Lynch: esto no es un sueño

Aunque se suele tildar el trabajo de David Lynch como oscuro e incomprensible, el sentimiento y la emoción son las cualidades esenciales de su obra
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Tuve un sueño…
En él, estaba nuestro mundo
y el mundo era oscuro porque no había petirrojos
Por mucho tiempo solo hubo oscuridad
y de repente, miles de petirrojos fueron liberados
y ellos representaban el amor.
y al volar trajeron una cegadora luz de amor.
Y parecía que el amor sería lo único capaz de hacer alguna diferencia.
Y así fue. Entonces, supongo que eso significa que hay problemas
hasta que vengan los petirrojos.

Sandy Williams (Laura Dern) en Blue velvet

Un sueño es prácticamente imposible de replicar con absoluta fidelidad. Desde que el pionero Georges Méliès llevó un cohete a los ojos de la luna en Le voyage dans la lune (1902), el cine ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a ser un dispositivo más poderoso que aquella misteriosa instancia psíquica originadora de nuestra actividad onírica. Lo que pocos cineastas han comprendido es que un sueño lo es no tanto por la extrañeza de sus imágenes, sino por su capacidad para hacernos dudar sobre si lo que vemos es parte de la vida “real” o un evento que solo transcurre en el mundo interior de quien duerme profundamente.

Dentro de la llamada “fábrica de sueños” de Hollywood –donde las estrellas hacen sueños y los sueños hacen estrellas, como se enuncia en Inland empire (2006)– el cineasta David Lynch (Missoula, 1946-Los Ángeles, 2025) fue quien quizá tomó esa consigna a conciencia y, al mismo tiempo, evidenció las profundas limitaciones que el cine tiene para poder emular el poder de lo onírico. No es casual que Lynch, a lo largo de su filmografía, sintiera un marcado interés por los entornos industriales y en particular por el sonido ensordecedor de una máquina que siempre está encendida, pero cuya función desconocemos cabalmente.

Esa densidad aural está presente desde las primeras escenas de Eraserhead (1977) y continuaría hasta las últimas secuencias de la obra que condensa todo lo que Lynch fue como artista: Twin Peaks (1990-2017). Como todo buen artista plástico, Lynch usa el mundo, sus elementos y sus espacios como la materia prima que moldea una dimensión paradójica: esta es inexistente en nuestro mundo, pero al mismo tiempo su existencia solo es posible bajo las condiciones que él mismo ofrece.

Si los universos conjurados por Lynch resultan tan perturbadores es porque la realidad –o, si se quiere, la lógica– permite que sean cercanos a nuestra propia experiencia. Lynch usó para sus propias películas elementos que lo impresionaron desde su infancia, como una mujer desnuda huyendo despavorida en plena calle. En Blue velvet (1986) imaginó el origen de esa fortísima imagen, es decir, le dio un sentido. Quizá por ello, un gran número de espectadores y críticos dedican horas a tratar de articular el significado de todo lo que sucede en sus películas, mientras dejan de lado la posibilidad de que estos mundos no busquen ser explicados, sino únicamente ser sentidos.

Si bien se suele tildar la totalidad del trabajo de Lynch como oscuro, extraño e incomprensible, son el sentimiento y la emoción las cualidades esenciales de su obra. Resulta más esclarecedor pensar en Lynch como un cineasta transparente que como uno críptico e inaccesible. Hay eventos dentro de sus películas que parecen inexplicables, que destruyen cierto orden o legibilidad y que trastocan todo aquello que se había establecido previamente; basta con mencionar prácticamente todo lo que sucede a partir de la segunda temporada de Twin Peaks o los bruscos giros narrativos de su film noir Lost highway (1997) o Mulholland Drive (2001). La pérdida de lógica y sentido descoloca tanto a varios espectadores que buscan incansablemente respuestas a los enigmas lanzados por el cineasta.

Así como el español Luis Buñuel, otro gran adepto a los misterios y los sueños, Lynch –aberrando las explicaciones– responde a los cuestionamientos con más preguntas y desvíos que solo hacen el laberinto más profundo. Esto acentúa que el sentido de los laberintos no es salir de ellos, sino perderse por completo: ser transitados a perpetuidad, como un niño fascinado por el inacabable enigma y no como un adulto racional angustiado por hallar la salida. Esa ingenuidad, casi infantil, es lo que articula el sentido moral de las películas de Lynch.

El cineasta reconoce un dualismo claro en el mundo: luz contra oscuridad, el bien contra el mal. No como una condición exagerada o maniqueísta, sino veraz y precisa. No es necesario acentuar nada, dado que la oscuridad y la luz son condiciones absolutas y no parciales. El mundo se convierte así en una interminable y oscura fábula en la que todo encuentra sentido únicamente en los extremos. Basta con recordar la vertiginosa premisa de Wild at heart (1990) en la que una joven pareja interpretada por un Nicolas Cage desbordado en su imitación de Elvis Presley y una bella Laura Dern huyen de la “malvada bruja” (Diane Ladd) que busca a toda costa detener su amor, una fuerza bruta tan potente y visceral como la misma maldad.

Es precisamente esa intensidad para expresar emociones la que hace que David Lynch parezca “sentimentalista”, como han acusado algunos críticos y comentadores respecto a ciertos aspectos de su obra. Pero es más justo decir que estamos ante la visión de un hombre –contrario a mucho de lo que se ha dicho y escrito sobre él– sencillo y sensible, dotado de una ingenuidad que solo los sabios llegan a poseer.

En ese sentido, quizá la obra más personal para el cineasta fue The straight story (1999) en la que Alvin Straight, un anciano enfermo y con serios problemas de movilidad interpretado por el gran Richard Farnsworth, decide emprender un largo viaje en carretera usando un pequeño tractor con la finalidad de ver, quizá por última vez, a su hermano (Harry Dean Stanton). Cada persona con la que se topa Alvin le dice más o menos lo mismo: “esto que estás haciendo es una locura”y sin embargo no hay argumento que lo haga cambiar de opinión. Así como Lynch, Alvin es un hombre con intención y rumbo inamovibles. No es el trayecto de Alvin lo que mistifica a quienes lo encuentran en su camino, sino el medio de transporte que usa para llegar. En la decisión de Alvin parecen resonar aquellas palabras que la bruja buena (Sheryl Lee) le dijera a Nicolas Cage al final de Wild at heart: “Si realmente eres salvaje de corazón, lucharás por tus sueños.”

En una entrevista Lynch comentó que su intención no era ser deliberadamente confuso o misterioso, sino que trataba de llevar, con la mayor fidelidad posible, las ideas e imágenes que tenía en la cabeza a la pantalla; algunas de esas imágenes son de naturaleza abstracta, demandan que el espectador use su intuición, de la misma forma que un detective, para crear una relación única. Lynch siempre incitó a no fiarnos de lo que veíamos más que de lo que sentíamos. Desafió la lógica del acontecimiento y llenó cada secuencia de múltiples eventos que, en conjunto, ofrecen un significado particular y único para cada observador. En esa declaración de Lynch se asoma también la admisión de una derrota: la imposibilidad de reproducir con fidelidad un sueño.

“Esto no es una pipa” dice la leyenda debajo de uno de los cuadros que componen la serie La traición de las imágenes (La trahison des images) del surrealista René Magritte donde se representa, de hecho, una pipa. Así, cuando los personajes de Lynch describen un sueño, como aquel de Laura Dern en Blue velvet, exponen que los sueños, particularmente los más bellos, solo pueden ser relatados, mas nunca filmados. Pero tal vez, si en el universo de Lynch un hombre puede recorrer todo un país en un tractor, quizá el cineasta nos muestra que, tan solo con una simple cámara, es capaz de recrear un sueño o una pesadilla. ~


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