Denunciar el “liberalismo de la Guerra Fría” se ha convertido recientemente en una seña de identidad de la izquierda académica. Ejemplos de este género proliferante son un ensayo de 2021 en la revista Dissent, “Legacies of Cold War liberalism” [Legados del liberalismo de la Guerra Fría], de Michael Brenes de Yale y Daniel Steinmetz-Jenkins de la Universidad Wesleyana, y un libro reciente, Liberalism against itself. Cold War intellectuals and the making of our times [El liberalismo contra sí mismo. Los intelectuales de la Guerra Fría y la creación de nuestra era], de Samuel Moyn. Moyn, que es historiador en Yale como Brenes y da clases en la Facultad de Derecho, expone su dura tesis al principio de su libro: “El liberalismo de la Guerra Fría fue una traición al propio liberalismo.”
Es legítimo criticar a quienes hoy reivindican ser los herederos de los liberales de mediados del siglo. Estos supuestos sucesores se posicionan como defensores de la democracia liberal contra el totalitarismo en varias formas nuevas, algunas internas, como el wokismo o el populismo al estilo Trump, y otras extranjeras, como el revanchismo ruso y chino. Pero los pecados de los hijos –hijos literales, en el caso de Bill, el hijo de Irving Kristol– no deberían recaer sobre los padres.
El propio término “liberal de la Guerra Fría” merece las comillas que le he puesto, porque fue acuñado como un insulto por sus detractores. Conocí personalmente a varios de esos “liberales de la Guerra Fría”, como Arthur Schlesinger Jr., Daniel Patrick Moynihan y Samuel Huntington, y nunca oí a ninguno de ellos describirse a sí mismo de esa manera. Varios se describían a sí mismos como “paleoliberales”. La mayoría se consideraba simplemente liberal o, si hacía falta un calificativo, liberal anticomunista.
Entre las décadas de 1940 y 1980, los liberales anticomunistas intentaron definir una tercera vía –el “centro vital” de Schlesinger– entre el totalitarismo de izquierdas y el capitalismo reaccionario y el racismo. Promovieron la reforma social de centro-izquierda en Estados Unidos y, cuando las condiciones lo permitieron, en todo el mundo. Sin embargo, según Brenes y Steinmetz-Jenkins, los liberales anticomunistas eran cínicos militaristas que solo fingían apoyar el Estado del bienestar y la eliminación de la segregación racial porque estas políticas ayudaban indirectamente a la estrategia militar estadounidense en la Guerra Fría. No era verdadero idealismo, sino que “el realismo político llevó a los liberales a apoyar los esfuerzos para acabar con el racismo mediante el reconocimiento de los derechos civiles de los negros estadounidenses, a presionar para fortalecer los sindicatos y a abogar por el pleno empleo a través de los mecanismos del Estado de seguridad nacional”.
En un artículo de opinión en The New York Times basado en su libro, Moyn culpa a los liberales anticomunistas de haber abandonado las grandes y mejores ambiciones de la tradición liberal en favor de una visión limitada y sombría definida por el halconismo en política exterior y la aversión a la emancipación radical:
Antes de la Guerra Fría, el presidente Franklin D. Roosevelt defendió la renovación del liberalismo en respuesta a la Gran Depresión, subrayando que la agitación económica estaba en la raíz del atractivo que tenía la tiranía. Su administración puso fin a más de un siglo en el que el liberalismo había prometido liberar a la humanidad tras milenios de jerarquía: desmantelando las estructuras feudales, creando mayores oportunidades de movilidad económica y social (al menos para los hombres) y derribando las barreras basadas en la religión y la tradición, aunque todos estos logros se vieran empañados por las disparidades raciales. En su versión más visionaria, el liberalismo implicaba que el deber del gobierno era ayudar a la gente a superar la opresión en aras de un futuro mejor.
La expulsión de este edén liberal visionario, se supone, tuvo lugar bajo los sucesores demócratas de Roosevelt, empezando por Harry Truman: “Pocos años después, el liberalismo de la Guerra Fría surgió como un rechazo del optimismo que floreció antes de las crisis de mediados del siglo XX.”
Hay varios problemas con esta cronología. Para empezar, fue el propio y santo FDR quien se deshizo del ingenuamente prosoviético Henry Wallace de la vicepresidencia en 1944 en favor de Truman y se negó a compartir secretos atómicos con su aliado de guerra Stalin, que utilizó el espionaje para obtenerlos. Al llegar a la presidencia, Truman propuso la sanidad universal –algo que FDR nunca se atrevió a hacer– y su protegido Lyndon B. Johnson impulsó Medicare y Medicaid en el Congreso.
Además, los “liberales de la Guerra Fría” que supuestamente traicionaron el idealismo de FDR eran mucho más progresistas en sus políticas de derechos civiles de lo que había sido FDR. Truman suprimió la segregación en las fuerzas armadas y fracturó a los demócratas al respaldar los esfuerzos de liberales anticomunistas como Hubert Humphrey para incluir un punto sobre derechos civiles en la plataforma del partido de 1948. Johnson presidió el desmantelamiento completo de las leyes de Jim Crow en lo que equivalió a una Segunda Reconstrucción.
Evidentemente, los liberales anticomunistas posteriores a 1945 no rechazaban la creencia de que “el deber del gobierno era ayudar a la gente a superar la opresión en aras de un futuro mejor”. Sí, en ocasiones argumentaron que la desegregación ayudaría a Washington a ganarse a las naciones poscoloniales en la competición de la Guerra Fría con los soviéticos. Pero esos argumentos pretendían influir en los conservadores y moderados para que apoyaran políticas antirracistas que los propios liberales anticomunistas apoyaban por principio.
Brenes y Steinmetz-Jenkins escriben: “Los liberales de la Guerra Fría depositaron su fe en el ejército y dependieron del gasto relacionado con él para obtener beneficios sociales –empleo, crecimiento económico, fines cívicos– en ausencia de un Estado del bienestar más amplio.” Esto es lo contrario de la verdad. En el caso del pleno empleo, un elemento central de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson fue el Job Corps, un programa de empleo público para jóvenes pobres creado en 1965 y basado en el Civilian Conservation Corps (ccc) del New Deal, una versión del cual sigue siendo administrada por el Departamento de Trabajo. Por su parte, la Works Progress Administration inspiró la Comprehensive Employment and Training Act aprobada por el Congreso demócrata en 1973 para ayudar a los estadounidenses con bajos ingresos a trabajar en el servicio público; una versión modificada fue abolida bajo el mandato de Bill Clinton.
En 1982, el senador demócrata de Nueva York Daniel Patrick Moynihan –un duro crítico de la Unión Soviética y de los regímenes prosoviéticos durante su etapa como embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas bajo el mandato de Richard Nixon– copatrocinó una legislación fallida para crear una nueva versión del CCC administrada por el Departamento del Interior. El programa AmeriCorps fue creado por los demócratas en 1993. Todos estos programas federales de empleo civil estaban influidos por el New Deal, y ninguno de ellos tenía nada que ver con el ejército estadounidense o el aparato de seguridad.
Tampoco ninguno de los programas de seguridad social promulgados por los sucesores de Roosevelt tenía nada que ver con el ejército, a diferencia de la Ley GI, promulgada bajo el mandato de –¿adivinen quién?– Franklin Roosevelt.
Entonces, ¿cómo llegaron Brenes y Steinmetz-Jenkins a la idea de que los liberales anticomunistas después de 1945 utilizaron el ejército “para proporcionar beneficios sociales –empleo, crecimiento económico, fines cívicos– en ausencia de un Estado del bienestar más amplio”? Me temo que han cometido este craso error reciclando acríticamente uno de los tópicos de la literatura izquierdista contra la Guerra Fría.
El informe satírico de 1967 Report from Iron Mountain [Informe desde la Montaña de Hierro], de Leonard C. Lewin, pretendía ser un documento secreto del gobierno en el que se argumentaba que era necesaria una Guerra Fría perpetua para mantener la economía en marcha (el economista liberal John Kenneth Galbraith participó de la broma y publicó una crítica seria de la parodia en The Washington Post bajo seudónimo). Mucha gente en la izquierda y en la derecha conspiracionista pensó que se trataba de un informe auténtico, y la afirmación de que la economía estadounidense dependía de altos niveles de gasto en defensa fue promovida por algunos opositores de izquierdas a la Guerra Fría, como el profesor de ingeniería de la Universidad de Columbia Seymour Melman, entre otros. Entonces terminó la Guerra Fría, se redujo drásticamente el gasto en defensa y la economía no se hundió.
¿Qué hay del supuesto militarismo de los liberales anticomunistas que sucedieron a Roosevelt? Incluso mientras quedaban fuerzas residuales de ocupación estadounidenses en Alemania, Japón y otros lugares, de 1945 a 1950, la administración Truman llevó a cabo una rápida desmovilización de posguerra y recortes en el gasto militar, algo difícil de explicar si Truman y sus aliados liberales pretendían militarizar la sociedad. Entre el 1 de septiembre de 1945 y el 30 de junio de 1947, el ejército estadounidense se redujo a 648 mil soldados, frente a los 8 millones que tenía. Los planes de la administración Truman de combinar un pequeño ejército en tiempos de paz con un servicio militar universal fracasaron. En su lugar, el Congreso promulgó el aún más limitado Sistema de Servicio Selectivo. Solo después de la invasión de Corea del Sur por Corea del Norte –aprobada de antemano por Stalin, armada y suministrada por el Kremlin, y en la que participaron pilotos soviéticos y más tarde tropas chinas– Estados Unidos y sus aliados se rearmaron a gran escala.
Volviendo a la historia reciente, Brenes y Steinmetz-Jenkins culpan al legado del “liberalismo de la Guerra Fría” de la invasión a Irak emprendida por George W. Bush y de otras guerras eternas. Yo participé en los debates en su momento como opositor a esa desventura, y no recuerdo que ningún partidario destacado de la guerra de Irak invocara la Guerra Fría como precedente, por la razón obvia de que los halcones de Irak se oponían a una estrategia estadounidense al estilo de la Guerra Fría de contención paciente combinada con inspecciones de control de armas y diplomacia. En su lugar, invocaron símbolos de la Segunda Guerra Mundial como Múnich, compararon sistemáticamente a Sadam y Bin Laden con Hitler y hablaron de “islamofascismo”, no de “islamocomunismo”.
En cualquier caso, los neoconservadores de la segunda ola de los años noventa y dos mil –figuras como Bill Kristol y Robert Kagan– eran halcones conservadores estándar, no “paleoliberales” como la mayoría de los neoconservadores de la primera ola de los años setenta. El precio de su admisión en los círculos más íntimos del Partido Republicano de la era Bush fue la renuncia a antiguos compromisos liberales anticomunistas con los sindicatos, la seguridad social universal y el derecho internacional.
La antigua generación de liberales anticomunistas discrepaba entre sí sobre el rumbo que debía tomar la política exterior estadounidense tras el final de la Guerra Fría. Moynihan argumentó que era hora de recuperar el derecho internacional, se opuso a la guerra de Reagan con el bloque soviético en Nicaragua, pidió la abolición de la CIA y votó en contra de la Guerra del Golfo en 1991. En 1990, Jeane Kirkpatrick publicó un ensayo en The National Interest titulado “A normal country in a normal time” [Un país normal en una época normal], en el que pedía a Estados Unidos “que renunciara a los dudosos beneficios del estatus de superpotencia y volviera a ser una república americana abierta de éxito inusitado”. Trazar una línea directa desde los liberales de centro de los años cuarenta hasta los neoconservadores “paleoliberales” de finales de la Guerra Fría y hasta la administración Bush-Cheney es torturar el registro histórico hasta que dé la respuesta preferida.
Desde la década de 1970, ha sido un dogma de fe en la izquierda boomer que Estados Unidos se habría convertido en una versión de la Suecia socialdemócrata en un mundo pacífico posterior a la Guerra Fría si tan solo Lyndon Johnson no hubiera escalado trágicamente la Guerra de Vietnam. Esta cuestionable creencia influye en la crítica actual a los liberales anticomunistas. En palabras de Moyn, “los liberales de la década de 1960 sí avanzaron sobre las perspectivas de principios de la Guerra Fría, pero la revolución de los derechos civiles y la ‘gran sociedad’ se juntaron con la Guerra de Vietnam, que destruyó las condiciones para abrir una nueva era de liberalismo que podría haber trascendido los límites de la Guerra Fría”.
Tan empeñado está Moyn en enjuiciar a sus sujetos que compara desfavorablemente el “liberalismo de la Guerra Fría” con los imperios “liberales” de la Europa del siglo XIX:
Mientras que los imperialistas liberales del siglo XIX al menos habían prometido extender la libertad y la igualdad por todo el planeta, el liberalismo de principios de la Guerra Fría renunció a cualquier designio global para preservar Occidente como refugio de la libertad en un mundo de tiranía […] Los liberales aún no han descubierto cómo extender la libertad sin imperio. Los desamparados liberales de la Guerra Fría les aconsejaron que no lo intentaran.
Pero la alternativa a los imperios europeos “liberales” ofrecida por “los desamparados liberales de la Guerra Fría” y sus colegas internacionalistas liberales era y sigue siendo la participación de los Estados-nación poscoloniales en la Asamblea General de la ONU y en diversos organismos transnacionales, junto con alianzas de seguridad y pactos comerciales bilaterales o multilaterales. En lugar de servir como colonias de recursos controladas a punta de pistola por una metrópoli europea, los países poscoloniales participarían en una nueva economía mundial integrada. Moyn caricaturiza la teoría de la modernización económica de Walt Rostow como un intento “autoritario y violento” de “futurismo reclamado”, y desprecia igualmente la escuela rival del neoliberalismo de libre mercado. Sería útil que Moyn nos dijera qué tipo de modelo de desarrollo económico debería haber promovido Occidente en países poscoloniales a menudo desgarrados por conflictos étnicos y gobernados por autócratas.
Ya que abre el libro con la declaración de que los liberales de la Guerra Fría rechazaron trágicamente la idea del liberalismo como “agente de un plan para producir una humanidad mejor y más plena”, cabría esperar que Moyn ofreciera algunos detalles de la alternativa. En lugar de ello, se limita a decirnos que un liberalismo nuevo y superior “tendría que reincorporar algunos de los impulsos decimonónicos purgados y dejados atrás en los años de la Guerra Fría, en particular su compromiso con la emancipación de nuestros poderes, la creación de algo nuevo como la vida más elevada y la adquisición de ambos en una historia que conecte nuestro pasado y nuestro futuro”.
Son ideas que suenan bien, pero ¿qué políticas se derivan de ellas? ¿Cómo habría afrontado un liberal hegeliano en la Casa Blanca a finales de la década de 1940 la oposición del Congreso a la sanidad universal? Si un utópico de la Ilustración hubiera ocupado el Despacho Oval en 1950, ¿cómo habría respondido a la consolidación del control soviético sobre Europa del Este y a la invasión norcoreana de Corea del Sur orquestada por los soviéticos en 1950? Teniendo en cuenta el poder de veto de los segregacionistas sureños en el Senado durante una generación después de 1945 y la violenta resistencia a la integración en el sur, ¿qué habría hecho diferente un presidente liberal devoto de la tradición de Constant, Mill y Tocqueville de ese supuesto traidor del verdadero liberalismo, Lyndon Johnson, en pos de los derechos civiles?
Como un marxista que dice que las cuestiones prácticas sobre la organización social deben posponerse hasta después de la revolución, Moyn concluye su libro diciéndonos que es imposible saber cómo sería un liberalismo nuevo y mejor, porque aún no se ha inventado. “La tarea de los liberales de nuestro tiempo es imaginar una forma de liberalismo que sea totalmente original. Si no lo hacen, no parece probable que vean sobrevivir su credo, y, de todos modos, sobrevivir no es suficiente.”
Si Moyn y Brenes y Steinmetz-Jenkins son los mejores testigos que la fiscalía puede ofrecer en este Sínodo del Cadáver, los cargos contra los acusados exhumados deberían ser desestimados. En realidad, los liberales anticomunistas durante la Guerra Fría nunca creyeron que, en palabras de Moyn, “exigir algo más al liberalismo” que la defensa de la libertad individual “es probable que conduzca a la tiranía”. Lejos de abandonar la reforma social colectiva, los liberales anticomunistas de los años cuarenta a los sesenta apoyaron la sanidad universal y los sindicatos, así como la ilegalización de la segregación racial en casa. Más allá de las fronteras de Estados Unidos, el programa Point Four de Truman y la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy y la escuela desarrollista trataron activamente de ayudar a las naciones poscoloniales a industrializarse y a crear economías mixtas inspiradas en el New Deal estadounidense y la Europa socialdemócrata, para que pudieran escapar de las trampas tanto del totalitarismo comunista como del capitalismo no reconstruido y la oligarquía rural.
Durante la Guerra Fría, los liberales de centro cometieron errores y a menudo fracasaron o sufrieron derrotas. Sin embargo, al rechazar tanto la reacción de derechas como la revolución totalitaria en favor de la reforma en el interior y en el exterior, no eran unos derrotistas pesimistas y misántropos. Oscar Wilde comentó que “la biografía confiere a la muerte un nuevo terror”. A juzgar por el trabajo de los críticos contemporáneos del “liberalismo de la Guerra Fría”, la caracterización errónea y póstuma por parte de los historiadores intelectuales académicos de izquierdas ha añadido otro terror más a la muerte. ~
Traducción de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en Compact.
es columnista en Compact y Tablet. Es autor de
Hell to pay. How the suppression of wages is destroying America
(Portfolio, 2023)