estabilidad burguesa que gozamos a la siguiente generaciรณn. Es un tema tan viejo como las novelas de Thackeray y Balzac. El hecho de que podamos transferir una suma tan asombrosa โยก84 billones de dรณlares!โ nos dice que la verdadera historia de nuestra generaciรณn puede ser la historia de nuestras propiedades. Es lo que ha dado una continuidad profunda e invisible a nuestras vidas.
Nuestro privilegio cardinal fue nuestra fortuna, y la tenacidad con la que la hemos defendido puede ser la verdadera historia de la gente blanca de mi generaciรณn. Digo tenacidad porque serรญa superficial asumir que se logrรณ sin esfuerzo o de modo universal. Desde nuestra infancia a nuestros tiernos veinte aรฑos, nos acunรณ el mayor boom econรณmico de la historia del mundo. Crecimos, como Thomas Piketty ha mostrado, en un periodo en el que las disparidades en los ingresos, debidas a la depresiรณn y los impuestos de los periodos de guerra, se comprimieron drรกsticamente. Tuvimos infancias despreocupadas y sin vigilancia, lo que resulta difรญcil de explicar a nuestros hijos: tardes suburbanas en las que entrรกbamos y salรญamos de las casas de los amigos, y todas las casas se parecรญan, y nadie cerraba con llave. Cuando alcanzamos la edad adulta, pensamos que ya habรญamos llegado, y de pronto la subida se hizo mรกs escarpada. El boom de la posguerra se detuvo de manera brusca con la crisis petrolera de principios de los setenta y nos dejรณ luchando contra un telรณn de fondo de inflaciรณn creciente y salarios reales estancados. Solo unos pocos entre nosotros โBezos, Gates y los demรกsโ tuvieron รฉxitos sorprendentes con las nuevas tecnologรญas que justo entonces comenzaban a difundirse.
Muchos de los que no nos hicimos multimillonarios nos atrincheramos en profesiones asalariadas: leyes, medicina, periodismo, medios de comunicaciรณn, academia y gobierno. Invertimos en bienes raรญces. Esas casas y apartamentos que compramos cuando estรกbamos comenzando terminaron dando rendimientos impresionantes. La modesta vivienda de tres habitaciones que mis padres compraron en una calle arbolada de Toronto en la dรฉcada de 1980 habรญa triplicado su valor cuando mi hermano y yo la vendimos a principios de la dรฉcada del 2000. รl viviรณ de ese ingreso hasta su muerte y lo que queda irรก a mis hijos.
Los bienes raรญces nos ayudaron a guardar las apariencias, pero, por extraรฑo que parezca, tambiรฉn lo hizo el feminismo. Cuando las mujeres inundaron el mercado laboral, ayudaron a sus familias a navegar la gran estanflaciรณn de la dรฉcada de 1970. Gracias a ellas, dos ingresos llegaban a nuestros hogares. Tambiรฉn tuvimos menos hijos que nuestros padres y los tuvimos mรกs tarde. El control de la natalidad y el feminismo, junto con el trabajo duro, nos mantuvieron a flote. Nada de eso fue fรกcil. Hubo lรกgrimas. Nuestros matrimonios colapsaron con mรกs frecuencia que los matrimonios de nuestros padres, y tuvimos en consecuencia que inventar todo un paquete nuevo de acuerdos โpadres solteros, familias gays, parejas y cohabitaciรณn sin matrimonioโ cuyo efecto en nuestra felicidad puede haber sido ambiguo, pero que las mรกs de las veces nos ayudรณ a mantener un nivel de vida de clase media.
Por supuesto, hubo un lado mรกs oscuro โquiebras, deudas, abusos dentro del matrimonio, adicciones a drogas o al alcohol y suicidiosโ. Todos los grandes novelistas de nuestra รฉpoca โUpdike, Didion, Ford, Bellow y Cheeverโ hicieron arte a partir de nuestros episodios de descontrol y desilusiรณn. Lo que fue distintivo es cรณmo comprendimos nuestro propio fracaso. Cuando รฉramos jรณvenes, en la dรฉcada de 1960, muchos de nosotros condenamos el โsistemaโ, aunque la mayorรญa รฉramos sus beneficiarios. Conforme fuimos envejeciendo, nos deshicimos de las excusas abstractas e ideolรณgicas. Los que fracasaron, los que se cayeron de la escalera y resbalaron hacia abajo, asumieron la culpa, mientras que los que tuvimos la suerte de tener รฉxito pensamos que nos lo habรญamos ganado.
De modo que, como comprendieron nuestros grandes novelistas, la verdadera historia de nuestra generaciรณn puede relatarse como la historia de nuestras propiedades, nuestra satisfacciรณn al adquirirlas, nuestro autocastigo cuando las perdimos, la saga familiar que habitรณ en todas nuestras viviendas, desde pieds-ร -terre urbanos hasta ranchos suburbanos, los coches en nuestras entradas, las baratijas que acomodamos en nuestros estantes y los cuadros que colgamos en nuestras paredes, la exuberante variedad de vidas erรณticas que tuvimos dentro de esas casas, y la riqueza que esperamos transmitir a nuestros hijos.
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Soy consciente de que semejante relato de mi generaciรณn deja mucho fuera, hasta cierto punto de un modo indignante. Sucedieron muchas mรกs cosas entre 1945 y el presente, pero para el resto de esa historia โla descolonizaciรณn de รfrica y Asia, que hizo รฉpoca, la formaciรณn de nuevos Estados, las sangrientas batallas por la autodeterminaciรณn, el colapso de los imperios europeos, el asombroso ascenso de Chinaโ, el verdadero privilegio imperial de aquellos con la suficiente suerte de haber nacido en Amรฉrica del Norte y Europa occidental fue que pudimos permanecer como espectadores del grandioso y violento espectรกculo. Allรก fuera, en el ancho mundo, la tormenta de la historia levantaba torbellinos de polvo, zarandeaba y estrellaba las esperanzas humanas, barrรญa fronteras, tumbaba tiranos, instalaba nuevos y destruรญa a millones de inocentes; pero nada de eso nos tocaba. No debemos confundirnos con la gente cuyo infortunio provocรณ nuestra compasiรณn. Para nosotros, la historia fue un deporte de espectadores que podรญamos ver en los telediarios de la noche y luego en nuestros telรฉfonos mรณviles. La historia de allรก fuera nos dio amplias oportunidades para tener opiniones, ofrecer anรกlisis y vender nuestros profundos pensamientos para ganarnos la vida, pero nada de ello nos amenazaba o nos forzaba realmente a comprometernos o a posicionarnos. Porque estรกbamos a salvo.
La seguridad hizo que algunos de nosotros nos volviรฉramos inquietos y deseรกramos acercarnos a la acciรณn. Fui uno de los que salieron para aventurarse a ser testigos de la historia, en los Balcanes, en Afganistรกn, en Darfur. Hicimos pelรญculas, escribimos artรญculos y libros, buscamos despertar las conciencias en nuestros paรญses y cambiar las polรญticas en las capitales del mundo. Nos enorgullecimos de estar cerca de la acciรณn. ยฟNo habรญa dicho Robert Capa, el gran fotรณgrafo que muriรณ cuando pisรณ una mina en Vietnam, que, si tus fotografรญas no eran buenas, era porque no estabas lo suficientemente cerca? Asรญ es que nos acercamos. Incluso nos dispararon.
En la dรฉcada de 1990, hice seis pelรญculas para la BBC acerca del nuevo nacionalismo que entonces redibujaba los mapas del mundo tras el colapso de la Uniรณn Soviรฉtica. Puedo afirmar que no habรญa nada mรกs emocionante. Un paramilitar serbio, a quien habรญa entrevistado en las ruinas de Vukovar, en el este de Croacia, en febrero 1992, disparรณ al azar dos tiros a la camioneta del equipo cuando nos alejรกbamos, y mรกs tarde otro grupo de combatientes ebrios nos arrebataron las llaves de la camioneta, nos detuvieron y nos interrogaron durante una inquietante hora, hasta la llegada de unos soldados de Naciones Unidas lo suficientemente bien armados como para no admitir mรกs discusiones. Tuve otras aventuras en Ruanda y en Afganistรกn, pero los Balcanes fue lo mรกs cerca que estuve de experimentar la historia como la vasta mayorรญa de los seres humanos la viven: con vulnerabilidad. Esos episodios de peligro fueron breves. Tenรญamos billetes de ida y vuelta para salir de la zona de peligro. Para nuestra comodidad, si la historia se acercaba demasiado, podรญamos subirnos a nuestros Toyota Land Cruisers y largarnos de ahรญ. No puedo sentirme culpable de mi impunidad. Era innata a la relaciรณn de nuestra generaciรณn con la historia.
Cualquiera que se aventurara en las zonas de peligro en la dรฉcada de 1990 sabรญa que el cuento de hadas de Francis Fukuyama segรบn el cual la historia habรญa terminado con la victoria final de la democracia liberal contenรญa errores. Ciertamente, no era asรญ en Srebrenica o Sarajevo. La historia no habรญa terminado. Nunca terminรณ. Nunca lo hace. De hecho, nos llevรณ al borde del abismo varias veces: en la crisis de los misiles cubana; cuando asesinaron a King y a los Kennedy; en esas primeras horas despuรฉs del 11 de septiembre; y mรกs recientemente durante la insurrecciรณn del 6 de enero de 2021, cuando la violencia salvaje puso en peligro la repรบblica de Estados Unidos. En esos momentos experimentamos la historia como algo vertiginoso. El resto del tiempo, pensamos que estรกbamos seguros dentro del โorden internacional liberal basado en normasโ. Despuรฉs de 1989, podรญas pensar que eso era lo que estรกbamos construyendo: con las ONG por los derechos humanos, los tribunales penales internacionales y la transiciรณn a la democracia en tantos lugares. Lo mรกs esperanzador era Sudรกfrica. En realidad, en la mayor parte del mundo habรญa pocas reglas y poco orden, pero, a los que estรกbamos en el Occidente liberal democrรกtico, eso no nos impidiรณ pensar que podรญamos extender a los demรกs la impunidad de la que gozรกbamos. Creรญamos firmemente en ese supuesto orden, garantizado por el poder estadounidense, porque nos habรญa otorgado una dispensa de por vida ante la crueldad y el caos de la historia, y porque era mรกs atractivo moral y polรญticamente que las alternativas. Ahora mi generaciรณn contempla el colapso de esta ilusiรณn, y albergamos un pensamiento culpable: serรก mejor que nos vayamos.
Una neblina provocada por los incendios forestales de Canadรก flota sobre nuestras ciudades. Regiones completas del mundo โlos olivares del sur de Espaรฑa, el suroeste estadounidense, el interior australiano, las regiones del Sahel en รfricaโ se estรกn calentando demasiado para que haya vida en ellas. Los arrecifes coralinos de Australia, antaรฑo un prodigio submarino de color, son ahora gris-muerte. En el Pacรญfico hay una masa flotante de botellas de plรกstico tan grande como el ancho mar de los Sargazos. Mi generaciรณn ya no puede hacer gran cosa al respecto, pero somos conscientes de que debemos la riqueza que estamos traspasando a nuestros hijos a la buena vida durante el glorioso mediodรญa de los combustibles fรณsiles.
Al menos, nos gusta decir, nuestra generaciรณn despertรณ antes de que fuera demasiado tarde. Leรญmos Primavera silenciosa y prohibimos el DDT. Creamos el Dรญa de la Tierra en 1970 y convertimos en talismรกn esa foto increรญble de la Tierra verde-azul tomada por el astronauta William Anders cuando flotaba en el espacio. Descubrimos el agujero en la capa de ozono y logramos la aprobaciรณn del Protocolo de Montreal que prohibรญa las sustancias quรญmicas que lo causaban. Dimos inicio a la industria del reciclaje y aprobamos una ley que redujo la contaminaciรณn proveniente de nuestras pilas y tubos de escape; fuimos pioneros en la energรญa verde y en tecnologรญas para nuevas baterรญas. Nuestra generaciรณn cambiรณ el vocabulario de la polรญtica y generalizรณ el tema del medioambiente como preocupaciรณn polรญtica. Conceptos como la โecosferaโ y los gases de efecto invernadero eran desconocidos cuando tenรญamos la edad de nuestros hijos. Vimos nacer casi por completo la ciencia moderna sobre el clima. Con el conocimiento vino alguna acciรณn, que incluyรณ esas conferencias sobre el clima de la onu, masivas y pesadas.
Miren, decimos con esperanza, la transiciรณn energรฉtica estรก en curso. Miren esos aerogeneradores, esas granjas solares. Miren todos esos coches elรฉctricos. Es algo, ยฟno? Pero somos como acusados que promueven un perdรณn por circunstancias atenuantes. La crisis climรกtica es mรกs que un reproche a la historia de la propiedad y el consumo de nuestra generaciรณn. Es tambiรฉn una crรญtica de nuestra tendencia a hacer pronunciamientos radicales grandilocuentes que acaban convertidos en un tรญmido gradualismo. Los activistas ambientales que pegan las manos a las carreteras para detener el trรกfico y manchan tesoros de arte con kรฉtchup estรกn tan cansados de nuestras excusas como nosotros de su acciรณn polรญtica basada en gestos.
Nuestros hijos nos hacen responsables del mundo daรฑado que les vamos a dejar y nos reprochan los privilegios que van a heredar. Mi hija me dice que, en sus doce aรฑos de vida laboral como productora teatral en Londres, ha tenido tantas entrevistas de trabajo que ha perdido la cuenta. En mis cincuenta aรฑos de vida laboral, mis entrevistas de trabajo se cuentan con los dedos de una mano. La dura competencia que su generaciรณn da por obvia es ajena a mรญ. El privilegio, la simple suerte y la protecciรณn que para mรญ fueron naturales estรกn a aรฑos luz de la monotonรญa que es normal para su grupo de edad. Hace poco me dijo: nos habรฉis dejado vuestras expectativas, pero no vuestras oportunidades.
Como muchos de su generaciรณn, creciรณ entre padres que se separaron cuando era pequeรฑa. Como otros padres de mi generaciรณn, yo creรญa que el divorcio era una elecciรณn entre males: permanecer en un matrimonio que se habรญa quedado vacรญo y sin amor, o encontrar la felicidad en un nuevo amor y, en la medida de lo posible, intentar compartirla con los niรฑos. Incluso mis hijos dicen que resultรณ la mejor opciรณn, pero no puedo olvidar sus caras asustadas y llorosas cuando les dije que me iba. Estos asuntos personales, que en otras circunstancias deberรญan mantenerse en privado, pertenecen a la historia de una generaciรณn que experimentรณ la revoluciรณn sexual de la dรฉcada de 1960 y que de ella tomรณ una retรณrica autojustificatoria sobre la necesidad de ser autรฉntico, de seguir tus verdaderos sentimientos y, ante todo, de ser libre.
Nuestros hijos nos juzgan, como nosotros juzgamos a nuestros padres. En ese entonces, exigimos que nuestros padres nos explicaran cรณmo habรญan permitido que el complejo militar-industrial nos arrastrara a Vietnam. Nos manifestamos contra la guerra porque pensamos que traicionaba los ideales estadounidenses, e incluso un canadiense sentรญa que esos ideales tambiรฉn eran los suyos. Aquellos mรกs a la izquierda ridiculizaban nuestra inocencia. ยฟAcaso no entendรญamos que โAmรฉrikaโ nunca ha tenido ideales que perder? Hubo momentos, especialmente despuรฉs del tiroteo contra estudiantes de la Universidad Estatal de Kent, donde casi estuve de acuerdo con ellos.
Era yo un estudiante universitario en Harvard cuando en enero de 1973 fuimos en autobuses a Washington para asistir a una manifestaciรณn contra la segunda toma de posesiรณn presidencial de Nixon. Fue una manifestaciรณn inmensa y no cambiรณ nada. Posteriormente algunos de nosotros nos refugiamos en el monumento a Lincoln. La desilusiรณn y la fatiga sucedieron a la rabia justiciera. Aรบn puedo recordar la desesperanza que sentimos sentados a los pies de Lincoln. Dos aรฑos y medio despuรฉs, sin embargo, los helicรณpteros evacuaban a los รบltimos rezagados del techo de la embajada estadounidense en Saigรณn, asรญ que sรญ logramos algo.
Los veteranos de Vietnam regresaron daรฑados en alma y cuerpo, mientras que los radicales con los que me manifestรฉ terminaron con buenos trabajos en la Ivy League. ยฟFue entonces Vietnam lo que hizo que empezara a resquebrajarse el imperio? La idea de que Vietnam marcรณ el fin del โsiglo americanoโ sigue siendo una narrativa que nuestra generaciรณn utiliza para comprender nuestro lugar en la historia. ยกContemplen lo que logramos! A dรญa de hoy forma parte de la sabidurรญa convencional, ยฟpero realmente alguien sabe algo?
El coloso sigue cabalgando sobre el mundo. Las principales tecnologรญas digitales de nuestro tiempo siguen siendo propiedad de estadounidenses; Silicon Valley conserva su lugar predominante en las fronteras de la innovaciรณn. Estados Unidos gasta en defensa 800 mil millones de dรณlares, dos veces y media mรกs que sus aliados europeos y China. Los aliados de Estados Unidos todavรญa no dan por sรญ mismos un paso importante sin el visto bueno de Washington. Nadie en el mundo ama a Estados Unidos como se hacรญa en los aรฑos dorados de Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Walt Disney y Elvis Presley; la hegemonรญa universal de la mรบsica americana, principalmente bajo la forma del rap y el hip hop, ya no le granjea muchos amigos a Estados Unidos. Y, sin embargo, Estados Unidos aรบn tiene el poder de atraer aliados y disuadir enemigos. Ya no es la รบnica potencia hegemรณnica del mundo, y no puede salirse con la suya como acostumbraba, pero puede que eso no sea malo. Las historias sobre el declive estadounidense nos dan la ilusiรณn de que sabemos en quรฉ direcciรณn va el tiempo y alientan en nosotros cierta conformidad. El fatalismo es relajante. La verdad es que no tenemos la menor idea. La verdad es que aรบn debemos tomar decisiones.
Perdura la hegemonรญa estadounidense, pero la crisis domรฉstica de raza, clase, gรฉnero y regiรณn que llegรณ a un punto crรญtico por primera vez cuando tenรญamos veinte aรฑos hoy sigue polarizando nuestra vida polรญtica. Cuando la dรฉcada de 1960 pasรณ a la de 1970, hubo momentos, en Estados Unidos pero tambiรฉn en Europa, en que la izquierda tuvo la esperanza de que la revoluciรณn era inminente y la derecha se atrincherรณ para defender sus evanescentes verdades. Los asesinatos de Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy, seguidos de la violencia policial en la Convenciรณn Demรณcrata de Chicago en agosto de 1968, llevaron a algunos de mi generaciรณn โKathy Boudin, Bernardine Dohrn, Bill Ayers, los nombres tal vez ya no significan muchoโ a pasar de los derechos civiles liberales y la protesta contra la guerra de Vietnam a la polรญtica revolucionaria a tiempo completo. Lo que siguiรณ fue una espiral de bombas, robos a mano armada, tiroteos que mataron a policรญas y largas condenas de cรกrcel para los responsables. Dรฉcadas despuรฉs conocรญ a Bernardine Dohrn en la Escuela de Derecho de Northwestern: aรบn era radical, todavรญa llevaba tras de sรญ el encanto escabroso de un pasado revolucionario, pero ahora era una elegante profesora de derecho. Su itinerario, de la revoluciรณn a la titularidad acadรฉmica, fue un camino que muchos emprendieron, y no solamente en Estados Unidos. En Alemania, la generaciรณn que confrontรณ a sus padres sobre su pasado nazi engendrรณ un cuadro revolucionario โla banda Baader-Meinhof y la Facciรณn del Ejรฉrcito Rojoโ cuyos miembros acabaron muertos, en la cรกrcel o en la academia. En Italia, la confrontaciรณn de mi generaciรณn con sus padres terminรณ en โlos aรฑos de plomoโ: bombas, asesinatos polรญticos, cรกrcel y, de nuevo, vidas posrevolucionarias en la academia.
Aquellos de nosotros que atravesamos esos tiempos violentos conseguimos trabajo y familia y nos asentamos en una vida burguesa, y ahora nos parecemos a los personajes del final de La educaciรณn sentimental de Flaubert, preguntรกndonos cรณmo nos afectรณ una revoluciรณn fallida. Para algunos, la dรฉcada de 1960 nos dio los valores que defendemos a dรญa de hoy, mientras que para otros fue el momento en que Estados Unidos perdiรณ el rumbo. Seguimos discutiendo, pero en ambos bandos lo hacemos, a gritos, desde profesiones seguras y trabajos a tiempo completo. Nadie, por lo menos hasta la apariciรณn de los Proud Boys, quiere ya una revuelta. Lo que nos cambiรณ, fundamentalmente, es que en la dรฉcada de 1970 nos asustamos a nosotros mismos.
De modo que nos conformamos con la estabilidad como sustituto de la revoluciรณn, si bien tendrรญamos que darnos a nosotros mismos algรบn crรฉdito por haber puesto fin a una guerra injusta y por sacar el sistema polรญtico fuera del consenso cรณmplice de la dรฉcada de 1950. A mi generaciรณn de blancos liberales tambiรฉn le gusta atribuirse el mรฉrito de los derechos civiles, pero la verdad es que la mayorรญa de nosotros vimos el drama por la televisiรณn, mientras que fueron los negros quienes pelearon y murieron. De todos modos, nos enorgullecemos de que, en nuestra รฉpoca, en 1965, Estados Unidos avanzara, a un ritmo sostenido durante mucho tiempo, hacia una democracia para todos los estadounidenses. Nuestro orgullo es vicario, y eso acaso significa que no es realmente sincero. El otro error que cometimos fue creer demasiado pronto que bastaba con una victoria formal. Creรญmos que la revoluciรณn por los derechos civiles de nuestra รฉpoca significaba el fin de la historia de la justicia racial en Estados Unidos, cuando en realidad era apenas el principio.
El ajuste de cuentas con el tema racial se convirtiรณ en el hilo conductor del resto de nuestras vidas. Crecรญ en una Toronto que era abrumadoramente blanca. Lo que nosotros llamรกbamos diversidad eran los barrios habitados por inmigrantes portugueses, italianos, griegos o ucranianos. Los demรณgrafos dicen ahora que, si vivo el tiempo suficiente, pertenecerรฉ pronto a una minorรญa en la ciudad donde nacรญ. Por mรญ estรก bien, pero me ha hecho darme cuenta de que nunca habรญa comprendido cuรกnto dependรญa mi privilegio de mi raza. Mis amigos de la adolescencia y yo nunca pensamos en nosotros mismos como blancos, ya que lo blanco era todo lo que conocรญamos. Ahora, cincuenta aรฑos despuรฉs, somos altamente conscientes de nuestra blancura, pero seguimos viviendo en un mundo mayoritariamente blanco. Al mismo tiempo, se cuestiona la autoridad de ese mundo como nunca antes, defendida como un รบltimo reducto de seguridad por conservadores asustados y motivo de interminables disculpas por parte de liberales y progresistas.
Algunos blancos, frente a estos desafรญos a nuestra autoridad, defienden la empatรญa, sostienen que la raza no es el lรญmite de nuestra solidaridad, mientras que otras personas blancas dicen โal diablo con la empatรญaโ y votan para make America great again. Los liberales tienen razรณn cuando insisten en que la identidad racial no debe ser una cรกrcel, pero la defensa de la empatรญa es tambiรฉn una manera de no soltar nuestros privilegios y de a la vez pretender que aรบn podemos comprender vidas que la raza hizo diferentes a las nuestras. Aunque yo no considero el color de mi piel como el lรญmite de mi mundo, o como el mรกs significativo de mis rasgos, puedo entender que otras personas lo hagan.
Y tampoco es que mi blancura haya sido mi รบnico privilegio, ni siquiera la fuente de todos los otros. Un inventario de mis ventajas, algunas ganadas, la mayor parte heredadas, incluirรญan ser hombre, heterosexual, educado, con una buena casa, bien mantenido y provisto, con una esposa a quien le importo, hijos que todavรญa quieren verme, padres que me quisieron y me dejaron en una posiciรณn segura. Soy ciudadano de un paรญs prรณspero y estable, soy hablante nativo de la lengua franca del mundo y gozo de buena salud.
Solรญa pensar que todo eso me hacรญa especial. Es el efecto que tienen los privilegios. Ahora veo que gran parte de mis privilegios los comparto con los de mi clase y mi raza. No soy tan especial a fin de cuentas. Tambiรฉn veo ahora que, aunque los privilegios conferรญan ventajas, algunas de ellas injustas, tambiรฉn traรญan desventajas. Me cegaron frente a la experiencia de otras personas, frente a su vergรผenza y su sufrimiento. Los privilegios de mi generaciรณn tambiรฉn me dificultan ver hacia dรณnde puede estar dirigiรฉndose la historia. Mi experiencia omite la mayor parte del planeta fuera del Atlรกntico norte precisamente en el momento en que la historia puede estar mudando su capital al este de Asia para siempre, dejando atrรกs una cultura โen Europa, donde vivoโ de museos, recriminaciรณn y decadencia. Hay muchas cosas aquรญ que aprecio, pero no puedo evitar una sensaciรณn crepuscular, y me pregunto si la gran caravana sigue avanzando, fuera de mi vista, allรก en la distancia.
Todo el mundo alcanza la autoconciencia demasiado tarde. Esta nueva conciencia del privilegio, por tardรญa que sea, es tal vez el cambio mรกs importante que la historia haya operado en mi generaciรณn. Lo que para nosotros era natural, nuestro por herencia o derecho, es ahora un conjunto de circunstancias que debemos comprender, o por el cual nos debemos disculpar, o que debemos defender. Y lo defendemos. Moralizamos nuestras instituciones โuniversidades, hospitales, despachos de abogadosโ como meritocracias, cuando con demasiada frecuencia eran tan solo cotos para gente como nosotros. Cuando nos desafiaron, abrimos nuestras profesiones para hacerlas mรกs diversas e inclusivas, y eso nos hace sentir mejor sobre nuestros privilegios, porque los extendimos a otros. La โinclusiรณnโ estรก bien, mientras no sea una coartada para que otras exclusiones se perpetรบen.
Conforme la gente blanca como yo se acerca de mala gana a la jubilaciรณn, nuestros privilegios permanecen intactos. Nuestra parte de ese dinero โlos 84 billones de dรณlaresโ que vamos a traspasar a la siguiente generaciรณn nos dice que hemos preservado el privilegio que mรกs importa: transmitir poder a nuestros familiares y amigos. Es la hora del cierre y rabiar contra la muerte de la luz es una pรฉrdida de tiempo. Lo que importa ahora es hacer una salida airosa combinada con una planificaciรณn patrimonial prudente.
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No todos los privilegios se limitan a las categorรญas de fortuna, raza, clase o ciudadanรญa. He estado guardando el mรกs importante de mis privilegios para el final.
Estรก profundamente escondido en mi memoria mรกs temprana. Tengo tres aรฑos, llevo pantalรณn corto y una camiseta, estoy en la calle P en Georgetown, en Washington dc. La calle P era donde mis padres alquilaron una casa cuando mi padre trabajaba como joven diplomรกtico en la embajada canadiense. Es un dรญa de primavera, con magnolios en flor, brillante luz de sol y una brisa que hace aletear las hojas nuevas. Subo por una acera de ladrillo hacia una casa blanca apartada de la calle y a la sombra de los รกrboles. Atravieso la puerta abierta y entro, con mi madre junto a mรญ. Estamos de pie justo en el lado interior de la puerta, mirando un espacio grande, o asรญ lo parece en la visiรณn de un niรฑo, con techos altos, paredes blancas y otra puerta abierta en el otro lado hacia un jardรญn umbroso.
El cuarto amplio e iluminado estรก vacรญo. No sรฉ por quรฉ estamos aquรญ, pero ahora pienso que era porque mi madre estaba embarazada de mi hermano pequeรฑo y estaba sopesando alquilar esa casa para una familia a punto de aumentar de tres a cuatro miembros. Por un instante estamos de pie en silencio y observamos. De pronto la puerta de entrada da un golpe violento detrรกs de nosotros. Ante nuestra mirada atรณnita, el plafรณn entero cae al suelo, en una nube de polvo y yeso. Miro hacia arriba, las tablas de madera que sostenรญan el yeso del techo estรกn todas expuestas, como las costillas del esqueleto de algรบn animal en descomposiciรณn. El polvo se asienta. Permanecemos de pie asombrados, sacando cascajo de nuestro pelo.
No sรฉ quรฉ ocurriรณ despuรฉs, salvo que no alquilamos la casa.
Es un buen lugar para terminar, en una calle de Washington en 1950, en el punto รกlgido de la guerra de Corea, en medio de las persecuciones del senador McCarthy, ese populismo abusivo que nunca se ausenta durante mucho tiempo de la democracia y que indignaba a los amigos estadounidenses de mi padre y de mi madre, que temรญan tambiรฉn las audiencias del Senado, la pรฉrdida de pases de seguridad y el despido. No sabรญa nada de ese contexto, por supuesto. Este recuerdo, si acaso lo es de verdad โpodrรญa ser una historia que me contaron despuรฉsโ, es el del primer encuentro de un niรฑo con el desastre. Comienzo a salvo, subiendo por un sendero de ladrillo, bajo la tamizada luz del sol. Abro una puerta y el techo se desploma. Ocurre un desastre, pero sigo a salvo.
Justo en el centro de ese recuerdo hay una certeza: estoy de la mano de mi madre. En este preciso instante puedo sentir su tibieza. Nada puede lastimarme. Estoy seguro. Soy inmune. Me he aferrado a ese privilegio desde entonces. Me hace un espectador de las penas de los demรกs. De todos mis privilegios, en un siglo en el que la historia ha infligido tanto miedo, terror y pรฉrdida en tantos semejantes, esta sensaciรณn de inmunidad, conferida por el amor de mis padres, su mano en la mรญa, es el privilegio que, con el fin de comprender lo que les ocurre a los demรกs, mรกs me ha costado superar. Pero lo superรฉ. Estaba ya bien entrado en la madurez cuando la vida me despertรณ de golpe. Treinta y siete aรฑos despuรฉs de esa escena en Washington, llevรฉ a mi hijo reciรฉn nacido a conocer a mi madre, en un lugar en el campo que ella habรญa amado, y se girรณ hacia mรญ y susurrรณ: โยฟquiรฉn es este niรฑo?โ, sin reconocernos ni a mรญ ni a su primer nieto, ni dรณnde se encontraba. En ese momento entendรญ, como corresponde, que todos los privilegios que disfrutรฉ, incluido el amor inquebrantable de una madre, no pueden protegernos a ninguno de lo que la vida โla cruel y hermosa vidaโ nos tiene reservado, cuando la luz comienza a palidecer en el camino que tenemos por delante. ~
Traducciรณn del inglรฉs de Andrea Martรญnez Baracs.
Publicado originalmente en Liberties.
es rector emรฉrito de la Central European University en Viena. Su libro mรกs reciente es On Consolation: Finding Solace in Hard Times.