Jardinería administrativa

Aunque resulte seductor el impulso por renovar las instituciones desde cero, existen otras formas de imaginar un gobierno eficaz. Más allá de la desconfianza y el ímpetu por desmantelar la administración pública, existen otras vías de cuidado y crecimiento que se preocupan por garantizar los derechos de las personas.
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Como escribimos recientemente Guillermo Cejudo y yo,1 la discusión actual sobre administración pública en buena parte del mundo, y particularmente en México, ha quedado atrapada en un doble espejo. De un lado, persiste una mirada nostálgica hacia un pasado idealizado en el que las instituciones funcionaban bien, aunque en muchos casos la evidencia demuestre lo contrario. Del otro, domina un discurso fatalista que entiende el presente como una regresión inevitable. Esto lleva a dos salidas igualmente estériles: contemplar con impotencia el colapso de lo construido en las últimas décadas o acomodarse sin chistar a las nuevas condiciones. Señalábamos entonces que entre la nostalgia y el fatalismo se diluye lo esencial: la urgencia de imaginar y construir un gobierno de veras eficaz.

Con el fin de escapar de ese doble espejo, es importante definir qué tipo de visión necesitamos para impulsar una nueva administración pública que sea capaz de garantizar los derechos de las personas en el presente y hacia el futuro. En lugar de insistir en enfoques que miran hacia atrás, me parece más provechoso repensar cómo entendemos el cambio institucional. Para ello, ofrezco dos metáforas contrastantes: la del ingeniero y la del jardinero. Ambas nos dicen algo sobre las formas en que imaginamos la transformación de la administración pública y ambas tienen implicaciones concretas sobre cómo actuar frente a los desafíos del Estado democrático.

La primera metáfora es la del ingeniero. En este enfoque, reformar la administración pública se parece a remodelar un edificio o diseñar un puente. Todo parte de un plano: se traza un proyecto, se calculan los materiales, se define qué debe demolerse y qué debe erigirse en su lugar. Es lo que podríamos llamar una “ingeniería administrativa”, en un guiño a la “ingeniería constitucional” de Giovanni Sartori: la idea de que, con el diseño adecuado, es posible redibujar desde arriba los mecanismos y estructuras que organizan la vida pública y predecir los resultados de un diseño dado. Bajo esta lógica, la eficacia del Estado y su aparato administrativo depende de la capacidad de construir instituciones como si fueran estructuras que reemplazan o limitan a las viejas.

Una variante de esta metáfora es lo que se ha llamado la “fontanería” de la administración. La idea es que, más allá de los grandes diseños institucionales, lo que hace que el aparato administrativo funcione o no son los conductos, válvulas y conexiones: los procedimientos, rutinas, manuales, registros, oficios, plazos y sistemas de información. Es decir, la infraestructura organizacional, con frecuencia invisible, que subyace al diseño formal. Un país puede tener leyes impecables o un rediseño institucional ambicioso, pero si los oficios no circulan, los sistemas informáticos no se comunican o los presupuestos no se liberan, el gobierno no funciona.

La metáfora ingenieril está detrás de muchos de los grandes proyectos de reforma administrativa en México de los últimos cincuenta años. Pensemos en la creación de órganos autónomos a partir de los años noventa, concebidos como rediseños institucionales capaces de garantizar imparcialidad y profesionalismo. Recordemos también los sucesivos programas de mejora de la gestión que buscaron modernizar procedimientos, reducir trabas y trámites. O los intentos de redibujar por completo sectores estratégicos, como la salud o la educación, por medio de reformas que prometían resolver los persistentes problemas de acceso, disponibilidad y calidad. Todos estos ejemplos comparten una misma lógica: la convicción de que, con un buen diseño, recursos adecuados y la voluntad política necesaria, es posible enderezar los problemas administrativos del Estado.

Esta visión tiene virtudes innegables. Permite pensar en proyectos ambiciosos, escapar de la trampa del cortoplacismo y ofrecer certidumbre al proponer modelos coherentes y racionales. Sin embargo, también arrastra un riesgo evidente: la ilusión de que las instituciones pueden levantarse o reformarse ex nihilo mientras ignoran la historia, los actores, los intereses y las inercias que las atraviesan. El ingeniero, por seguir la metáfora, puede asumir que lo viejo o inconveniente es removible; pero la realidad es que ninguna institución pública parte jamás de una hoja en blanco.

De ahí provienen, sospecho, muchas de las frustraciones que acompañan a las reformas administrativas. El diseño puede ser impecable en el papel, pero en la práctica tropieza con suelos fangosos, cimientos débiles o con resistencias humanas que no figuran en los planos. No es casual que tantas reformas concebidas bajo esta lógica terminen convertidas en grandes promesas que, con el paso del tiempo, se erosionan, se distorsionan o simplemente se desvanecen en la ineficacia.

La otra metáfora es la del jardinero. A diferencia del ingeniero o del fontanero, el jardinero no parte de planos, sino de un terreno dado, con plantas que tienen historia, con suelos fértiles o áridos y con estaciones y un clima que no controla. Su labor es quizá menos grandilocuente, pero no menos demandante: observar, cuidar, podar, quitar maleza, aprovechar lo que crece bien y entutorar lo vulnerable.

Esta mirada sugiere una forma distinta de concebir el cambio institucional. En lugar de soñar con rediseños totales, se trata de trabajar con lo que ya existe: fortalecer las oficinas que funcionan, limpiar procesos invadidos por trámites y requerimientos innecesarios, proteger logros institucionales que corren peligro. El jardinero no elimina todo lo que no encaja en un plan abstracto; más bien, acepta las condiciones que encuentra y busca hacerlas florecer. En lugar de planear desde el restirador, avanza paso a paso en el terreno. Esto a veces implica buscar soluciones creativas ante la escasez; otras, saber esperar el momento propicio para intervenir. Y siempre requiere la capacidad de adaptarse a lo imprevisto.

Vista así, la administración pública puede pensarse como un sistema orgánico complejo, no como una estructura mecánica ni como un terreno baldío listo para edificar. No se puede arrancar de raíz todo lo que incomoda sin afectar a quienes dependen de ello. Por ejemplo, si se elimina un programa mal diseñado pero que se ha convertido en la única fuente de apoyo en una comunidad marginada, el costo humano puede ser mayor que el beneficio técnico. El jardinero sabe que intervenir exige sensibilidad: hay que quitar maleza, no arrasar. También fertilizar o trasplantar. Por ello, puede apoyar islas de efectividad o iniciativas provechosas y trasladar programas de atención ciudadana que sí funcionan o tecnologías que resuelven problemas a donde puedan florecer con más fuerza, tal como ocurre con las ventanillas únicas, el expediente digital o los portales de transparencia.

No por ser más sensible el trabajo del jardinero administrativo demanda menos conocimiento. Al contrario, exige un saber profundo (“situado”, dirían los antropólogos) sobre los ciclos y ritmos de las instituciones, sobre los nutrientes que requieren y sobre las plagas que las acechan. Reconoce que no todas las plantas prosperan en todos los suelos y que a veces es más eficaz proteger lo que ya existe que sembrar desde cero. La jardinería administrativa, lejos de ser un ejercicio de improvisación, es una práctica que combina técnica y experiencia, intuición y disciplina.

Supongo que la metáfora del jardinero podrá parecer menos atractiva para quienes buscan cambios rápidos y espectaculares. Sin duda tiene límites: puede ser acusada de complacencia o de falta de ambición y a menudo es vulnerable frente a contextos políticos que exigen resultados inmediatos. Sin embargo, tiene una ventaja decisiva: dadas las condiciones actuales, es más adecuada para garantizar derechos. La administración pública no es un edificio que solo deba verse bien o tener cimientos fuertes, es un sistema vivo que debe responder a las necesidades de millones de personas, incluidas las que “habitan” en él.

Esto se vuelve aún más relevante en un entorno de populismo iliberal, donde los gobiernos suelen despreciar las soluciones incrementales, ensalzar las demoliciones espectaculares y deslegitimar la técnica y la experiencia administrativa en nombre de la voluntad popular. Frente a esa lógica de ruptura, la jardinería administrativa ofrece una alternativa prometedora: cultiva derechos en el día a día; protege espacios institucionales que sí funcionan, aunque el discurso político los desestime, y asegura continuidad en medio de la volatilidad. Por ejemplo, consideremos cómo el trabajo cotidiano de miles de docentes, cuadrillas de servicios urbanos, agentes de seguridad y personal médico sigue garantizando derechos básicos a pesar de recortes, discursos de desmantelamiento o cambios abruptos de política. Lo que parece un aspecto modesto es, en realidad, una forma de resistencia práctica y democrática: protege lo fundamental cuando lo demás se erosiona y recuerda que la legitimidad del Estado no se mide por la espectacularidad de sus reformas, sino por la continuidad con la que garantiza derechos.

Todo lo anterior no significa renunciar a la visión del ingeniero. Hay momentos en que las instituciones realmente necesitan rediseños totales: cuando los cimientos están podridos, cuando el edificio amenaza con colapsar, cuando las estructuras ya no resisten más parches. Pero incluso en esos casos, la demolición debe hacerse con criterio, cuidando a quienes viven dentro y quienes dependen de esas estructuras.

Podemos imaginar las distintas formas de concebir la reforma administrativa como capas complementarias. La ingeniería administrativa alude al plano y al diseño racional, la fontanería administrativa asegura que las tuberías invisibles de procedimientos y rutinas realmente funcionen y la jardinería administrativa introduce el cuidado del sistema vivo de instituciones y personas. Cada capa cumple una función: la primera diseña, la segunda conecta, la tercera cultiva. Las intuiciones detrás de esta última metáfora resuenan con muchas teorías y modelos de las políticas públicas y de la administración pública: desde la idea de la “ciencia de salir del paso” de Charles Lindblom hasta los enfoques más recientes sobre complejidad y sistemas adaptativos. Todas estas coinciden al subrayar la importancia de aprender haciendo, de corregir en el camino y de privilegiar la adaptabilidad y resiliencia frente a entornos cambiantes e inciertos.

Por poner un ejemplo, reformar el sistema de salud desde la perspectiva ingenieril puede implicar centralizar o descentralizar la red hospitalaria, cambiar esquemas de financiamiento o rediseñar la gobernanza de las instituciones. Sin embargo, los derechos de los pacientes dependen también de algo más simple, cotidiano y contingente: que las clínicas tengan personal médico suficiente y con material para hacer su trabajo, que los trámites sean razonables, que las medicinas estén disponibles cuando se necesitan, que los procesos administrativos no se conviertan en barreras insalvables. Además, el buen funcionamiento del sistema exige capacidad para responder a problemas emergentes como una epidemia o una falla en el abasto y hacer lo mejor posible con los instrumentos y recursos disponibles en cada momento. Algo similar puede decirse de la educación, de la seguridad pública o de la justicia penal. Los grandes rediseños institucionales son importantes, pero los derechos se garantizan también con prácticas administrativas que requieren paciencia, adaptación y cuidado.

En otras palabras, necesitamos tanto ingenieros como jardineros, pero el énfasis importa. En un contexto como el actual, marcado por la desconfianza hacia las instituciones, el desmantelamiento y la presión por respuestas inmediatas, la tentación del ingeniero suele ser fuerte. Pero el riesgo de esa vía es que, mientras se levantan planos y se derriban muros, los derechos de la gente quedan en suspenso. La jardinería administrativa ofrece una vía quizá menos espectacular, pero más realista y eficaz: atender lo cotidiano, cultivar lo que funciona, mejorar lo que existe.

Pensar la administración de esta manera también invita a una reflexión más profunda sobre nuestra relación con el Estado. Un jardín favorece la comunidad: no basta con un jardinero aislado; hacen falta vecinos que cuiden, usuarios que respeten, ciudadanos que exijan, pero también contribuyan. Del mismo modo, la administración pública no puede desarrollarse sin la participación y vigilancia ciudadana, sin la corresponsabilidad de quienes usan y demandan servicios públicos. Un jardín es siempre imperfecto, siempre un proyecto tentativo. Y en su diversidad, capacidad de cambio, vida propia radica, justamente, su riqueza.

En tiempos en que abundan los discursos y las preocupaciones, algunas muy legítimas, sobre el retroceso y la descomposición democráticas, la tentación es caer en la melancolía o en el catastrofismo. Pero quizá lo que necesitamos es un cambio de metáfora. Ni nostalgia ni fatalismo: jardinería administrativa. Eso significa reconocer que la administración pública no puede construirse de nuevo cada sexenio, que no existe un plano perfecto que resuelva todos los problemas, que la eficacia y los derechos se garantizan sobre todo con cuidado, paciencia y constancia. Pero también significa que, ante el desmantelamiento y la improvisación, existen alternativas para repensar la administración desde el realismo y la adaptación crítica.

Necesitamos más jardineros. Menos promesas de refundación, menos añoranzas por un plano que nunca se concretó y más compromisos de cultivo. La administración pública no se derriba como un muro ni se diseña como un plano perfecto: se cultiva como una parcela que debe dar frutos todos los días. Si queremos que cumpla con su tarea más importante, que es hacer efectivos los derechos de las personas, necesitamos mirar menos a los planos que soñamos y más al terreno que sí tenemos. ~

  1. “Una administración pública para los nuevos tiempos”, Letras Libres, mayo de 2025, disponible en www.letraslibres.com. ↩︎


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