Definía con precisión el filósofo Carlos Pereyra, hombre de izquierda, que la democracia necesariamente es política, plural, formal y representativa. Mas la reforma electoral anunciada por la presidencia de México busca cerrar los espacios para la representación formal de la pluralidad política de la sociedad.
El día de su toma de posesión, la presidenta Sheinbaum expresó que impulsaría una reforma electoral, cuyos principales temas había delineado su antecesor: 1) acabar con la representación proporcional en el Congreso de la Unión; 2) elegir por voto universal a consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE) y magistrados del Tribunal –esto último ya se concretó con la reforma al poder judicial–, 3) reducir los costos del INE recortando su estructura permanente y 4) disminuir el financiamiento público a los partidos políticos. Cada uno de esos puntos representa un viraje en franco contrasentido de las reformas políticas que hicieron posible la democratización del país.
Se trata de una iniciativa de reforma política que no surge con el propósito de ampliar los derechos políticos de la ciudadanía y de las minorías, como ocurrió sistemáticamente con las reformas electorales aprobadas entre 1977 y 2014. Este cambio mayor al sistema político se pretende aprobar, además, sin el mínimo consenso con las oposiciones. Una reforma unilateral impuesta desde el gobierno, merced a una mayoría calificada que no surgió del voto popular al Congreso en 2024, sino de la sobrerrepresentación que otorgaron contra la letra y el espíritu de la Constitución el INE y el Tribunal Electoral. Al no haber sido procesada democráticamente, la reforma puede tener el efecto contrario a las previas: ser en sí misma una fuente de conflicto en vez de solución de problemas, comprometer la legitimidad de los comicios e incluso la de quienes emerjan como ganadores de ellos, y terminar por bloquear el único cauce que las sociedades humanas han encontrado para procesar de forma civilizada y pacífica la ardua lucha por el poder político, es decir, las elecciones auténticas.
Veamos los cuatro apartados de la reforma que prepara el gobierno, así como sus implicaciones.
Desaparecer la representación proporcional
La historia de las democracias bien puede leerse como la de parlamentos realmente representativos de las sociedades. Ese fue el caso de México: la democratización comenzó cuando el Congreso se abrió al pluralismo real (1977) y se concretó cuando el ejecutivo dejó de controlar al parlamento (1997), lo que hizo realidad la división de poderes.
Pero ahora se pretende desandar ese camino al bloquear la representación política de las minorías. En el documento 100 pasos para la transformación que presentó el 1 de octubre de 2024, la presidenta Sheinbaum propuso: “La eliminación de 200 diputados federales plurinominales y 64 senadores. De esta forma el Congreso federal se conformaría por 300 diputados y 64 senadores.” Si ello ocurre implicará un retroceso de más de seis décadas, pues se restauraría el modelo de conformación parlamentario estrictamente uninominal que imperaba a inicio de los años sesenta del siglo pasado, época del férreo autoritarismo del PRI.
Conviene recordar, de forma telegráfica, cómo un eje fundamental del proceso democratizador de México consistió en la incorporación y ampliación del pluralismo político en el Congreso.
En 1977, en su célebre discurso del 1 de abril en Chilpancingo, Jesús Reyes Heroles expresó el propósito de “que el Estado ensanche las posibilidades de la representación política, de tal manera que se pueda captar en los órganos de representación nacional el complicado mosaico ideológico nacional de una corriente mayoritaria, y pequeñas corrientes que, difiriendo en mucho de la mayoritaria, forman parte de la nación”. Así, desde 1979 la Cámara de Diputados se conformó por trescientos legisladores electos por la vía de mayoría relativa y cien de representación proporcional. Más adelante, en 1986, se amplió el número de plurinominales a doscientos. Para 1996, en una reforma constitucional que contó con el respaldo de todos los partidos políticos, se especificó que ninguna fuerza política podría tener más de trescientas diputaciones por ambos principios ni una sobrerrepresentación de más de ocho puntos en el porcentaje de legisladores y el de su votación popular.
Por cierto, la izquierda democrática defendía, en las audiencias preparatorias de aquellas reformas electorales, que en la Cámara de Diputados cada partido contara con una presencia equivalente al porcentaje de voto ciudadano recibido: un criterio de representación proporcional exacta.
Para el Senado, la reforma de 1996 determinó que se habrían de elegir 128 senadores: tres por cada una de las 32 entidades federativas (es decir, 96), dos correspondientes a la fuerza más votada y uno al segundo lugar, así como 32 senadores electos en una lista nacional con representación proporcional.
Con esas reglas de conformación del Congreso se llegó a la elección intermedia de 1997, cuando el partido en el gobierno, el Revolucionario Institucional, perdió por primera vez la mayoría de la Cámara de Diputados: la “corriente mayoritaria” a la que se refería Reyes Heroles terminó por ser otra de las corrientes políticas minoritarias que conforman a la sociedad. Eso se reflejó también, a partir de la elección del año 2000, en el Senado: ninguna fuerza política contó con la mayoría.
Entre 1997 y 2018 México vivió una etapa de gobiernos divididos: el presidente no tenía el control del Congreso. La división de poderes era una realidad. Todas las leyes eran fruto del acuerdo político y, en especial, las múltiples modificaciones a la Constitución fueron resultado de amplios consensos: en materia de derechos humanos, de transparencia, de telecomunicaciones y derechos de las audiencias y un largo etcétera.
Entre 2018 y 2024 el presidente López Obrador tuvo mayoría simple, pero no calificada, en ambas cámaras del Congreso. Pudo aprobar leyes sin contar con la oposición, no así reformas constitucionales. Las modificaciones a la Carta Magna del sexenio pasado –Guardia Nacional, revocación de mandato, supresión del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, entre otras– recibieron invariablemente el apoyo del PAN, PRI, PRD o Movimiento Ciudadano, pero cuando la oposición decidió actuar como tal logró impedir cambios a la Constitución: es el caso de las reformas energética y la electoral en 2022, por ejemplo.
En la elección de 2024 la coalición de Morena recibió el 54% del voto popular a la Cámara de Diputados. El INE y el Tribunal Electoral concedieron, actuando contra la letra y el espíritu del artículo 54 de la Constitución, el 73% de las diputaciones a los partidos del gobierno. Esa mayoría calificada, construida de manera artificial, anuló al legislativo como contrapeso al ejecutivo y posibilitó la reforma que terminó con la independencia del poder judicial: se trata de la mayor alteración al modelo de la Constitución de 1917. Esa mayoría calificada anticonstitucional, que no surgió del voto popular, puede permitir la regresiva reforma electoral.
El siguiente giro a la tuerca autoritaria se concretaría con la desaparición o reducción tajante de los plurinominales y de los senadores de minoría y de lista nacional. Expongo algunos datos para ilustrar el daño que ello podría generar al pluralismo tomando en cuenta el panorama electoral más reciente: en la elección de 2024, Morena y sus aliados ganaron 256 de los 300 distritos electorales, el 85.3%. Sin plurinominales se habrían hecho con una sobrerrepresentación de más de 30 puntos porcentuales y esa sería la medida, también, de la subrepresentación entre votos y curules para los partidos de oposición. Por ejemplo, Movimiento Ciudadano, que recibió en 2024 el 11% de la votación nacional pero que ganó un solo distrito, se quedaría con un solo diputado de 300.
En el Senado las cosas serían similares. Si con las reglas actuales la coalición de Morena, que recibió el 57% de los votos, logró obtener 83 de 128 senadores (65%), con la reforma propuesta tendría 60 de 64 senadores (94%), pues fue la más votada en 30 entidades. Es una triste paradoja el intento de regresar al control del Senado que imperó hasta 1988: ese año el PRI recibió el 49% de los votos a la Cámara alta, pero como fue la primera fuerza en 30 entidades –con la excepción del Distrito Federal y Michoacán–, obtuvo 60 de 64 legisladores.
El gobierno busca asfixiar la presencia parlamentaria de las minorías políticas. Es una pretensión que no puede sino calificarse de autoritaria. Si la democratización empezó con la apertura política, la culminación de la obra autoritaria de los gobiernos de Morena se consumaría con la reforma que impusiera un cerrojo a la representación parlamentaria del pluralismo político.
Pero hay alternativas. Por ejemplo, el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD) sostiene que debe eliminarse de la Constitución el 8% de sobrerrepresentación aún permitida, y asignar los plurinominales con el fin de lograr el mayor equilibrio entre porcentaje de votos y de curules por partido, con cero sub o sobrerrepresentación. Asimismo, que en el Senado se elijan cuatro legisladores por entidad, bajo el criterio de proporcionalidad directa, de tal manera que el pluralismo local quedase expresado de forma diáfana en la Cámara alta y esta recupere su esencia de representación del pacto federal al tener cada entidad idéntico peso.
La “elección” popular de las autoridades electorales
La evolución política de México hizo necesaria al fin del siglo XX la creación de autoridades electorales especializadas e independientes del gobierno. A partir de 1996 el ejecutivo fue retirado de la función electoral, que recayó en un organizador autónomo y en un tribunal adscrito al poder judicial. Ese modelo permitió que, sobre la base del sufragio efectivo, los fenómenos propios de las democracias se hicieran presentes y se normalizaran en México: alternancias, gobiernos divididos, equilibrio y división de poderes.
Las autoridades electorales autónomas siempre enfrentaron desafíos, pues no hay disputa por el poder que sea insulsa o tersa. Amén de organizar comicios con alta calidad y transparencia, que fueron reconocidos una y otra vez por la comunidad internacional que acudía en misiones de observación electoral, fueron capaces de imponer sanciones a conductas ilícitas de los actores políticos, incluso a los que estaban en el gobierno (son emblemáticos, aunque no los únicos, los casos de Pemexgate y Amigos de Fox por financiamiento ilegal, por ejemplo).
Durante el gobierno de López Obrador el Instituto Nacional Electoral (INE) sufrió un ataque sistemático a su independencia, que pasó por recurrentes descalificaciones a sus consejeros desde la presidencia y se concretó en severos recortes presupuestales. Pero el INE defendió y ejerció su autonomía, impuso decenas de medidas cautelares al titular del ejecutivo por interferir contra la Constitución en los procesos electorales y se negó a entregar los datos biométricos de noventa millones de ciudadanos registrados en el padrón electoral a la Secretaría de Gobernación. Esa autonomía resultó una afrenta para el autoritarismo.
Ahora la idea de elegir por votación popular a las autoridades electorales es, de entrada, un sinsentido conceptual: para llegar a árbitro hay que realizar campañas, buscar votos, en suma, convertirse en candidato. Más allá de eso, la reciente votación del poder judicial, carente de las garantías de una elección auténtica y plagada de arbitrariedades, confirmó que la pretensión última no es otra que la captura permanente, por el actual poder político, de las autoridades electorales. Con un INE y un Tribunal al servicio del gobierno, como se ha visto en los últimos meses, lo que se pone en riesgo además de la fortaleza y credibilidad de esas instituciones son los derechos político-electorales de la ciudadanía. Eso es lo que México puede perder definitivamente de concretarse la reforma electoral del gobierno.
Como la pluralidad de la sociedad mexicana no podrá ser conjurada, es vital celebrar elecciones legítimas. Es indispensable recuperar la confianza en las autoridades electorales y que esa delicada tarea recaiga necesariamente en figuras de prestigio que cuenten con el respaldo del conjunto de los actores y partidos políticos. El Instituto de Estudios para la Transición Democrática propone que los consejeros del INE y magistrados del Tribunal sean designados por la votación calificada de tres cuartas partes (75%) del Senado de la República.
Afectar la estructura permanente del INE
Entre las incontables anomalías de la vida pública mexicana existe una notable excepción: en cada jornada electoral hay una casilla instalada cerca del domicilio de cada persona con derecho al sufragio donde sus vecinos, seleccionados al azar y capacitados por el INE, son la autoridad encargada de recibir e identificar a los votantes, entregarles las boletas, contar los votos, llenar las actas y trasladar los paquetes electorales. Se trata de una rutina virtuosa, que es posible gracias al trabajo profesional de una estructura permanente, especializada y profesional de funcionarios expertos en organizar elecciones. En un territorio cruzado por la delincuencia y la violencia, el INE no deja de instalar casillas: si lo hace es porque trabaja de forma permanente sobre el terreno, no cada que hay votaciones ni de forma improvisada. Por ejemplo, como el padrón electoral se actualiza día a día con altas, bajas y cambios de domicilio, la geografía electoral también se modifica: cada que hay una nueva colonia, un nuevo caserío, el INE lo detecta, lo referencia geográficamente y trabaja en él.
La estructura permanente del INE consiste en 32 juntas ejecutivas locales, una por entidad, con una vocalía ejecutiva que dirige la junta, una vocalía secretaria que se encarga de los asuntos jurídicos y administrativos, así como tres vocalías especializadas: la del Registro Federal de Electores, la de Capacitación Electoral y Educación Cívica y la de Organización. Esa integración se replica en trescientas Juntas Distritales Ejecutivas. Todas las vocalías son cubiertas a través de concursos públicos de ingreso al Servicio Profesional Electoral Nacional (SPEN) y sus integrantes son capacitados de forma permanente y sometidos a evaluaciones de desempeño. Deben su cargo y estabilidad en el empleo no a un actor político ni al sentido del resultado electoral, sino a sus capacidades profesionales: por eso son imparciales, por eso no cargan los dados a favor de partido o candidato alguno, por eso organizan comicios de alta calidad. Se trata de uno de los escasos servicios civiles de carrera del Estado mexicano. Ha dado valiosos resultados: elecciones genuinas.
El afán de afectar la independencia y profesionalismo del árbitro electoral ha llevado al gobierno a proponer drásticos recortes del Servicio Profesional del INE, como ocurrió con el llamado Plan B de López Obrador. Destruir esa capacidad humana en la que ha invertido el Estado mexicano sería una insensatez y un peligro. Imagine el lector que la organización territorial de las elecciones no recaiga en el Servicio Profesional, sino en estructuras como la de los llamados siervos de la nación. Junto con la pérdida de credibilidad de las elecciones se podría llegar al extremo de no contar, siquiera, con casillas debidamente instaladas en cada rincón del territorio para sufragar.
Reducir el financiamiento público a los partidos
En 1994 México tuvo elecciones limpias, pero inequitativas. Así lo reconoció el propio vencedor de aquella votación, Ernesto Zedillo, y en la reforma electoral de 1996 se estableció en la Constitución un modelo de financiamiento a la política que hizo preponderantes los recursos públicos, entregados expresamente por las autoridades electorales –al tiempo que se prohibía y se consideraba como delito cualquier otro apoyo de gobiernos, poderes o entes públicos para actividades partidistas o de campaña– y repartidos con criterios de equidad.
Este diseño tuvo un triple propósito: favorecer la independencia de los partidos frente a grupos de interés económico o delincuencial, transparentar el origen del dinero en la política y equilibrar las condiciones de la contienda.
Ahora Morena pretende reducir el financiamiento público, lo que, además de afectar a las oposiciones directamente, entraña un peligro mayor: crear una necesidad estructural de los partidos y los políticos de acudir a fuentes opacas de recursos económicos. En un país desbordado por la delincuencia organizada, eliminar o limitar el financiamiento público puede tener efectos ominosos. En la búsqueda por reducir la competitividad de los partidos de oposición, el gobierno puede acabar favoreciendo la influencia política de organizaciones al margen de la ley.
Como alternativa retomo, una vez más, la propuesta del Instituto de Estudios para la Transición Democrática: mantener la preeminencia del financiamiento público y repartirlo de forma más equitativa, el 50% igualitario entre todos los partidos con registro y el otro 50% en función de la votación popular recibida por cada uno.
Como se ve, la reforma electoral del gobierno busca fracturar los pilares que sostuvieron la democratización de México. Si se concreta la reforma, se habrá cumplido el guion radical del populismo autoritario: usar la democracia y sus garantías para llegar al poder y, una vez en él, aniquilarla. ~